Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Oficios

Un hombre lee mientras sus compañeros trabajan. Lo hace en voz alta y lleva de ese modo momentos de esparcimiento e instrucción a los que, sin mirarlo y concentrados en lo que hacen, se aplican sobre la hoja delicada y oscura del tabaco que tuercen entre sus manos para formar la vitola que luego un fumador convertirá en aroma. Si les gustó lo que oyeron, esos tabaqueros, al final de la jornada, en señal de aprobación, golpearán al unísono con sus chavetas las tapas de madera de sus mesas de labor, y tirarán al piso esas cuchillas curvas, ideales para cortar y enrollar la hoja, si lo que escucharon no les convenció o les pareció poco apropiado. El tabaquero imprime a la hoja la pasión de lo que escucha. Solo así, dice el poeta Miguel Barnet, ese placer grande de la vida que es fumar deviene éxtasis supremo.

Es una tarea original, única, aunque se hermana con lo que hacen los lectores de despalillo y de escogida, las otras fases del proceso en la elaboración del torcido. No se repite en otros rubros productivos. Es cubana ciento por ciento desde su inicio. Toda una institución.

No siempre el lector de tabaquería las tuvo todas consigo. El hombre que leería para sus compañeros apareció por primera vez en 1865, en la fábrica de tabacos El Fígaro, y no demoró en granjearse la ojeriza y la desconfianza de patronos y autoridades coloniales. El caso es que aquel primer lector se vio privado de seguir en lo suyo apenas seis meses después de la primera lectura. Hacia 1880, sin embargo, volvieron a aparecer y se consolidaron pocos años después con la entrada de propaganda anarquista. Pero en 1896, iniciada ya la Guerra de Independencia, volverían a desaparecer.

Hubo en todo ese período lectores amenazados y golpeados y la lectura se vio amordaza y censurada pues, como ocurriría también durante la República, los dueños de las fábricas de habanos pretendieron siempre, y consiguieron a veces, ejercer su control sobre lo que se les leería a sus obreros. ¿Qué se leía? Pronto la obra El caballero audaz dio paso a textos más complejos de autores como Zola, Hugo, Balzac, Cervantes… Loveira, entre los escritores cubanos, gozaba de la mayor preferencia. Dumas y Shakespeare se llevaban las palmas, y tal fue la aceptación de que gozaron, que personajes creados por ellos, como el conde de Montecristo y Romeo y Julieta, dieron nombre a famosas marcas de puros.

Se leían además los periódicos del día. Había lectores especializados en hacerlo, mientras que otros resultaban insuperables en lo que se refería a narraciones. Cuando uno de ellos era capaz de asumir con maestría ambas vertientes, se le llamaba lector completo y era el más codiciado. Porque esa plaza se sacaba a concurso. Los mismos tabaqueros convocaban el certamen y, convertidos en tribunal, elegían al que los convencía. Hasta bien entrada la década de los 60 en el pasado siglo, que sepamos, eran los mismos tabaqueros los que retribuían su salario al lector. Primero, cuando el lector era uno de ellos mismos, cada uno confeccionaba una cantidad mayor de tabacos de la que le correspondía para que así el lector pudiese acreditar ante el patrón el cumplimiento de su jornada laboral. Ese sistema varió con los años y cuando los lectores empezaron a ser escogidos mediante certamen, cada tabaquero aportaba quincenalmente una modesta cantidad de dinero para allegarle el salario.

Hoy aquellas lecturas se ensanchan con una larga lista de escritores latinoamericanos y cubanos. Hay tabaqueros que pueden repetir de memoria capítulos enteros de importantes obras clásicas y modernas. Por el oído se han comido esos libros, como dice la Biblia; les pasaron a la sangre. Lecturas que deleitan y al mismo tiempo instruyen y ensanchan el mundo, y que terminaron por convertir a los tabaqueros en uno de los sectores más avanzados del movimiento obrero cubano.

Minuteros

Antes eran muchos y se les veía donde quiera que hubiera afluencia de público: la Fuente de la India, el Parque Central, la Plaza de la Fraternidad, los jardines del Capitolio… Cubanos y chinos, en una feroz competencia, controlaban el negocio. Hoy los chinos desaparecieron y solo unos pocos cubanos se concentran frente al último de los lugares mencionados. Saben que todo el que pasa por La Habana quiere ver ese edificio, el más fastuoso de la capital, con su imponente escalinata y su cúpula que se alza a 94 metros desde el nivel de la acera, y en su estilo solo es superada por la de San Pedro, en Roma, y la de San Pablo, en Londres, con 129 y 107 metros de alto, respectivamente. El sitio impone al visitante a tomarse una foto, y para eso están ellos allí, en espera de quien desee que sus máquinas misteriosas lo perpetúen.

Son, así se llaman ellos mismos, los fotógrafos minuteros, capaces de tomar, revelar e imprimir una foto en cuestión de minutos, y de hacerlo con un equipo que parece tener más de magia que de técnica. Una simple caja a la que incorporaron elementos de cámaras fotográficas desactivadas o en desuso, soviéticas e incluso norteamericanas, y que tiene adosada una manga por la que el fotógrafo trastea en el interior del aparato. Porque esas cámaras antediluvianas, de trípode, ajenas a cualquier invento reciente, tienen su laboratorio dentro. Antes eran de un tamaño mayor y la manga estaba confeccionada con un retazo de tela negra. Ahora la manga puede ser un pedazo de la pata de un pantalón de mezclilla y desaparecieron de los costados de la caja aquellas fotos en forma de corazón o de flores que tanto llamaban la atención de determinados clientes.

