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Matar el cólera a cañonazos

Cayó sobre La Habana el velo de la tristeza. Cambiaba de fisonomía la ciudad. Los establecimientos comerciales permanecían cerrados y desaparecían los vendedores ambulantes. Calles y plazas, tan populosas antes, se veían casi desiertas a la mitad del día y el bullicio que las caracterizó no era más que un mero recuerdo. La gente evitaba salir de la casa. Nadie se visitaba. Se rompían relaciones de parentesco y amistad. La zafra azucarera quedó paralizada. Pasaban carros y furgones que iban al cementerio o regresaban. Médicos, sacerdotes, estudiantes de Medicina, notarios y escribanos, empleados del obispado y las parroquias cumplían sus tristes deberes. Los médicos, salvo excepciones contadas, se portaron con abnegación y nobleza; al igual que el clero. No le faltó a nadie que lo solicitara el auxilio espiritual, y el virtuoso sacerdote Nicolás Román, párroco de la iglesia de Guadalupe, fue incansable en su labor. De día y de noche, sin faltar a un solo llamado, llevó su consuelo a quien lo pidió. Siete sepultureros murieron durante la epidemia y como nadie aspiraba a desempeñar la vacante, el Ayuntamiento tuvo que asignar esclavos propios que acometieron esa tarea, mientras que otros esclavos traídos desde fincas vecinas asumieron el traslado de los muertos hasta el cementerio. Corría marzo de 1833. Desde el mes anterior el cólera se había adueñado de La Habana y la ciudad parecía el cadáver de lo que había sido.

Se dice que el 25 de febrero se detectó el primer caso. Un tal José Soler, catalán recién llegado de un viaje a Estados Unidos, y vecino y propietario de una bodega situada cerca de la esquina de Cárcel y Morro. El doctor Manuel José de Piedra examinó al paciente y pronto se convenció de que estaba en presencia de un caso de cólera. Así lo hacía ver aquella diarrea aguda, acuosa, como agua de arroz y con olor a pescado que aquejaba al enfermo, lo que junto con los vómitos le ocasionaba deshidratación y acidosis; los calambres musculares en las extremidades y en el vientre, la supresión de la orina, el pulso casi imperceptible, la cianosis, la afonía, la piel seca y arrugada, los ojos hundidos y aquella sed desesperante que lo torturaba…

Aun así no quiso dar por confirmado su diagnóstico sin escuchar el parecer de otro especialista. Solicitó la presencia del doctor Domingo Rosaín, médico de la Casa de Maternidad, situada entonces en el Paseo del Prado esquina a Trocadero. Piedra y Rosaín examinaron al paciente en conjunto, valoraron los síntomas que presentaba y no les cupo duda alguna: era un caso de cólera morbo asiático. Horas después fallecía José Soler y ese mismo día, por la noche, en la casa de don Pancho Marty, uno de los hombres más acaudalados de entonces, se reportaban cuatro esclavas enfermas. La epidemia adquiría ribetes alarmantes con el paso de las horas y ya en la jornada siguiente eran cientos los contagiados.

La primera reacción fue de incertidumbre y desconcierto. Aunque el cólera volvería a visitarnos en varias ocasiones (años de 1852, 1867, 1868 y 1871) era totalmente desconocida en la ciudad en aquella lejana fecha de 1833. ¿Estaba La Habana en verdad en presencia de una epidemia o todo obedecía a un mal diagnóstico del doctor Manuel J. de Piedra? Los habaneros prefirieron inclinarse por esta variante y, confundiendo la mala noticia con el mensajero, desataron sobre Piedra una montaña de odio. La primera reacción fue la de apedrearlo en la calle. Luego quisieron lincharlo.

No se habían aplacado aún los ánimos cuando el capitán general Mariano de Ricafort, máxima autoridad militar y política de la Isla, que había conocido el cólera durante su mando en Filipinas, después de visitar a algunos enfermos, aseguró ante el Protomedicato de La Habana que, a su juicio, Piedra estaba en lo cierto. Pero ahí no acabaron las tribulaciones del buen doctor. Sus vecinos empezaron a echarle en cara entonces que no lograra salvar uno solo de los casos que atendía. Para protegerle hubo que poner al médico escolta policial: dos lanceros a caballo custodiaban de manera permanente su domicilio y consulta y otros militares lo acompañaba en sus salidas. Pronto los guardaespaldas se hicieron innecesarios y Piedra pudo gozar de la tranquilidad que merecía: tampoco otros médicos tenían éxito en la cura del cólera y, en cuanto a sus detractores, muchos estaban muertos y el resto se estaba muriendo de miedo.

A cañonazos

La epidemia motivó una agria disputa entre el cubano José Antonio Saco y el español Ramón de la Sagra, en la que el agudo bayamés hizo gala de su alta condición de polemista. Para el peninsular, era africana la procedencia del cólera. Decía que la enfermedad se había esparcido desde un barracón de esclavos, donde fallecieron casi todos los negros allí hacinados. Saco llamó al orden a De la Sagra y proclamó lo que era cierto. Los culpables no eran los negros sino un catalán —el ya aludido José Soler— procedente de Estados Unidos, a quien las autoridades sanitarias del puerto habanero, por conveniencia económica o irresponsabilidad criminal, no aplicaron las elementales y necesarias medidas de cuarentena.

Como De la Sagra falseó el número de víctimas de la epidemia, tuvo Saco asimismo que dar a conocer los índices reales de fallecidos. Cifras más o cifras menos, lo que quedó claro en aquella polémica fue la pésima situación sanitaria de la Colonia y la pobre gestión de las autoridades en cuanto a la salud de la población. Para combatir el cólera, Saco recomendaba un sistema de sanidad más eficiente, la limpieza de la ciudad y de la vivienda, la prohibición de grandes reuniones… ¿Sería posible la aplicación de esas medidas dada la incuria oficial?

