Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

A punta de espuela

El campeonato correspondiente a 1946-47 del béisbol profesional cubano estuvo caliente. Hubo hasta muertos y, por lo menos, un suicidio. Y no pocos incidentes que debieron dirimirse ante los tribunales. Aunque, como siempre, eran cuatro los clubes que se disputaban el título, solo dos, el Habana y el Almendares, mantuvieron a lo largo de la serie una enconada rivalidad y alzaron con ello el interés del torneo. Todos daban por vencedor al Habana, conducido por Miguel Ángel González, y todavía unos días antes de que finalizara la contienda ni el más acérrimo almendarista soñaba con que su novena ganara la competencia. Sucedió, sin embargo, lo impensable. El equipo del alacrán, que dirigía Adolfo Luque, picó y lo hizo de tal manera que desinfló al león rojo del Habana y el conjunto de «Mike» González, que lucía como la mejor máquina beisbolera de la contienda, cayó destrozado ante el empuje de sus contrarios.

Como sucede por lo general en esos casos, el triunfo se le atribuyó a un solo hombre, el pitcher Max Lanier enviado al Almendares en cambalache por el catcher Bassett pocas semanas antes de que finalizara la lid. Cierto es que Lanier humilló a los bateadores rojos cuando, en la recta final del campeonato, estaban sumidos en un slump terrible y ya sin esperanzas de reaccionar. Pero, y eso fue lo decisivo, el Almendares, que nada tenía que perder y mucho que ganar, jugó, ante el asombro de propios y extraños, una pelota cohesionada. Por otra parte, saltaba a la vista que el Habana carecía de un lanzador de cabecera capaz de consolidar su triunfo. «Mike» González había confiado más en su habilidad como manager que en la realidad y se arriesgó porque en sus planes no parecía factible la derrota.

Lanier, que jugaba con el club Marianao, llegó al Almendares por pura casualidad. Se enfrentaban el Marianao y el Habana cuando un jugador habanista, al deslizarse violentamente en el home, lesionó al catcher del equipo rival, que quedó inutilizado para lo que restaba de temporada. Tuvo el Marianao que recurrir a receptores novatos que rara vez salían airosos al contar, como contaba esa novena, con lanzadores tan difíciles y variados como Lanier, Calvert y Sandalio Consuegra. Fue entonces que se planteó el cambio de Bassett, segundo receptor del Almendares, por Max Lanier. El propietario del Marianao se resistió en un principio a prescindir de los servicios de Lanier, pero cedió al fin movido por los continuos fracasos de sus receptores y como una forma de hacer un recorte saludable en la economía de su equipo pues «el Monstruo», como apodaban a Lanier, devengaba un salario elevadísimo. Pasó Lanier al Almendares y tuvo así ese equipo en sus filas al jugador que no tardaría en ser factor decisivo, aunque no único, de su victoria.

Triunfo inesperado

El león lanzó zarpazos antes de morir y obtuvo un triunfo inesperado con un jonrón de «Sagüita» Hernández. Ninguno de los 30 000 espectadores que ese día seguían en el estadio el enfrentamiento entre los eternos rivales y veían cómo el pitcher azul le colgaba un cero tras otro al Habana, pudo pensar que el club de Miguel Ángel González ganaría ese encuentro y, mucho menos, en la forma en que lo hizo.

Lanzaba Jessup por el Almendares y al llegar a la novena entrada, con score de 2x0 a favor del alacrán, el Habana, que era home club, ocupó su turno al bate y, ya con dos out, consiguió colocar dos hombres en las almohadillas. Le tocó batear a «Sagüita». Un strike. Otro más, pero en el lanzamiento siguiente el pitcher envió una bola a la altura del pecho del bateador. «Sagüita» le fajó golosamente y envió la pelota al jardín izquierdo, donde Santos Amaro intentó fildearla. Pese a su elevada estatura, el jardinero no pudo impedir que pasara sobre la cerca para darle la victoria al Habana.

