TRAÍA, colgado al cuello, un cartón. Le tapaba el abdomen, al estilo de los petos antiguos usados por los árbitros de béisbol.
Iba con una cesta en la mano derecha, una cesta con billetes, que justificaba el texto escrito en el cartón enorme: «Te pido, por favor, que me ayudes. Dame lo que puedas y que Dios te bendiga».
Casi todos lo miraban mientras surcaba cada calle. Unos echaban más dinero a la canasta, casi llena; otros movían la cabeza con un «no» y alguno le gritaba desde la distancia: «¡Ponte a trabajar!».
Una persona se le acercó y él le extendió la mano. Pero el curioso no le dio un peso, solo le preguntó la edad. El joven no articuló palabra alguna. Levantó dos dedos, luego cuatro. Es decir, tenía 24 años.
«¿Y no hablas? ¿Qué tienes? ¿Y tu familia?», volvió a indagar en ráfagas. Entonces el menesteroso dio la vuelta y se marchó rápido.
Ese día miré cada gesto con una mezcla de incredulidad y amargura, de duda y tristeza. No sabía si estaba
presenciando el ardid de un pillo de estos tiempos o el desespero de un necesitado.
Trátese de una variante u otra, punza el corazón ver episodios como estos, antes muy raros en nuestro país, que siempre se ufanó, con razón, de haber reducido notablemente la mendicidad, la indigencia y hasta la pillería social.
Días atrás otro imberbe pedía públicamente ayuda monetaria para «comprar unas medicinas» y un tercero, joven también, rogaba por dinero con el afán de «completar para una merienda».
Pensando en ellos y en otros con historias similares, concluyo que resultaría imperdonable encogerse de hombros ante estos hechos o creer que los llamados «casos aislados» no han ido creciendo en nuestra sociedad.
Siempre hubo personas en las aceras, generalmente desvalidas, suplicando limosnas y favores, pesetas a sus santos o monedas para subsistir. Pero ahora mismo, en nuestra
novela real, uno presencia con mayor
frecuencia escenas que dibujan la mano extendida, los ojos a la espera, la limosna física y espiritual.
Y tiene la sensación de que, por una causa u otra, también hay más seres humanos de corta edad dedicándose a pedir a la vista pública, como si fuera un oficio más… o una manera de subsistir.
Las crisis suelen disparar las privaciones y carencias, claro. Lo triste sería que los agobios materiales nos lleven a olvidar el trabajo social, la unidad de los llamados factores, el tratamiento multisectorial de nuestros problemas. O que, después del debate generado hace unos meses, pensemos que «ya se dijo todo».
A fin de cuentas, nos debería doler en lo más hondo aquel cartel del joven de 24 años, quien, por cierto, días después estaba a las puertas de un mercado agropecuario, con un cartón más pequeño, una cesta mucho más grande para recaudar dinero y un texto más corto sin Dios y sin las vírgenes.