La enfermedad se burlaba de toda previsión y contrariaba todas las presunciones. Afirma Álvaro de la Iglesia en sus Tradiciones cubanas, que cuando se le creía constreñida a San Lázaro, saltaba a Jesús del Monte y de allí al Morro. Era errático su movimiento. Parecía seguir las más extrañas curvas. Imitaba a veces el movimiento del caballo sobre el tablero de ajedrez y otras seguía una marcha como la del alfil.

No había con qué contenerla y mucho menos alejarla. No respetaba edades, razas, profesiones, rangos ni clases sociales. Si se saciaba con saña entre negros y pobres, causaba también estragos entre blancos y ricos. Figuró entre las víctimas monseñor Valera Jiménez, apenas 12 días después de haber asumido el obispado de La Habana, en sustitución de Diego Avelino de Compostela. Y el pintor francés Vermay, director de la Academia de pintura de San Alejandro. También el presidente de la Junta de Auxilios, oidores de la Audiencia habanera, ayudantes del Capitán General… El alcalde Carlos Pedroso y Pedroso sacó a toda su familia de la capital y, libre ya de esa preocupación, se dedicó a animar a la población y tomó las medidas que estimó convenientes para ayudar a los más necesitados. Otros, sin embargo, poco resolvieron con huir. El cólera los alcanzó sin que llegaran a ninguna parte y murieron a la orilla de cualquier camino real sin asistencia médica ni ayuda de ningún tipo.

Ya a esta altura, los habaneros habían recapacitado y decidieron ofrecer al doctor Piedra un homenaje de desagravio. Acudieron en masa a su domicilio en una demostración de aprecio y respeto. Ese médico continuaba trabajando sin descanso hasta que el 19 de marzo, apenas un mes después de que diagnosticara el primer caso de cólera, sintió los primeros síntomas de la enfermedad mientras examinaba en el Morro a un grupo de soldados infectados. Insistió en volver a su domicilio y, ya allí, se hizo atender por un sabio colega, el doctor Tomás Romay, que lo arrancó de las garras de la muerte. Diez días después volvía el doctor Piedra a su consulta y sus pacientes.

No existían medicamentos apropiados contra el cólera que, por suerte, no era necesariamente mortal en todos los casos en que se diagnosticaba. Moría uno de cada dos contagiados. En ocasiones llegaba a afirmarse que el paciente había sido atacado por una forma menos violenta de la enfermedad.

De todas formas, poco había que hacer frente a una epidemia de tales proporciones. Mueven a risa muchas de las medidas sanitarias que se orientaron en la época. Se prohibió, por ejemplo, regar las calles, y se exigió que las fachadas de las edificaciones se pintaran de blanco con un compuesto de cal, masilla y cloruro. Una vasija con cloruro debía colocarse en la puerta de cada local habitado, con el compromiso de los moradores de renovarla todos los días. Con pañuelos empapados en vinagre o en soluciones de alcanfor, pretendían los sanos eludir la enfermedad. Fue un tiempo en que proliferaron especuladores y farsantes con sus parches y papelillos que recomendaban como infalibles contra el mal y que vendían a precio de oro.

Las fortalezas habaneras trataban de ahuyentar el cólera… a cañonazos. Disparaban sus cañones tres veces al día con el fin, aseguraban, de sacarla de la atmósfera, y en todas las plazas ardían grandes hogueras con el mismo propósito. Se quemaba brea, depositada en barriles, en la puerta de los hospitales y el cocimiento de hojas de guaco cada 15 minutos se administraba tanto para combatir la enfermedad como para prevenirla. Planta esa muy eficaz contra ciertos padecimientos intestinales, pero inocua ante un mal tan devastador.

No podía hacerse más en una época en la que la Medicina permanecía encerrada en sí misma. En nuestra Universidad de entonces, la Anatomía seguía siendo una asignatura verbal y teórica, y no existía la cátedra de Cirugía, en tanto que en Fisiología, los textos tenían 30 años de atraso.

Se improvisan cementerios

La voracidad de la epidemia llegó a su clímax el 28 de marzo, cuando 435 personas habían fallecido en La Habana víctimas del morbo. Como resultaba imposible inhumar todos los cadáveres en el cementerio de Espada, se improvisó una necrópolis frente a la Quinta de los Molinos. Allí, rozando con lo que hoy es la calzada de Ayestarán, en las inmediaciones de lo que era el campamento de Las Ánimas para enfermos infecciosos, en áreas del actual Hospital Pediátrico de Centro Habana, se abrió una tremenda fosa donde fueron a parar unos 1 500 cadáveres. Y también algunos que sin estar muertos fueron enterrados entre paletadas de cal viva…

En sus índices de la epidemia, José Antonio Saco habla de 5 686 enterramientos en el cementerio general de La Habana, y 766 en el Cerro. De más de 1 400 en Los Molinos. En lugares poco poblados entonces como Casablanca y Jesús del Monte consignó 51 y 164 inhumaciones, respectivamente. Las listas de Saco no incluyen los enterrados en Guanabacoa y Regla. En una localidad pequeña como Güines se reportaron 1 213 muertos.

El 20 de abril se cantó un Te Deum en la Catedral de La Habana porque la epidemia se alejaba y se quería agradecer haber salido vivo de tan terrible azote. En verdad, siguió causando estragos durante todo otro mes. En dos, había causado 8 465 muertes. Un mes más y las víctimas llegaron a 12 000.

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