Los almendaristas se desplomaron en sus asientos, mientras que los habanistas enmudecieron ante la sorpresa del jonrón. Luego todo fue júbilo y los seguidores del club de Miguel Ángel González se lanzaron al terreno a celebrar el éxito.

Siguió otro juego, ganado por Lanier, en un cerrado duelo de lanzadores. Quedaban aún dos encuentros más entre los eternos rivales cuando el delegado de los almendaristas preguntó a Adolfo Luque si Lanier podría lanzar en el último de los dos desafíos.

El viejo y popular mentor, esperanzado en ganar el campeonato y, de paso, hacer rabiar a su viejo y querido amigo «Mike» González, expresó su confianza en que pudiera hacerlo, pero correspondía a Lanier la decisión definitiva. Si lo hace, aseveró el delegado del Almendares en nombre de los propietarios del club, tendrá, gane o pierda, una gratificación de 500 dólares. Lanier, sin embargo, acogió con frialdad el ofrecimiento y se limitó a responder que pensaría en la propuesta. Solo contestó definitivamente cuando los azules volvieron a derrotar a los leones con Agapito Mayor en la línea de fuego. «El Monstruo» estaba dispuesto a jugarse el todo por el todo y, en efecto, ocupó el box y dominó a sus rivales.

La reñida batalla entre el Habana y el Almendares aumentó en grado superlativo la afición por el deporte nacional. Los ánimos se exacerbaron, más de un fanático fue incapaz de controlar sus nervios y se dio rienda suelta a la pasión. Los incidentes se sucedieron y los juzgados correccionales y de instrucción tuvieron que ventilar no pocos casos provocados por discusiones beisboleras. La sangre llegó al río en más de una ocasión. Un fanático del Almendares dijo a otro del equipo rival: «Te acompaño en tus sentimientos» y fue atacado a cuchilladas por el irascible habanista. Y alguien más, confiado en la aventura segura de las huestes rojas, apostó al pecho, sin tener un centavo en fondo, a favor del Habana y no encontró otro camino que el del suicidio para escapar de aquellos a los que debía dinero.

Tiempo de gallos

Se decía en la década de 1940 que nadie en el mundo superaba a los cubanos en lo que a la cría de gallos finos o de pelea se refiere. Había en esos años excelentes criadores en Las Villas, Camagüey y La Habana. Prueba de ello es que entre 1946 y 1947 el Ministerio de Agricultura concedió permisos de exportación para más de 2 000 gallos que en su mayoría fueron a parar a Puerto Rico y también a México, Venezuela y Colombia. Fue una primacía conquistada, decía un especialista, a punta de espuela.

En esa fecha, en cambio, entraron al país unos 700 gallos jerezanos comprados a criadores de Cádiz, Almería, Sevilla y Jerez. Pese a su precio —costaba cada uno alrededor de 125 dólares— eran muy inferiores a los nacidos y criados en la Isla.

Factores decisivos justificaban la pobre clase de esos ejemplares importados. La guerra civil ocasionó en España la escasez y el encarecimiento de muchos renglones alimenticios. Faltó el trigo, que es la base de la alimentación de los plumíferos en ese país y ante ese imperativo muchas crías desaparecieron.

Eso no fue obstáculo para que vendedores andaluces ponderaran su mercancía como si fuese de oro. Llegaban a Cuba con el cigarrillo en la boca y la mentira en la lengua. Decían: «Este gallo tumbó al Alcázar de Toledo». O: «Este alazán se faja hasta con la catedral de Sevilla». Otros aseguraban: «Mi gallo ha peleado en unas diez grandes ferias y nunca ha sido derrotado». Pero a la hora de la verdad los gallos que, al decir de sus vendedores, tantas proezas acumulaban, huían al recibir el primer golpe en un ojo. Los compradores cubanos demoraban en comprender que habían sido estafados. Eran gallos comprados en los mercados de Andalucía por 20 o 30 pesetas (dos o tres pesos cubanos de los de entonces) para ser revendidos en La Habana, donde el precio de un gallo de exportación oscilaba entre los 40 y los 70 pesos.

