Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mataperros

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Allí estaban, como casi siempre, con el sol todavía alto al final de la tarde. Impasibles ante los resplandores y el calor. Bulliciosos, inquietos, gritones, sudados hasta los tuétanos y llenos de polvo, con los zapatos medio rajados y pensando en el juego o la maldad de turno. En otras palabras: andaban mataperreando.

Quizá lo mejor o lo peor de todo no eran las carreras o el dale por aquí o por allá. Lo interesante, o lo conflictivo —como se desee ver— estaba en los chillidos. En el juego de básquet o el de pelota, que te la ponían a donde fuera y a como diera lugar en medio de una franja de calle estrecha y rodeada por las dos aceras de casas, algunas terminadas y otras a medio construir.

Las horas pasaban y desde las cocinas se podía sentir el ruido de los tenis al arrastrarse en las carreras. Sin embargo, lo que más se oía eran los chillidos interminables, a ratos garrasposos y punzantes, de los muchachos. De ahí a convertirse en una especie de taladro dentro de las cabezas del vecindario, no faltaba mucho.

Hasta que se oyó: «¡Oigan, ¿ustedes no pueden hablar más bajito?!». Una mujer musitó: «No, no, no… No se puede vivir así». «¡Vamos, váyanse a otra parte a jugar y gritar!», mandó la primera persona—. «¡Váyanse a mataperrear a otro lado!». Por uno de los portales alguien comentó: «¿Los padres de estos vejigos no miran nada, no dicen nada?».

El grupillo aguantaba con rostro desencajado. Unos tenían los dientes apretados y los ojos inquietos en busca del menor resquicio para continuar la faena. Que se callen, que ahorita yo sigo, parecían decir. Otros tenían la cabeza inclinada hacia abajo, esperando el final del aguacero. Otros, sin embargo, miraban con desconsuelo, perdidos, buscando un refugio.

En medio del aluvión, uno de los muchachos abrió los brazos y encogió los hombros: «¿Y nosotros dónde podemos jugar?». La pregunta no detuvo los regaños. El jaleo siguió su ritmo, imperturbable ante la pregunta, hasta que los protestantes entraron a sus casas o se callaron o se pegaron a las columnas de los portales. Olvidados de los que estaban en medio de la calle. Era el mundo cortado por los gritos.

Pero la interrogante quedó en el aire. ¿Dónde podían jugar? No había mucho lugar a donde ir. Cerca había unos descampados. Unos solares yermos con unas maniguas donde se ocultaban los barrancos, que irían desapareciendo poco a poco con la urbanización. Una urbanización a trancos, a la sobrevida: construye aquí, arma el techo con lo que sea y vamos a ver después cómo quedamos.

Y en ese vamos a ver venía lo otro. Porque no solo de un techo y comida viven las personas. También se alimentan del cotilleo, de sentarse en un parque, de hacer ejercicios para subir los músculos de los brazos o hacerse la idea de que bajarán la grasa del abdomen. O para el entrenamiento de la lengua con los noticieros del barrio, que igualmente sirve para algo.

Solo que dentro de esas necesidades —además olvidadas al juzgar cómo se parcelan las pocas viviendas y edificios que se construyen en Cuba— existen otras ya no obviadas, sino difuminadas. La de los espacios donde deben jugar los menores. El parque, el área deportiva, el lugar para correr, brincar, chillar, para hacer casi lo que les plazca sin hacerle daño a nadie. Porque de todo debe haber en las viñas del Señor.

¿O se olvidan, los que planifican y, sobre todo, quienes gritan a los chiquillos, que antes del actual presente, cuando se empiezan a bajar todas las geografías, ellos también fueron iguales o peores que esos que estaban en medio de la calle? Que brincaron o chillaron más y que, además, fueron más bocones de la cuenta.

La memoria a veces se vuelve, o la hacen, medio olvidadiza. Como las urbanizaciones.

No estaría de más pensar, entonces —por favor, solo un poco: es un detalle—, en un lugar donde los niños puedan jugar. Un espacio, a lo mejor no tan amplio, donde al final de la tarde se vean unas pisadas entremezcladas en el polvo. Unas huellas que, a diferencia de la calle del barrio, se puedan marcar tranquilas. Unas líneas que guarden calladas los sueños del momento y de lo mejor que uno desea que venga algún día. La huella de ellos: de los felices mataperros.

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