Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Reporte con la máquina del tiempo

Autor:

Enrique Milanés León

Mis amigos cercanos saben que soy una especie de Harry Houdini en el periodismo cubano: suelo escaparme del nudo, del candado y la cadena, del foco de atención porque tengo claro que la figura y el hecho importantes están siempre al norte de mi mirada, no del lado de mi ombligo.

Irremediablemente, soy egoísta para las entrevistas: las pido, pero no las doy; y generoso para las crónicas: me olvido de mí para inspirarme en los otros. Creo que me justifica la certeza de que el que puede y debe decir cosas interesantes es el otro, el hacedor de las obras, de modo que en las coberturas suelo colocarme a prudente distancia del objetivo y «disparar» a discreción con mi agenda.

En Cuba me ha resultado siempre; sin embargo, en apenas una semana en China mi humilde agenda se trocó, de repente, en dispositivo farandulero y egocéntrico que atraía sobre ella y sobre mí mismo una atención inmerecida e incómoda con la cual no estoy acostumbrado a lidiar.

Varios periodistas chinos, jovencísimos siempre, repararon una y otra vez en aquel ser de una era superada por el teléfono celular que, plantado en esquinas en los recorridos… ¡escribía a mano!, no en móvil, table o laptop, sino… ¡en agenda! ¿El resultado? Demasiadas fotos, demasiado vidrio sobre mi triste figura.

¿Habrá a estas alturas una palabra en mandarín para definir «agenda»? Quién sabe, pero lo que sí puedo decir es que a cada rato me avisaban de que tal o cual colega quería entrevistarme, no para hablar de mí, sino… de mi agenda.

Fue duro sentirlo: ¡a lo largo de décadas como periodista he sido ninguneado en ciertas circunstancias por algún fulano vanidoso, pero juro que nunca por mi propia agenda, mi confesionario, mi «arma» gemela para hacer las notas!

Tantos años de entrega, de secretos compartidos en letra pequeña sobre su límpida piel, y un viaje a China que pudo ser la luna de miel del reportero con su fiel agenda se convirtió en la turbulencia que casi nos llevó al divorcio. Porque por momentos, de veras, llegué a despreciarla como a una amante perjura.

Fue complicado: en las coberturas por todo Jiangxi, yo perseguía detalles y era a la vez perseguido. No siempre pude escapar del interés periodístico: aunque más de una vez me excusé ante el pedido diciendo en inglés algo así como: «No sabo inglés», una colega china, buena cazadora ella, me trabó entre mi agenda y la pared y me hizo la pregunta terrible: ¿Por qué la usas?

Se me cayeron los renglones del carácter, me bajaron a un tiempo el margen y la sangría y me sentí desnudado. Entonces apelé a alguna maña retórica —de esas que usamos los periodistas con agenda—, como equiparar la elección de una nota manuscrita para informar de lo actual con el modo en que China entronca su legado milenario con los hitos del mañana.

«El mero tránsito desde la caligrafía rústica personal en la cobertura hasta el trabajo publicado en formatos de avanzada es un recorrido apasionante para el reportero que ame la cultura. Ustedes saben de saltos semejantes» —alcancé a decirle, palabras más, palabras menos, a aquella jovencita.

No soy demasiado optimista: muchos de esos reporteros están condenados a no entendernos, ni a mí ni a mi agenda. Hasta en Cuba, que tecnológicamente está años luz —y también años apagón— por detrás de China, la mayoría de los colegas recién graduados no escriben ni su nombre en el papel.

Antes, en coberturas domésticas había respirado la suspicacia de terceros hacia mi compañera agenda, tan dura, tan pulcra, tan receptiva ella, mas lo de China fue otra cosa, otro nivel, otra civilización: mi agenda y yo paseamos a esos muchachos deslumbrados en la máquina del tiempo… aunque no estoy seguro de saber a cuál año fuimos a parar.

 (*) Juventud Rebelde comparte las crónicas del colega durante su participación en el 8vo. Foro de Organizaciones de Periodistas de la Franja y la Ruta, celebrado en China en julio último.

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