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La esperanza de Esperanza

Con frecuencia, Esperanza González se da un salto desde su casa, en Santa Clara 162, La Habana Vieja, hasta la tienda Artehabana (antigua J. Vallés), en el céntrico bulevar de San Rafael, en la capital. Y aunque no siempre compre algo, se deleita no solo en la estética de todo lo que allí se vende, sino en otras bellezas menos visibles y más esenciales para el alma.

Esperanza se explica:

«Siempre he podido apreciar el excelente trato que allí se les dispensa a los clientes. En el área de la cafetería reina un ambiente agradable y acogedor; sus empleados prestan un servicio con calidad y rapidez. Son muy atentos y solícitos. También he observado cómo los directivos se preocupan porque esto no se rompa, manteniéndose atentos, y casi siempre en las áreas».

Relata Esperanza que el lunes 20 de diciembre fue a Artehabana a comprarse una cartera, casi a la hora de cierre. Y no encontró ese gesto de perro bulldog que pulula por ahí, con el consabido «ya vamos a cerrar». A pesar de que solo faltaban diez minutos para que concluyera su jornada, tanto la empleada que atiende el guardabolsos como el custodio se dispusieron cortésmente a atenderla.

«Y qué decir de la joven que atiende ese mostrador —precisa—, quien con mucha amabilidad y sin apuros me preguntó: ¿Puedo ayudarla en algo? Luego mantuvo la suficiente paciencia para mostrarme varios modelos, incluyendo uno que estaba en lo alto, para lo cual necesitó subirse en una banqueta».

Cuando la empleada intentaba alcanzar la cartera —abunda Esperanza—, otro empleado corrió para auxiliarla, y concluyó él la labor. «Todo esto sin protestar por la hora», asegura la lectora, y reconoce que «el diseño por el cual me decidí se lo agradezco a ella, por las sugerencias y recomendaciones que me supo dar».

Ya a esas alturas, Esperanza y su hija, que le acompañaba, eran los únicos clientes que quedaban en la tienda, mientras un trabajador se disponía a limpiar el local para la próxima jornada de trabajo.

Esperanza manifiesta que ni siquiera conoce los nombres de esos empleados amables y dispuestos que la atendieron, pero desea destacar la labor de ese colectivo de trabajadores, eminentemente joven. Un colectivo que desmiente aquello de que los que vienen ya están marcados por nocivos hábitos de desaprensión e indelicadeza.

«Quisiera hacer pública la felicitación —señala Esperanza— y desearles que no se les agote nunca el fijador del que un día escribió el genial Héctor Zumbado».

Este redactor quiso con la referida historia concluir el empeño de esta columna en la última edición de 2010, cuando el país se empeña en dejar atrás tantas mediocridades, atavismos y abulias, y labrar la eficacia tan deseada, el sentido de pertenencia y la profesionalidad que naufragaron con tanto paternalismo e igualitarismo.

Así, como actuaron los empleados de Artehabana, deberá ser el espíritu de los cubanos en 2011: cada quien en su puesto, cuidándolo y percibiendo el saldo de su conducta también en el bolsillo, pero fundamentalmente en la gratificación espiritual de ser noble, atento y eficaz.

Desde este abrevadero donde recalan tantos problemas, desgracias e insatisfacciones de los ciudadanos, hago votos porque ese estilo de la delicadeza, la elegancia y el primor vaya abriéndose paso con los cambios a los cuales están abocadas la economía y en general la sociedad cubanas.

No quiero que concluya el 2010 sin agradecer a tantos lectores sus mensajes de felicitación, y la fuerza que me dan para seguir bregando en esta vereda de la justicia, la virtud y el bien, por más complicaciones que traiga.

A todos, mis deseos de salud, bienestar y paz. Y sobre todo, que el arte que se imponga en la vida cotidiana se parezca al de esos empleados cordiales y solidarios de Artehabana. Esa seguramente es también la esperanza de Esperanza.

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