Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mi escuela al campo

Autor:

Juan Morales Agüero

En mis tiempos de estudiante de secundaria, la etapa de  escuela al campo resultaba siempre uno de los incentivos más disfrutados del curso escolar. La razón era que, por primera vez, salíamos de casa y nos distanciábamos de la «tiranía» familiar. Se trataba de una oportunidad para probarnos, como adolescentes, cuán independientes podíamos ser, aunque a la hora de la verdad extrañáramos las comodidades hogareñas.

Para esa tarea, los calendarios programaban 45 días sin ir a casa. Su propósito era combinar el estudio con el trabajo, y su participación era obligatoria. Los lugares de labor eran entornos rurales sembrados de caña, frutales o cultivos varios, donde aquellos contingentes jóvenes y torpes en el manejo de las azadas, debutaban como labriegos, causando más daños que el célebre elefante dentro de una cristalería.

Los preparativos familiares para la escuela al campo solían ser intensos y con suficiente anticipación. Lo primero era conseguir una maleta de madera —no había otras por entonces, ni mochilas como ahora—, y lo usual era mandarla a hacer en el taller de carpintería del ingenio o a algún carpintero conocido. No eran lujosas, sino toscos cajones rectangulares con una tapa, y un par de aldabas para ponerles candados.

Días antes, las autoridades escolares nos entregaban una muda de ropa de trabajo. No era frecuente que sus tallas nos vinieran bien a todos, así que nuestras madres debían ponerse en patines para adaptarnos los pantalones y las camisas antes de la partida. También un par de botas rusas, de aquellas a las que llamábamos «rompe rocas», tan rudas y pesadas que solían provocarnos dolorosas ampollas en los talones.

El momento de empacar era una odisea. Con la mejor intención, nuestros viejos —previsores— nos forzaban a incluir un sobrecito con aspirinas, un mosquitero, mentol chino, mercuro cromo, palillos de tendederas, curitas, una cuchara, un jarrito, un inhalador, chancletas, y, desde luego, pasta, cepillo, jabón y vaya usted a saber cuántas cosas más.

Los momentos previos a la partida solían ser emotivos. Los muchachos, alborozados, nos agrupábamos frente a la escuela mientras nuestros padres conversaban en las cercanías. Para nosotros aquello era una fiesta; para ellos, una tragedia. Nos recomendaban: «cómete toda la comida, báñate temprano, si te sientes mal avisa, anda siempre con tus amigos, ponte el sombrero para que no aguantes sol, no juegues de manos…».

Momento crucial era la llegada de las guaguas. Subíamos y nos poníamos a cantar y a escandalizar, mientras los padres nos decían adiós, cariacontecidos. Ya en los campamentos, el estado de ánimo cambiaba. Al anochecer, algunos comenzaban a extrañar la casa, y entonces sobrevenía hasta algún que otro lagrimón. Eso generaba burlas por parte de los más curtidos. ¿Quién se podía dormir en semejantes circunstancias?

La vida del campamento, desde luego, era diferente a la de casa. Se dormía en literas  y se comía en bandejas metálicas, algo con lo que topábamos por primera vez. Y, con respecto al menú, lo magro de sus ofertas provocaba que siempre tuviéramos hambre, al punto de que hasta los melindrosos nos alistábamos para el renganche de chícharos o nos disputábamos la raspa que dejaba el arroz en los calderos.

Nos bañábamos con agua fría. Algunos llevábamos cubos y latas de aquellas donde se comercializaba el aceite. Por la noche jugábamos cartas, dominó, parchís, damas… En ocasiones, nos sentábamos en el suelo en torno a la litera del gordo Jorge Alba —un narrador oral nato— para que nos contara películas de terror. También oíamos Nocturno y hasta alguno cantaba.

A las 10:00 p.m. debíamos acostarnos. Antes de dormir, los más jodedores correteaban por el pasillo del albergue y halaban sábanas, payaseaban, se disfrazaban o hacían travesuras. Un rato después, todo quedaba en absoluto silencio. A las 6:00 a.m., alguien (casi siempre el cocinero), golpeaba con una barra de hierro un enorme disco de arado que colgaba de una mata. El ruido que provocaba era el clásico «¡de pie!». Ahí corríamos a lavarnos la cara, cepillarnos, hacer las necesidades, desayunar, asistir al matutino, formar y partir para el campo. Siempre alguien quedaba de «cuartelero», para limpiar los albergues, los baños y los alrededores.

En el campo las labores no siempre fueron las mismas. En una oportunidad nos pusieron a desyerbar cañaverales, en otra a clasificar malangas y en una tercera a recoger naranjas. Muchos de nosotros nos llevábamos algunas para el albergue para dárselas a nuestros padres cuando nos venían a ver los domingos por la mañana, a bordo de camiones alquilados.

La escuela al campo dejó huellas indelebles entre los estudiantes de mi época. Fue una experiencia bonita, a pesar de que sus resultados productivos fueran discutibles. Allí, por primera vez, alternamos con el fango, las arañas, los guizazos y la nostalgia. Y, por primera vez, no tuvimos cerca a la familia para que nos sacara las castañas del fuego.

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