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Poesía de Caridad Atencio

Los textos que presentamos al lector de El Tintero pertenecen a su más reciente poemario: El libro de los sentidos, publicado por la Editorial Letras Cubanas y que puede adquirirse en las librerías del país

Autor:

Caridad Atencio

Caridad Atencio (La Habana, 1986) Poetisa, ensayista e investigadora. Licenciada en Filología por la Universidad de La Habana. Trabaja en el Centro de Estudios Martianos desde hace 20 años. Ha publicado más de una decena de libros, entre ellos: Los cursos imantados (2000), La sucesión (2004) y otros muchos de ensayo sobre la obra de José Martí. Los textos que presentamos al lector de El Tintero pertenecen a su más reciente poemario: El libro de los sentidos, publicado por la Editorial Letras Cubanas y que puede adquirirse en las librerías del país

Solo nuestras cabezas sobrepasaban la ventana, y el tamaño en la sombra ocultaba sesenta años de diferencia. A mis ojos todo era ligero, risible: su pánico contemplando el ciclón por la ventana, la endeblez de los postes y los árboles. El golpe contra el marco por el viento le provocaba un ¡ay! que yo anunciaba como pasión ridícula. Miraba con hosca seriedad los partes del tiempo  por la televisión, y yo le pregonaba: «lo que le gusta a mamá». Ella se molestaba con mis burlas. Guardaba una impresión de una creciente que no quiso contar. Ocultaba la edad. La vi probarse ropa que me cosía. Un instante, su porción de corteza, su porción de cielo. Para impedir mis chanzas decía que me iba a salir por las noches, después de su temida muerte. Ella y yo,  intentando abrir las puertas cerradas con una espada. Ella y yo, ignorando que el deseo se nutre de lo ciego.

Mi tía buscaba dirección en un sitio de ordinarios edificios, que sin duda debían conducir a otros. Y las habitaciones, los destinos, se buscaban hacia abajo. Descender infinitas escaleras para hallar, después que mucho se fracasa. Escaleras color arena con pasamanos de cordón, como  en un barco, donde mágicamente observas sostenidos platos de aluminio con tostadas, que a su paso van cayendo, con un ruido sobrecogedor. Mi tía baja y no encuentra. Mi tía muerta baja y yo voy dentro de ella. Cuando halla, después de varias eras de descenso la encuentro yo, con su pelo largo y ahora negro, sus hijos pequeños y las mismas caras. Y mi padre a su lado, con el torso desnudo, exhibiendo su fragilidad

A Edelmira Atencio,

in memoriam

Querida:

He sabido serena de su muerte. La más delgada, la más alta de las hermanas. En apariencia la menos agraciada. La única que para unirse tomó un hombre casado que casi le doblaba en edad, cuando apenas había tiempo para aquello: En su pueblo hacía la zafra, mientras las vacaciones eran para sus hijos y su esposa acá en la Habana. Pervivían en paz aquellas dos familias, hasta que el tiempo le dio el marido entero. Una muerte, un dolor, una herradura que arrancaban.

Una vez cada año íbamos donde ella. Si guardaba el gesto tutelar. Su ropa sucia, sus uñas, tiznadas del fogón, pero siempre la comida a su hora y el café claro. Cuando murió el abuelo, al que siempre fue la única que cuidó, llegaron de otras urbes sus hermanas, bien tenaces, a rifarse la cadena y su reloj de oro. Si alguien se casaba o se operaba era ella quien cuidaba a los niños. Fue el alma de sus hijos hasta que partieron. Una hacia afuera, otro perdidamente para dentro de sí. Le quedaba la casa. Hasta que la casa de guano y de madera comenzó a derribarle. Como sus tablas, se averiaban sus piernas, sus deseos. Nunca quiso mudarse de aquel sitio vastísimo por el que todos los nuestros habían pasado, y como tal era el encaje oscuro de lo que no existía. Mi permanencia y mi recuerdo eran una explanada para su sacrificio.*

* Para Lila, Andrea Mendoza (30 de noviembre de 1928 - 23 de abril de 2005)

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