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Jefes de Policía (I)

Sabatés, Miró, Trujillo Monagas... son nombres que se hicieron célebres en La Habana en los años finales de la colonia. Los tres fueron inspectores de policía cuando la jefatura de ese cuerpo se ubicaba en Chacón esquina a Monserrate. José Trujillo Monagas, que llamaba la atención por sus patillas, negras como el betún, fue, andando el tiempo, el abuelo del sátrapa dominicano Rafael Leónidas Trujillo. Sabía hacerse la vista gorda cuando quería. Conocía que la casa de Monserrate y Peña Pobre era sitio de reunión de conspiradores contra España, y nunca procedió contra ellos ni los denunció. Antes bien, cuando se los tropezaba en la calle —los conocía perfectamente— les aconsejaba que no se «pasaran», y cuantas veces sus superiores le pedían referencias acerca de la gente que concurría a aquella humilde morada, informaba sin vacilar que se trataba de jugadores de cartas.

Implacable fue, sin embargo, con los delincuentes comunes. El final de la calle Monserrate era, en la época, conocido como el recinto de la muralla, sitio solitario donde se dispersaban casas precarias habitadas por gente de mal vivir. Allí tenía su feudo el mulato Eligio Rincón. Quien se lo tropezase en aquel desierto paraje le entregaba la bolsa o perdía la vida. Trujillo Monagas lo persiguió sin descanso. No pudo capturarlo. Rincón encontraría la muerte en un enfrentamiento con Sabatés y Miró, pareja inseparable de inspectores que figuraba siempre en los sucesos policiacos de mayor importancia.

Como si tal cosa

No se piense que Trujillo Monagas era un angelito. Se dice que no fueron pocos los vagos, los ñáñigos y los desafectos a España con los que nutrió los presidios de Isla de Pinos y Chafarinas. El periodista Ricardo Arnautó, director de El Reconcentrado, le llamó «Monohagas». Era natural de Canarias y, afirma Federico Villoch, dio a conocer un libro, Los bandidos de Cuba, que levantó más de una roncha por aludir en sus páginas a personas que con el tiempo se convirtieron en «personajes» y que guardaron rencor y hostilidad al viejo detective.

Dice Villoch en una de sus Viejas postales descoloridas que algún servicio importante debió prestar Trujillo Monagas a la causa de la independencia cuando se quedó tranquilamente en Cuba tras la instauración de la República, en 1902. Con sus negras patillas y tocado con su chistera habitual, se le veía como si tal cosa por las calles que antes recorrió como policía. De su vida privada se sabía que no entró nunca en exigencias ni chantajes. Con motivo de burlas e insultos de que fue objeto, se quejó al jefe de la Policía y el general Menocal, que encabezaba entonces ese cuerpo, dispuso que no se molestase al exinspector en lo más mínimo y se le guardase además todo género de consideraciones. Se hablaba mucho del baúl donde Trujillo conservaba su archivo y no eran pocos los que temían que de allí salieran revelaciones insospechadas, como sucedería años después con los papeles de Pepe Llanuza, jefe de Policía en tiempos de José Miguel, de donde el sagaz y ameno periodista Jesús J. López, el hombre de El Periódico del Aire, sacó mucha información picante.

En tiempos de la primera intervención militar norteamericana, Menocal, que venía de la Guerra de Independencia como Mayor General, aceptó la jefatura de la Policía con grados de capitán, y lo mismo se vio obligado a hacer el general de brigada Rafael de Cárdenas, sustituto de Menocal en ese mando. Hay en la barriada habanera de Lawton una calle que lleva el nombre de este valeroso mambí y en la playa de Guanabo la Policía Nacional emplazó su busto, forma de recordar su valioso apoyo en el desembarco de expediciones que traían desde el exterior hombres y armas para el Ejército Libertador.

