Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Baraguá: el legado de la intransigencia

Autor:

Odalis Riquenes Cutiño

Con ocho heridas surcando su pecho, ocho días después de suscrito el infausto convenio, el Mayor General Antonio Maceo confirmó la amarga noticia: el 10 de febrero de 1878, mientras aún se batía en los campos orientales, en el centro del país se había firmado el Pacto del Zanjón para poner fin a la guerra, pero sin la independencia ni la abolición de la esclavitud por la que tanto se había luchado durante diez años.

«¡Y toda esa gente trataba con los españoles cuando aquí peleábamos con más entusiasmo, cuando nos sacrificábamos para vencerlos!», cuentan que ripostó, airado, mientras intentaba procesar las informaciones que ya les había adelantado en misiva el General Gómez.

«¿Qué dirán ahora mis subalternos? Mis hermanos, unos inutilizados, los otros heridos, ¿qué dirán? (…) ¡El teniente coronel Laffitte, mi buen compañero, muerto el día 1ro.! (…) ¡Y yo, que tengo todo el pecho sembrado de balas españolas!», increparía una y otra vez a su médico y amigo, el brigadier Félix Figueredo.

Aquella mañana del 18 de febrero, en Asiento de Piloto Arriba, donde por fin pudo conocer sobre lo sucedido por boca del propio Generalísimo, acompañado por el comandante Enrique Collazo, el teniente coronel Ramón Roa y otros oficiales, dicen que escuchó con calma las razones: el movimiento revolucionario no había podido resistir el embate del general Arsenio Martínez Campos, el Pacificador, quien guiado por el conocimiento de las heridas que minaban la unidad de las fuerzas mambisas y con métodos sutiles, había logrado desarmar el Ejército Libertador.

Tal vez pudo hasta reconocer las dotes del militar español, pero el sentido de la honra y la justicia que aprendió en su hogar, el recuerdo de la sangre generosa de sus compañeros, le impedirían aceptar tamaña afrenta.

Con la esperanza de que otros cubanos de bien se le sumaran, cerca del río Cauto comunicaría a los jefes que aún peleaban su determinación de proseguir la lucha. Para dejar clara su posición de principios, y de paso ganar tiempo, aceptaría entrevistarse con Martínez Campos, quien lo consideraba el último obstáculo para conseguir la paz.

Diez años de esfuerzos para forjar una nación estaban a punto de perderse en un instante de vacilación. De eso estaba consciente el General Antonio, quien sin dudas era mucho más que un mulato arriero con valor a toda prueba. Si se consumaba la rendición, no habría futuro para la lucha en Cuba, le quedaba claro: reinaría el desaliento y se desvanecerían las tradiciones patrióticas que sustentaban nuestra ideología como nacionalidad.

De ese tamaño eran las verdades que se dirimieron aquel 15 de marzo de 1878 bajo los Mangos de Baraguá. Con aquel rotundo «No, no nos entendemos», Antonio Maceo no solo salvó el prestigio de la Revolución, sino que al convertir la capitulación en tregua abrió las puertas a nuevas etapas de esfuerzos libertarios.

Desde la vergüenza, el mulato arriero, representante de los sectores más humildes, contradijo al Pacificador y refrendó  para el futuro una de nuestras más altas tradiciones patrióticas: la intransigencia revolucionaria, esa que prefirió a Bayamo hecha cenizas antes que en manos del enemigo; la que se sobrepuso a obstáculos como la Fernandina o Alegría de Pío; que transformó el dolor en plataforma de vida con el ¡Patria o Muerte! que nació tras La Coubre, y nos conmina a no olvidar las lecciones de ética y civismo bajo aquellos mangos ante las nuevas amenazas.

 A 144 años del viril gesto del Titán de Bronce, el dilema de Baraguá continúa presente. Sobreviven los zanjoneros, los paladines del cansancio envuelto en concesiones, los abogados de la desunión, los asesinos del honor.

Para todos esos valen todavía las preguntas de Maceo: ¿Qué dirán ahora mis hermanos muertos…?, tanto como el vehemente grito de aquel mambí que dicen hizo sonreír al Titán, orgulloso de que los jóvenes entendieran la necesidad de mantener los principios: «¡Muchachos, el 23 se rompe el corojo…!».

 

 

 

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