Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Nostalgia por la máquina de escribir

Autor:

Juan Morales Agüero

Después de documentar a golpe de teclado el devenir de la humanidad durante más de una centuria, la máquina de escribir fue a dar con su metálica osamenta al lúgubre y desolado rincón de los trastos inservibles. Vencida por la irrupción avasalladora de las nuevas tecnologías, hoy solo le queda vivir de los recuerdos. Eso a menos que una (im)probable onda retro le restituya «algo» de su perdido esplendor.

Se trata de un artefacto que revolucionó la escritura del siglo XX. Su presencia era ubicua en dependencias y oficinas, y hasta en las casas de la gente rica. Los escritores la tenían como su patrimonio más preciado. Se asegura que fue el gran humorista norteamericano Mark Twain el primero en entregar a sus editores un texto literario escrito todo a máquina.

Es increíble, pero quedan nostálgicos negados de plano a renunciar a este centenario ingenio venido a menos. El actor Tom Hanks, por ejemplo, reconocido con dos premios Óscar de cine, admite que lo usa para responder su correspondencia. Incluso, atesora una colección de más de 250 máquinas en perfecto estado técnico. Otro famoso, el premio Pulitzer David McCullough, entrega sus originales escritos en su añosa Remington, que, aun con sus achaques, nunca lo traiciona.

En aquellas máquinas de escribir se debían pensar bien las ideas antes de teclearlas, ya que, una vez impresas, cualquier enmienda quedaba descartada. Los modernos procesadores de texto nos escamotearon esa costumbre. Hoy escribimos lo primero que se nos ocurre, pues, amén de poder borrar, disponemos del comando Ctrl+z para volver atrás. Tampoco existían corrector ortográfico ni variedades cromáticas y tipográficas. ¡Y mucho menos copiar y pegar!

Artefacto mecánico al fin, era frecuente que dos teclas se trabaran cuando intentaban impactar sobre el papel en blanco. O que un involuntario golpe sobre la barra espaciadora separara contra nuestra voluntad las sílabas de una palabra. O que la cinta de dos colores —negro y rojo— se negara a correr o a pintar… Por entonces había personas que se dedicaban a repararlas. Con el mutis de esos ya obsoletos aparatos despareció también ese oficio.

Durante su época de auge, el sonido monocorde de las teclas de las máquinas de escribir funcionó como la banda sonora de las redacciones periodísticas. «Tac tac tac…», repiqueteaba por doquier. Alcanzaba su clímax en horario de cierre, cuando los reporteros se apuraban por entregar a tiempo sus trabajos para la próxima edición. La modernidad acabó con aquella mística profesional que tanto recuerdan los viejos cronistas. Como dijo una vez García Márquez, «las salas de redacción son hoy laboratorios ascépticos para navegantes solitarios».

Yo estudié mecanografía a instancias de mi madre. ¡Cuánto se lo agradezco! Era por entonces un adolescente díscolo y ella casi me obligó a asistir tres veces por semana a una academia particular, de la que egresé meses más tarde con un pergamino calificador y habilidad para escribir con soltura con todos los dedos de las manos. Aquellas vetustas Underwood y Royal me instalaron para toda la vida en el subconsciente el orden de las letras en el teclado: qwert, asdfg, poiuy, zxcvb…

Con los años, adquirí una máquina de escribir portátil. La cuidaba como una joya y me negaba a que otros la usaran. Pero —¡ay!—, al poco tiempo de adquirida me favorecieron con una computadora. ¡El cambio fue como del día a la noche! Me deshice de mi fiel compañera y acepté la novedad como algo inevitable. Para recordarla, alguna que otra vez activo un programa que simula su sonido tac tac tac en el teclado. 

Admito que el ordenador es todo beneficio para quienes nos ganamos la vida aporreando las teclas. Pero eso no excluye la nostalgia por aquellos artefactos hoy obsoletos, cuyo encanto persiste en nuestra memoria.

Con el cierre de la última fábrica de máquinas de escribir se cerró un capítulo de la historia tecnológica de la humanidad. Pero no su recuerdo.

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