Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Crónicas de la terca edad (I)

Decenas de lectores, convocados por JR, despidieron el año contando sus vivencias de las duras jornadas de período especial. Estas son algunas de sus (nuestras) historias

Autor:

Juventud Rebelde

Caricatura premiada de Arturo Delgado Pruna (Sancti Spíritus) Historia clínica de la solidaridad

Madrugada del 1ro. de enero del año 1996. Mi hijo de diez años enferma con fiebre, vómito y dolores de cabeza. Es llevado al hospital Marfán donde permanece hasta la mañana del día 2. Se complica, convulsiona. En el hospital no hay recursos suficientes.

Es trasladado con urgencia a la Sala de Cuidados Intensivos del Pediátrico del Cerro, que reabría después de varios días de mantenimiento.

Al llegar, cae en estado de coma. El equipo de médicos y enfermeras intensivistas, en febril actividad, lo manipula con destreza. Respiración artificial, monitoreo de los signos vitales, análisis de urgencia y punción lumbar.

Diagnóstico: Meningitis bacteriana. Se le pone tratamiento.

Me comunico con mis compañeros de trabajo del Sanatorio de Santiago de las Vegas y del Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí. Se movilizan solidariamente para ayudar en lo que puedan. Se presenta la pediatra del IPK y realiza otra punción para determinar en el Instituto qué germen provoca la meningitis. Neumococo. También se diagnostica la presencia de herpes virus.

Se le añade al tratamiento aplicado, el uso de un antiviral. El que hay en el hospital es poco y ya caduco. En el país no se produce. Se le aplica de todas formas, mientras en el IPK y el Sanatorio acopian las pocas dosis que les quedan. Dos días después también se agotan.

Se informa de la situación a las autoridades del MINSAP. Se toma la decisión de gestionar con urgencia su adquisición en el exterior.

Temo que la gestión no fructifique. El bloqueo impuesto por el Gobierno de los Estados Unidos se ha reforzado y es ciertamente difícil para Cuba adquirir medicamentos de factura estadounidense o de compañías que tengan vínculos con las trasnacionales de aquel país. Al fin, a través de manos amigas se adquieren las dosis necesarias.

Yo respiro aliviado y agradecido.

Pasan las horas y los días, y mi hijo sigue en coma. No responde a los estímulos exteriores. Adelgaza notablemente. Los abnegados médicos y jóvenes licenciadas en Enfermería, me dan ánimo.

Me preocupan las condiciones materiales de la sala. Solo hay una máquina respiratoria, la que usa mi hijo, y hace tiempo no recibe el mantenimiento capital que requiere por falta de recursos. Si se detuviera, ¿qué pasaría?

Los técnicos cubanos han hecho lo indecible por mantenerla funcionando.

En la calle hay apagones diarios. El hospital también permanece en penumbras durante horas. La planta eléctrica de urgencia solo suministra energía a las Salas de Cuidados Intensivos e Intermedios. No quiero pensar en una rotura de la planta.

Mis compañeros de trabajo me envían diariamente el almuerzo. Lo guardo y comparto por la noche con el médico de guardia. Me da pena comerlo solo, pues está mejor surtido y elaborado que la comida del hospital. A los intensivistas de guardia a veces les sirven solamente arroz blanco y boniato hervido. No hay más.

Días lluviosos. Me preocupa que no lleguen los especialistas al pase de visita. El jefe de la sala se traslada en bicicleta desde Regla. A veces llega mojado, pero nunca falta. Otro especialista también se traslada desde el Vedado en bicicleta. Mucho tiempo después supe que este último falleció atropellado por un auto, en su viaje de retorno a la casa después de una guardia.

(...) Han pasado cuatro días y mi hijo no responde. Leo artículos y libros sobre esta enfermedad en mi afán de conocer más y descubrir algún indicio de mejoría.

En mi soledad hablo con él, aun sabiendo que no me puede escuchar.

Un amigo se presenta con un pediatra muy reconocido, profesor de varios de los especialistas de la Unidad. Lo acompañan el Director del Hospital y el jefe de la Sala. Me pongo tenso, esperanzado.

El profesor revisa la historia clínica, hace varias preguntas, observa a mi hijo y me dice pausadamente: «el diagnóstico es certero, el tratamiento es adecuado, pero no te voy a engañar, tal como están las cosas tu hijo no tiene posibilidades...».

Lo escuché en silencio, le agradecí por haber acudido, pero internamente no acepté lo que dijo, como si no hablara conmigo. No estaba preparado para aceptar que mi hijo podría morir. El equipo médico de la Unidad (...) siguió dándome ánimo.

