Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Familia de alquiler

Autor:

Susana Gómes Bugallo

Y de la noche a la mañana yo me había conseguido una nueva familia. Sin más lazos que los que empata el tío Alquiler (que para él solito necesitaría mil antologías tan desordenadas como la de Serrat y con la misma intensa poesía), un joven matrimonio holguinero y su indescriptible pequeñuela me recibían y despedían con su sonrisa (entonces indescifrable) y una amabilidad bastante decente. Yo no lo sabía, aunque podía suponerlo: también estaba siendo escrutadísima por ellos, que debieron soportar mi «entra y sale» inevitable, siempre con el firme propósito de parecer una sombra. A veces lo lograba.

Ella lucía muy sincera. Llegó casi festejando cumpleaños. Y ese festejo me hizo conocer cómo celebran las fiestas en nuestro Oriente. La bulla fue divertida. Confieso que desde mi piso superior me contagié sin querer de sus carcajadas infantiles, con el mismo destello sencillo de mi Güira de Melena. A fin de cuentas, la gente del campo siempre cría un calor de sábana tendida al sol del mediodía.

Al menos eso nos acercaba un poco, pensé. Segundos después tocaron a mi puerta y me encontré lo inesperado. «Vecina, prueba algo de lo que hicimos, ya que no te embullaste a bajar», me soltó en la cara aquella nueva prima. Y yo, que hasta paso trabajo para aceptarle algún presente a mis padres (siempre que no sea de chocolate, claro), perdí todo el calor de provincia y me congelé. Suerte que mi novio siempre ha sido más desprejuiciado para esos menesteres y agarró el plato con desparpajo, probó, se chupó los dedos y dijo que no se olvidaran de él para la próxima.

Ahí hubo un buen chispazo. Aunque a partir de ese día nuestra relación se convirtió en un cable de alta tensión constante, siempre alimentado con cariño. Creo que eso lo compartimos, igual que los tradicionales poquitos de sal de última hora, las preocupaciones por pequeños dolores de cabeza y las deliciosas alegrías por cualquier triunfo mínimo del día a día. Ya no nos sentíamos tan solos.

A mi novio le dio por educar a la pequeña. Se convirtió en su constante aleccionador mientras ella lo miraba seria, le sacaba la lengua y se echaba a correr. Yo, que soy perdidamente malcriadora, me convertí en su aliada incondicional. En cualquier noche de merecidos regaños paternos o maternos, Lexia (así se llamaba esta encantadora fierecita) se volaba la escalera en un segundo para que yo la protegiera de las consecuencias de cualquiera de sus maldades (había para escoger). Su risa se me volvió una terapia, y su llanto una punzada infernal en el alma, de las que se sienten cuando el dolor es cercano. Me había vuelto tía antes de tiempo.

Pero la felicidad dura poco en casa de los sin casa. Y tío Alquiler, empecinado en ser tan variable como la ley de oferta y demanda en el mercado mundial, un mal día decidió que debíamos cambiar de parientes. «A lo mejor quieres más a tus nuevos vecinos que a mí», me dijo ella unos días antes de que nos separáramos. Sabíamos que no sería posible. Hubo tanta solidaridad creciendo de la que no se da en cualquier esquina...

Como en la escena más esperada de una película romántica, Lexia corre hacia mí desde la esquina. Hemos ido a visitarla a su nueva casa, que tampoco es suya. Yo corro igual de loca. De verdad tengo ganas de verla. Nos abrazamos. Ya tío Alquiler nos separó. Hay personas que se nos cruzan en el camino para siempre. Bautizadas con el halo de lo ocasional y transitorio, llegan para establecer esos amarres irrompibles de lo verdadero.

Lexia me pregunta por todo y me pregunta si no vendré a su nuevo hogar. Ya no estamos tan cerca, pero creo que nos unimos para siempre. Es voluntad del alma decidir quién se instala allí. Puede que tío Alquiler vapulee a las familias de un lado a otro. Pero del hogar del corazón no hay quien saque a quien entró una vez.

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