En ese tiempo, la jefatura radicaba en el Palacio del Segundo Cabo, con entrada por la calle Tacón. El historiador Emilio Roig en su libro La Habana. Apuntes históricos, recuerda a José Jerez como un «famoso y popularísimo» jefe de la Policía Secreta en los albores de la República. En la calle Monserrate, frente al comienzo de la calle Neptuno y al final del callejón de San Juan de Dios, lleva su nombre un pequeño parque de forma triangular, el mismo donde se emplazaría el busto de Manuel Fernández Supervielle, el alcalde suicida.

Un detective con un solo cliente

El 7 de julio de 1913 era abatido a balazos en el Paseo del Prado el brigadier Armando de la Riva, jefe de la Policía en los inicios del período presidencial de Menocal. Paseaba sin escolta en compañía de sus dos pequeños hijos cuando fue interceptado por Ernesto Asbert, gobernador de La Habana, y dos parlamentarios que lo increparon. Riva había clausurado un club que llevaba el nombre del Gobernador y que más que un círculo político era un verdadero garito. La discusión subió de tono y relucieron las pistolas. Riva, que era de los generales más jóvenes de la Independencia, ripostó la agresión mientras trataba de proteger a los niños, pero recibió «heridas mortales por necesidad». Llegó vivo al viejo hospital de Emergencias, en la calle Salud, y falleció dos días después. Asbert fue condenado a 12 años de privación de libertad. Menocal se negó a indultarlo, y el Senado, en uso de sus prerrogativas, lo amnistió en febrero de 1915. Vivió hasta la década de 1960, pero su brillante carrera política quedó arruinada.

En tiempos de Zayas, el brigadier Plácido Hernández solía cubrir con zunchos de goma los cascos de la cabalgadura de la Policía Montada a fin de asegurar la sorpresa en la represión de las justas protestas callejeras. Sonriente, con voz apenas audible, el mandatario le decía: «Plácido, cuídeme la Constitución».

Con Machado, la jefatura de Policía radicó en Monserrate y Empedrado, donde había estado el Cuartel de Milicias y el cuartelillo de los salvaguardias y serenos municipales. Bajo ese gobierno tuvo la Policía Nacional oficiales que fueron más importantes que sus jefes. El capitán Miguel Calvo, jefe de la Sección de Expertos, era el policía definitivo. Hombre opulento, de noble linaje —había estudiado en Londres— soñaba con ser el detective perfecto. El 9 de junio de 1932, en horas de la mañana, un comando mandado por Ángel Pío Álvarez lo ajustició a perdigonazos en las inmediaciones del Hotel Nacional. Es el primer atentado auto-auto que se registra en la historia política cubana.

Alfonso L. Fors fue, con Machado, jefe de la Policía Judicial. Investigador criminal hábil y diligente, se prestó, sin embargo, a todos los enjuagues de la dictadura. Acusó a Mella de ser el autor de la bomba en el Teatro Payret y se cebó en sus informes contra Alfredo López, Margarito Iglesias, Antonio Penichet y otras figuras de la Federación Obrera de La Habana. A la caída de Machado halló refugio en EE. UU. Volvió en 1940 y abrió en el edificio Bacardí una agencia de investigaciones privadas. Tenía un solo cliente: Rafael Leónidas Trujillo, que le confió la dirección de su aparato de espionaje en La Habana. Víctima de un atentado, en 1947, salvó milagrosamente la vida. Santiago Trujillo, su compinche en la Policía Secreta, muy vinculado, se dice, al asesinato de Mella, fue apresado a la caída del machadato. Juzgado por los llamados Tribunales de Sanciones que sesionaron en el Capitolio, cualquiera que haya sido su condena, se benefició con la amnistía de 1937. Murió tranquilamente en La Habana ya entrada la Revolución.

Un general disfrazado de mujer

El brigadier Antonio B. Ainciart fue Inspector General antes de asumir la jefatura del cuerpo policial. Siempre con una fusta en la mano y un tabaco en la boca, era de los hombres más odiados de Cuba. Pablo de la Torriente Brau en su relato sobre la manifestación estudiantil del 30 de septiembre de 1930 cuando, de tantos uniformes policiacos, la loma de la Universidad amaneció manchada de azul, anota la presencia del sombrío personaje y lo describe «pálido de miedo y temblando como una mujer» al frente de las fuerzas montadas.