Al quinto día uno de los especialistas me dijo que el niño no podía seguir más tiempo «intubado», por el riesgo de contraer una infección pulmonar, que sería definitiva. Desesperado le rogué esperar un día más.

Alrededor de las tres de la tarde del siguiente día, mi hijo abrió los ojos de repente y volvió a cerrarlos, como si hubiera quedado dormido. Llamé a todos en la sala. Hubo una alegría general. Nos abrazamos y yo, emocionado, lloré en silencio. Dos horas después mi hijo despertó y se le retiró la maquina respiratoria. Estuvo tres días más allí y dos semanas en la sala de cuidados intermedios.

Al darle el alta del hospital, no se le diagnosticaron secuelas que lo limitaran en su vida estudiantil y de trabajo. Terminó la enseñanza primaria, la secundaria y la tecnológica. Hoy trabaja en el Polo Científico.

En medio del Período Especial, la recuperación de mi hijo fue un triunfo del humanismo. (Alberto Rosabal Socarrás, Ciudad de La Habana)

Los frutos del árbol solo

Cuando en el año 1989 decidí tener mi primera hija muchos me tildaron de loca; estoy segura de que a otras mujeres les sucedió lo mismo. Para los pesimistas aquel era el fin, para mí, un reto. Mi niña nació el 26 de junio, cumpleaños de Mariana, madre de Titanes. Este hecho abrigó mis esperanzas.

(...) Año tras año llegaron escaseces, desesperanzas, flojeras, nostalgias, hasta que en el 94 aquella epopeya llegó a su punto más crítico. En medio de aquel ambiente nació, con la primavera, en el mes de abril, mi hijo Javier. (...) Para un solo hijo la situación se tornaba gris, pues para dos...

Si los niños se enfermaban no había medicamentos. Los alimentos eran pocos y las demás cosas desaparecían. Los mayores generalmente vivíamos de arroz, frijoles e infusiones; y los precios, tanto por el Estado como por el mercado negro, eran elevadísimos.

Para nosotros todo pintó muy feo, y el salario no alcanzaba para nada. Aquellos que a duras penas habían cogido un lápiz en la mano, se enriquecían; los profesionales abandonaban sus puestos de trabajo y otros, como yo, nos resignábamos a esperar.

Así, poco a poco, con la firmeza de muchos, con la ingeniosidad de otros, entre agüeros del imperio, «se cae o no se cae», «a esto no lo mejora nadie» y «capitalismo nooo», surgieron del pueblo tres palabras clave: Sí se puede. Y la Revolución salió adelante.

Hoy mis hijos adolescentes viven orgullosos del momento en que nacieron; ella estudia en la Universidad y él en la Secundaria Básica. Son los frutos del árbol que en un momento quedó solo en el huerto. (Bebita Cruz, Sancti Spíritus)

Los adultos se volvieron locos

Nací a mediados de la década del 80. Era un niño cuando la cosa comenzó a ponerse fea. Recuerdo que un día los viejos estaban bastante agitados. Registraban la casa de punta a cabo, contando cada centavo que encontraban a su paso. Yo no entendía a qué venía tanto alboroto.

En la segunda gaveta de mi escaparate mami encontró mi cerdito alcancía de color azul. (...) Me explicaron que hacía falta ese dinero y prometieron reponerlo después. Lo que nadie se imaginó era que mi alcancía guardaba más de 70 pesos. La expresión de la vieja fue inolvidable.

Al gordo le dieron en el trabajo un par de botas que estaban «volás». (...) Las metió en una jaba y me pidió que lo acompañara. En un pueblecito a la salida del Cotorro un campesino nos las cambió por dos gallinas y un gallo.

A la semana papi se apareció con tres carneros y un puerco. Mi mamá lo miró con la cara más seria que le he visto jamás, como diciendo: «ahora sí lo ingreso». La verdad era que si el viejo bañaba a los perros a regañadientes, difícilmente supiera de animales.

Así fue como mi pequeño patio se convirtió en un zoológico. A mí me fascinó la idea hasta el día cuando no pude jugar pelota porque tenía que pastorear a los carneros. Mi madre hacía las labores de la casa y pipo llegaba tarde siempre cargando una pesada tanqueta de sancocho.

Varias veces pensé en hablar con él y decirle que estaba inconforme. Que los niños nacieron para jugar y no para cuidar animales a orillas de la línea del tren. Nunca dije ni media palabra, creo que con el tiempo entendí la responsabilidad que sobre mí recaía. Me resigné y cambié el bate y la pelota por un cayado más grande que yo.