Su principio es el de la cámara oscura. No usa rollo. Se vale de papel fotográfico virgen donde, al abrir el fotógrafo el lente, queda atrapada en negativo la imagen que quiere captar. Lograrla es todo un arte. Sitúa el fotógrafo a su objetivo, lo acomoda en el pedacito de Capitolio que escogió para la foto, le arregla, si es preciso, algún detalle de la ropa y, ya en posición detrás de la cámara, le pide que no se mueva. Aprieta entonces el disparador y empieza a contar: uno, dos, tres, cuatro… y a los diez segundos deja de oprimirlo. Por la manga introduce la mano en la cámara. Dentro hay dos cubeticas; una con el revelador y con el fijador la otra. Mete el papel que atrapó la imagen en la primera de estas y cuenta hasta llegar al minuto; entonces lo pasa a la otra cubeta para darle un minuto más. Todo es cuestión de tiempo más que de vista. Pero con el ojo pegado a una pequeña abertura puede el fotógrafo seguir el proceso mientras que por una ventanita de vidrio especial que hay al costado del aparato y que abre y cierra a discreción, deja entrar la luz suficiente para ver al sujeto fotografiado sumergido en los pozuelos. Cuando saca el papel, lo seca con una pequeña toalla. El proceso está a punto de concluir. Basta solo llevarlo a positivo. Lo coloca entonces en una tablita frente a la cámara y, con un lente de acercamiento, lo consigue.

Ya está lista la foto. La prisa con que se hizo conspiró contra su calidad y no es raro que esté desenfocada. Pero el fotografiado paga sin chistar el precio pactado y sonríe contento y agradecido. Quizá la foto pudo hacérsela él mismo, con esa cámara fenomenal que le cuelga del cuello. Pero se ha dado el gusto de que lo fotografíen con un equipo que no encontrará en ninguna otra parte del mundo y teniendo como fondo el Capitolio de La Habana, un coche tirado por caballos o uno de esos automóviles imprevisibles que conforman el museo rodante de la ciudad.

El chino lavandero

Recuerdo perfectamente la lavandería de chinos establecida en la esquina de San Francisco y Lawton, en la barriada habanera de ese nombre. Un chino de edad indefinida, que parecía ser el dueño del negocio, o al menos su jefe, era el encargado de recepcionar y entregar los encargos, respaldados por una papeleta con caracteres indescriptibles y escritos siempre con un pincel mojado en tinta china. Felipe, que así se hacía llamar aquel hombre que de manera invariable nos recibía y despedía con una sonrisa seguida por una leve reverencia, localizaba, con la papeleta que le habíamos entregado, las piezas de ropa que reclamábamos y enseguida procedía a empaquetarlas con el papel que desprendía de una bobina, paquete que luego aseguraba con el cordel que cortaba de un rollo. Había repetido tantas veces el mismo gesto que tenía las medidas en las manos. Nunca se quedaba corto con la envoltura ni con el cordel. Y jamás le sobraban.

Todo era muy rápido. La visita al tren de lavado de los chinos apenas permitía atisbar su distribución, precario equipamiento tecnológico y febril funcionamiento. Se hallaba emplazado en una casa vieja, dotada de sala y saleta y de una hilera de habitaciones que corría junto a un patio lateral. Allí estaban los lavaderos y el tambor que conservaba las piedras de carbón con que se calentaban las planchas de hierro, aunque las piezas de cama se estiraban entre los rodillos de un aparato movido con manivela.

Una escalera de madera conducía a la azotea. Allí se tendía la ropa, muy unidas las piezas unas con otras para el mejor aprovechamiento del espacio. Tenían aquellos sitios un olor característico. A jabón, a lejía. Se hacía sentir asimismo el olor del carbón. Si la ropa almidonada puesta a secar se mojaba con la lluvia, el resultado era catastrófico, pues la tela exhalaba un tufo insoportable que se mantenía hasta que volvía a lavarse. «Olor a limpio», decía, resignado, el que le tocaba la desgracia.

Eran las lavanderías de chinos espacios eminentemente masculinos, aunque no era raro que en días de gran demanda se contratara como planchadoras a cubanas muy humildes, sin contar que había siempre en ellas una mujer que repasaba la ropa para reparar descosidos y colocar botones faltantes. La lavandería era centro de trabajo y vivienda colectiva. Un número indeterminado de chinos encontraba en estas sitio para trabajar y cobijarse. En 1927 funcionaban en La Habana 358 lavanderías de chinos. En 1954 eran 155. Lo curioso del caso es que en 1969, un año después de la llamada ofensiva revolucionaria que erradicó los negocios particulares, quedaran 116 en la capital. Fue imposible intervenirlas. Lo intentaron ciertamente, pero los interventores designados no pudieron localizar a sus dueños, que nunca se hacían presentes o daban la cara, ni hacerse entender con aquellos chinos que parecían haber olvidado el español. Por otra parte, ¿cómo darles vivienda a los numerosos chinos que se hacinaban en estas lavanderías, aparte del salario mínimo que por lo menos debían empezar a devengar?

Estatalizar aquellas lavanderías resultó imposible e incosteable. Lo mejor fue dejarlas al tiempo. Desaparecerían poco a poco. Todavía a comienzos de los años 80 del siglo pasado una daba servicio en la Calzada de 10 de Octubre, cerca de la Víbora.

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