Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un baño a la turca

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Un joven arquitecto, recién graduado por más señas, debió vivir hace poco el lado más extremo de esa premisa donde se dice que el cliente tiene toda la razón. Aunque sea para ir al suicidio o caer en el ridículo, vaya usted a saber.

El muchacho en cuestión había llegado a una vivienda en comisión de servicio (mochila, hojas, portaminas y cinta métrica en mano), porque los propietarios deseaban remodelarla y a lo grande: baño nuevo, cocina de estreno, interiores con otras formas, los cuartos con un diseño actualizado, luminarias diferentes... En fin, el mar.

El caso es que se habían mudado hacía poco, y querían ponerla a tono, como dijo la dueña. Cambiar los aires, acabar con el ambiente viejo. Quitar esas antiguallas de rejas y ventanas o de puertas que nada tienen que ver con las de las tiendas.

«Limpiar, limpiar —decía la mujer, moviendo los brazos—. Sacudir. Ese techo alto, ¿para qué? ¿Para telarañas? No, que se vaya, hay que cambiar todo esto. Que se vaya lo viejo». El arquitecto escuchaba tratando de cumplir con lo que le habían dicho que debía hacer, y que al final no podía lograr: poner cara de póker o, al menos, de Mona Lisa.

La casa, en verdad, necesitaba una remodelación. Pero resulta que, junto con las paredes cuarteadas, el cambio del sistema hidráulico o eléctrico y otras cosas más, la edificación tenía sus valores patrimoniales, que la distinguían.

Ahí estaban los ventanales, las líneas de los umbrales de cada recinto y una fachada limpia, simétrica, con un equilibrio que brindaba una sensación de paz con solo mirarla.

Lo más doloroso; sin embargo, lo que le ponía la boca en «uve» invertida al muchacho, era el deseo de la dueña de liquidar el patio interior.

«Hay que ponerle techo —decía—, correr las paredes para ampliar las habitaciones». «Señora, mire —balbuceó el joven—, es que ese patio tiene una función». «Sí —respondía la mujer—, la de ponerme a dar escoba cuando llueve. Por suerte, tenemos empleada». «Pero mire...», «¿Qué cosa?», «Tiene unos bancos y unos canteros originales». «Los bancos a lo mejor se quedan, los canteros: ¿para qué me sirven? No sé, a lo mejor se quedan y se van los bancos o a lo mejor se van los dos».

El joven intentó la última defensa. Respiró hondo: «Señora, el problema está en que, si se quita el patio interior, la temperatura de la casa se va a elevar. Van a tener más calor de lo habitual. Al mediodía van a estar en un sauna». La mujer puso cara de mamá compasiva con el bebé. «Ay, mijo, para eso están los splits». Luego vino el remate: «Lo que yo quiero es una casa como en las novelas turcas. ¿Entendiste?».

El muchacho suspiró. Sacó el portaminas, acomodó las hojas, verificó que la cinta métrica se deslizaba sin problemas y dijo: «Vamos a empezar a medir». Lo otro es historia. O, a lo mejor, peticiones de ventilador recargable con estos apagones. O solicitudes al más allá de plantas eléctricas para andar en lo que debió convertirse, después de mucho pico y pala, en un horno con todas sus implicaciones: sudores, dolores de cabeza y olores a cerrón de lechero a punto de mediodía.

Todo (para decirlo un poquito claro) por esa ignorancia y olvido que tenemos de lo que debe ser una buena arquitectura o una arquitectura correcta, funcional. De querer copiar el modelo de afuera, sin tener en cuenta las condiciones del país (el clima, su geografía). Y lo peor: no querer escuchar al que sabe, tema que ya no es una asignatura pendiente; sino algo verdaderamente consustancial al ADN de unos cuantos patriotas.

Si a todo lo anterior se le añade que no hay un libro, una revista, un portal web, un programa de radio, un suelto, ni siquiera un puñetero pasquín que te indique los criterios más elementales para construir una casa compatible con el clima, pues no hay más nada que hacer. Salvo sentarse a la mesa y ponernos cómodos, señoras y señores, porque el ajiaco está bien servido para quedar bañados en sudor a la turca y sin haber tomado el avión. No lo dude.

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