Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Canción de amor a pasajera de un P

Autor:

Enrique Milanés León

Pareciera un déjà vu, pero es regresión concreta: montarse en una guagua en La Habana —amigos de otras provincias me dicen, ¿guagua…?— se ha convertido en una Cruzada que, como las medievales, requiere encomendarse a un Dios y disponerse a encarar toda clase de peripecias. Nuestro transporte más popular, nuestro «metro» criollo, se ha ido achicando y vuelto a aquel punto barbárico en que los pasajeros no habían, por pura falta de espacio, alcanzado la posición erecta.

Encima, el hacinamiento extremo sugiere que algunos choferes y unos cuantos inspectores se persuadieron de que la COVID-19, esa viajera más que conflictiva, se bajó para siempre en su última parada. Unos cuantos, creo yo, han «subtitulado» en chino las alertas vigentes del doctor Durán.

Cualquiera sabe que si algo «se pone malo» en Cuba, la razón del mal no está solo aquí, pero nadie ignora que solo la armonía de adentro es capaz de conjurar cuanta malla imperial se teja para atraparnos. Este par de años ásperos, armados con días duros cual adoquines, debían afincarnos en las certezas: si a menudo alguien arriesga la vida por la vida de otro, ¿qué sentido tiene lastimarse multilateralmente cuando casi todas las vidas —patria mediante— han sido salvadas?

Pues, contra toda lógica y contra toda historia nacionales, la gente se lastima con precisión milimétrica. Mientras los académicos pueden hacer una larga zafra de estudios al respecto, en general los seres sensibles deben —para no dejar de serlo— refugiarse en amuletos poderosos como la inspiración profunda, más que en las Obras, en las «Vidas Completas» de José Martí, el hombre del futuro que en el pasado soportó todo por todos nosotros.

Como bajo una lupa del bien, también se sale a la calle a expensas de la rusa ruleta del maltrato. A mí me tocó «mi bala» hace unos días, cuando en la trabazón del pasillo de un P —los vehículos articulados de la capital— una rústica Aldonza Lorenzo se quitó el disfraz de Dulcinea y agravió mi estampa quijotesca con improperios de un calibre que no cabrían en los tomos reunidos de Cervantes.

Mi respuesta, por supuesto, fue un silencio antártico y seguir rumbo a la puerta, pero una vez llegado al destino chiquito me detuve a pensar que este tsunami de grosería no puede ser el destino final de los cubanos, el pueblo que, por algo, proclamó Héroe Nacional a un Maestro de lo hermoso.

Por encima de los cañones que acechan y de los frijoles que faltan, la obra de justicia de la Revolución no tiene mayor amenaza que el olvido, en la gente, del sendero del amor. Eso nublaría todo lo demás. Ya dije que soy un Quijote.

Mientras todos hacemos política —porque en la Cuba del mundo vivir es un acto político— hay que estar claro de que el frente que decide el resultado integral está en nuestras manos, en nuestros gestos y en nuestras lenguas: es la trinchera de la sensibilidad. Con un «¡Muchas gracias!» se puede levantar el valladar al imperio.

Es el camino digno. Poco mérito habría en la resistencia sin hidalguía, que sería mera supervivencia. Los cubanos damos para más que eso. 

No es cosa de policías: el ciudadano es el principal celador del civismo ciudadano, y si en esta emergencia por rellenar la menguada despensa del país pareciera que votamos a la calle «el sofá» de la discusión en torno a los valores —¿recuerdan aquellos años de debates al respecto en el pasado reciente?—, es hora de preguntarse qué haremos con esta inflación de indecencia, cada vez más barata al «cambio» del diccionario.

El que vive de acosarnos y nos complica no solo el transporte por La Habana, sino por la existencia toda, es un míster que se mueve en su Air Force One y sonríe cada vez que dos cubanos discuten. Un presidente ajeno quiere quitarnos las ruedas del archipiélago para parar nuestro avance. No le ayudemos.

Esta «canción», inspirada en un momento de guagua, pudo nacer igualmente en una estampa de cola, de un trámite largo —perdonen la redundancia—, de un espacio público…, así que no busca establecer, con aquella Dulcinea que tanto amargó mi rato, un diálogo a lo Pimpinela. Por el contrario; ojalá que un día los nasobucos no impidan reconocernos y yo pueda brindarle el asiento, ayudarla con su jaba o «cortarle», a medida, una frase amable. Le pondría, gustoso, la otra mejilla para sonreír.

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.