Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Desafío a la distancia

Autor:

Osviel Castro Medel

La distancia. Tantas veces se ha mencionado la distancia. Pero hay que vivirla en la piel y en las vísceras para entenderla y para saberla como propulsora de las más terribles añoranzas.

No lo escribo por filosofía barata, sino porque el Día de los Padres fue el primero en cuatro décadas en que no tuve de cerca el rostro de mi padre, aunque lo imaginé a cada instante con sus ojos saltones, la delgadez extrema y las ganas de vivir —aun solo en su casa— a las puertas de los 77 años.

Lo escribo también porque por primera ocasión no pude rozar las mejillas de mis hijos todavía pequeños, cuyo mayor regalo hubiera consistido en un beso con sabor a cosmos.

La distancia espolea el pensamiento por ellos y hala ferozmente los recuerdos; pero también, en ese torbellino de reminiscencias, ayuda a comprender las circunstancias de otros que se inmolaron en la lejanía por causas superiores o secretas.

Me detuve ese domingo, por ejemplo, en la historia de los que se lanzaron a pelear en los montes y el destino les quitó la posibilidad de volver a abrazar a sus padres; en los que tuvieron que vivir en diásporas forzadas, en los que supieron la noticia terrible de la partida física del progenitor y no pudieron besarle la frente por razones insalvables, en los que partieron y por distintas causas no regresaron respirando.

La distancia me impulsa a estacionarme en el espejo de Céspedes —quien sabiéndose chantajeado por un ejército enemigo, adivinando el desenlace de su hijo Amado—, decidió seguir siendo padre de la nación que él mismo había sacudido de la almohada vaporosa.

Pienso en Martí que, enfrentado a su padre en ideales, no dejaba de aconsejar a sus hermanas desde el destierro que le cuidaran ese árbol duro pero tierno en las raíces. O en Celia, que se desvivía por el padre y conoció su viaje definitivo a otro espacio cuando estaba vestida de verde olivo en plena guerra redentora.

Pienso en el de la estrella solitaria en una boina, que lo dejó atrás todo; en el acero espiritual de los que, con la posibilidad humana de claudicar, no dejaron de ser Cinco, pese a todo. Y en el acero de otros sin nombres conocidos.

Qué duro el tiempo de los que no consiguieron mandar a su padre una letra o un sonido en junio o en diciembre. Cuánta lágrima de los que soportaron o soportan distancias más largas y solitarias.

En la meditación, sin embargo, hay un ápice de bálsamo porque la modernidad ha impuesto velocidades en la comunicación y estar reportando para un periódico desde Caracas en 2013 no se compara ni remotamente con el contexto de otros que estuvieron en 1980 en Luanda o Addis Abeba, en tareas mucho más complejas, cuando las cartas a puño y letra eran como cohetes divinos que sacudían el alma cada ciertos intervalos.

Encontré el alivio, como muchos, en saber que a mi padre y a mis hijos no les faltó ese domingo mi abrazo entrañable que surcó cualquier oleaje o montaña para convertir lo imaginario en realidad y hacerse eternidad más allá del tiempo y la distancia.

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