Sobre Ainciart recae la responsabilidad de la represión de la manifestación del 7 de agosto de 1933 cuando a las cuatro de la tarde se echó a correr la falsa noticia de la caída de Machado. La gente congregada frente al Capitolio se movió hacia el Parque Central y se escurrió por el Prado con el objetivo de llegar a Palacio. Sucedió entonces lo insospechado. Apareció Ainciart con sus esbirros y tabletearon las ametralladoras. La represión dejó el saldo de cerca de 30 muertos y unos cien heridos.

El 12 de agosto, sobre las tres de la tarde, Ainciart fue de los que acompañó a Machado al aeropuerto de Boyeros, llamado todavía Aeropuerto General Machado. Pero el avión anfibio que la Embajada norteamericana en La Habana puso a disposición del exmandatario solo tenía cupo para seis personas, además del piloto y el copiloto. Ainciart, ya sin fusta, estuvo entre los que se quedaron sin abordar el aparato.

Estudiantes y abecedarios encontrarían su escondite el día 19. La cosa fue fruto de la casualidad. Llamó la atención de los jóvenes una mujer de alguna edad que subía la escalera de una casa del reparto Almendares. Llevaba pantalones de hombre. Pensaron que se trataba de un porrista y dieron aviso al campamento militar de Columbia. Civiles y militares cercaron la vivienda y Ainciart, viéndose perdido, se suicidó.

Por orden del teniente coronel José Perdomo, jefe de Columbia, el cadáver se inhumó en el cementerio de Marianao. Un grupo de abecedarios lo sacó de la fosa y en una carretilla lo paseó por La Habana hasta llegar a la Universidad con el propósito de colgarlo de un farol. Lo hacían cuando, al partirse la soga, el cuerpo de Ainciart cayó sobre sus perseguidores. Eduardo Chibás, pistola en mano, puso fin al bochornoso espectáculo.

Se busca un jefe

Cayó Machado y Carlos Manuel de Céspedes y Quesada nombró jefe de la Policía al general Enrique Loynaz del Castillo. Lo sustituyó el comandante auditor Alfredo Buffil, quien moriría en el siguiente mes de octubre en el Hotel Nacional, cuando los soldados mandados por Batista desalojaron a los oficiales que buscaron refugio en ese establecimiento hotelero. Sobreviene el golpe de Estado del 4 de septiembre, asume Batista la jefatura del Ejército, y Guiteras, ya ministro de Gobernación, designa a Mario Labourdette en la Policía. Lo sustituye Emilio Laurent, exteniente del Ejército y expedicionario de Gibara, y a este, Gonzalo García Pedroso. Asume después un andaluz con el curioso y sonoro nombre de Ulsiceno Franco Granero. Ulsiceno y García Pedroso, sargentos del Ejército, acompañaron a Batista en el golpe del 4 de septiembre. Pese a permanecer solo un mes en el cargo, se considera a Laurent como el reorganizador del cuerpo de Policía.

Otro exsargento toma esa jefatura. El 27 de abril de 1934, Batista nombra jefe de la Policía a su ayudante, el ya capitán José Eleuterio Pedraza, que ha pasado a la historia como el hombre que puso a dormir a La Habana a las nueve de la noche. Nombrado Gobernador de la capital, cargo que llevó parejo con el de jefe de la Policía, prohibió que la población circulara después de esa hora. Fue implacable en los días de la huelga de marzo de 1935 y reprimió a sangre y fuego el movimiento opositor.

Así lo veremos el próximo domingo y completaremos esta saga de jefes policiales.

(En respuesta a la solicitud del lector Guillermo Maza, de Santos Suárez, Diez de Octubre, La Habana).

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