En esa época existían muchas vallas de gallos en esta capital. La Nacional, de la Esquina de Tejas, y la valla Habana, en la plazoleta de Agua Dulce, atraían a un público numeroso por la calidad de sus funciones y excelente ubicación. No quedaba muy atrás la valla Guanabacoa, en la localidad de ese nombre, que renació luego de vivir una vida en precario porque sus dueños no se preocupaban de hacer el anuncio oportuno de sus funciones. Superado ese error y, con la instalación remozada por entero, la valla Guanabacoa fue convirtiéndose en uno de los principales centros gallísticos habaneros.

Palacio de los gritos

En la pelota vasca estaban muy extendidas las supersticiones. Así, se decía que el bando que anotara el primer tanto, perdía el encuentro, y que el 33 representaba un punto fatídico en la marcha ascendente del tanteador pues al llegar a ese número de tantos, la pareja que los había obtenido sufría un tropezón.

En Cuba se jugó pelota vasca y de la buena. En la época de oro de ese deporte pasaron por La Habana los pelotaris Erdoza, apodado «el Fenómeno», y Mario Rincón, conocido por «Navarrete», que fueron, en su momento, los astros más refulgentes de sus cuadros respectivos; Erdoza como delantero, y el otro, como zaguero. Entonces se hicieron admirar asimismo en El Palacio de los Gritos (Lucena y Concordia) Irigoya, Eguiluz y Salsamendi (padre). También el Gran Charra, el jugador que más daño causó al juego formidable de Erdoza cuando este, por derecho propio, reclamaba el calificativo de «el Fenómeno» de la cuadra.

Más acá en el tiempo vinieron otras estrellas de primera magnitud. Y les siguieron otras, pues el frontón reforzaba sus cuadros con pelotaris procedentes de Barcelona, Madrid y otras ciudades de España.

En la década de los 40, un jugador conocido por «Pistón» era considerado como el mejor delantero del orbe, en tanto que Guillermo Amuchástegui se consolidaba como la máxima atracción de taquilla en El Palacio de los Gritos. Fermín Mugerza evidenciaba una pegada tan descomunal como la del «Fenómeno» Erdoza, y José Luis Salsamendi (hijo), el popular «Marqués de Barcelona», se convertía en un fuerte rival de «Pistón».

No desea ni puede este escribidor extenderse en los detalles del juego de la cesta punta en Cuba. Trajo el asunto a cuento porque quiere sencillamente contar una de las muchas anécdotas que tuvieron como protagonista a Guillermo Amuchástegui.

Guillermo era un tremendo pelotari. Pero era un pésimo chofer. Aun así insistía en conducir. Una tarde, por evitar a un transeúnte, desvió la dirección de su vehículo y ¡pum! metió el automóvil directico en un bar, con el destrozo consiguiente.

Al ruido estrepitoso de copas y botellas rotas y mesas y sillas destrozadas acudió el dueño del establecimiento, que luego de las lamentaciones que es de suponer reclamó la indemnización correspondiente.

Pagó Guillermo, con creces, la reclamación que se le hacía. Pidió luego un vermut y se lo bebió con la mayor tranquilidad del mundo. Cuando decidió marcharse, el propietario del bar insistió en acompañarlo hasta el automóvil. Deshaciéndose en atenciones y cumplidos, le decía:

—Ya sabe usted dónde nos tiene a sus órdenes y no deje de repetir estas visitas con más frecuencia.

Se desconoce si Guillermo Amuchástegui volvió a pasar frente a aquel establecimiento. Pero de seguro nunca más se le ocurrió entrar en ese sitio.

(Fuentes: Textos de Alberto Coronado, José O’Farrill y Juan Melis)

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