La hora de la comida era sagrada en mi casa, pero hubo un día en que iba a arder Troya. Estaba esperando a mi papá para decirle que mami me había servido un plato de harina, y ella sabía que yo no comía eso. Yo quería el arroz y los frijoles de siempre.

Apenas llegó, le solté un maratón de palabras que él entendió a duras penas. Me miró fijo y sonrió con dificultad. Acarició mi cabeza y dijo:

—No te preocupes, yo resolveré el problema.

Atravesó la puerta de la calle para volver dos horas después con un poco de arroz. Todavía no sé cómo lo consiguió. Pero ese día mi barriguita durmió contenta.

(...) Una mañana de domingo, una de esas pocas en que los apagones te dejaban ver los «muñe», pipo se sentó a mi lado en el sofá y pasada media hora ya me había persuadido de vender mi «forever bycicle», que entonces era algo así como mi mejor amigo.

Fue la primera vez que escuché hablar del PERÍODO ESPECIAL. Comprendí que el momento era difícil. Mi propio padre me regalaba una bicicleta y meses después me pedía que la vendiera.

Me explicó que la situación era aún peor en el oriente del país, que mis hermanas vivían en Bayamo y utilizaría ese dinero para ayudarlas. Acepté con la condición de ir a visitarlas y él estuvo de acuerdo.

Una semana más tarde llegábamos a la capital provincial de Granma, agotados por el viaje interminable y acompañados de aquellas pesadas cajas cargadas de aceite, arroz, conservas... Comparada con la peste y el calor sufridos en el tren, la humilde vivienda parecía un oasis.

(...) En la sala de la casa se conversaba sobre crisis económica, situación política y demás temas que yo encontraba aburridísimos. Me fui al patio donde mi hermana mayor, que era estudiante de Medicina, se disponía a lavar su uniforme. La vi echar la bata blanca en la lavadora, tomar de la cocina un pomo de sal y agregar al agua dos cucharadas.

Las palabras salieron de mi boca como un disparo:

—Ahora sí.

Papá corrió y me preguntó qué me había pasado.

—Nada—respondí—, ustedes los adultos, que se volvieron locos. (René Alfonso Torres, Ciudad de La Habana)

La colección

(...) Suena el timbre de la escuela. En el aula se escucha el ajetreo de costumbre: tizas que vuelan, papeles en el suelo, ese halón en la trenza que nunca falta... Sin dudas es mi aula de cuarto grado, la más bulliciosa de la escuela. Salimos al patio. Sentados al pie del viejo Framboyán, Miriam, Mariela, Júnior y yo esperábamos que todos se fueran para poder contemplar sin prisa nuestros tesoros.

—¿Y este cuánto cuesta?

—Ese no, ese no se vende.

—Ah no, a mí el que me gusta es ese.

—¡Pues no! Ya te dije que no se vende, escoge otro. Fíjate que al margen de las hojas aparece un Sí y un No; deberías notarlo cuando pasas de página, los que dicen Sí cuestan un peso.

Miriam hojeaba el libro rojo mientras yo merendaba mis galletas y el sirope.

—¡Rápido, rápido que viene el Director!

—¡Cerremos los libros! —gritó Carlos ocultando el mío bajo su peso corporal.

Los demás, a bocados grandes comieron todo cuanto tenían las jabitas... El Director se acercó curioso: no entendía por qué siempre nos sentábamos todos juntos, en el mismo lugar y con el mismo misterio; y lo más extraño era que cada vez se nos unían más alumnos. Pronto nos llamó: «los apartados».

(...) Al terminar las clases pasé por casa de mi tía Carla; todos los días me regalaba golosinas. Esa tarde me obsequió la envoltura de una galleta. Todavía conservaba su olor y parecía más apetitosa que un trozo de pan. Al llegar a casa mi mamá hizo su acostumbrada inspección. (Yo parecía un nido después de ser abrazado por un ciclón) (...).

«¿Estuviste haciendo Educación Física? —murmuraba mientras me ayudaba a desvestirme—. Anda para el baño que el agua se te va a enfriar».

Me quedé detrás de la puerta con la intención de recoger mi regalo que estaba en el suelo, pero mami lo encontró y con ojo crítico lo echó a la basura.

—¡No, mami! esa es mi envoltura.

—¿De dónde la sacaste?

—Me la regaló mi tía.

—Claro, la nieta se come las galletas y a ti te deja el estuche; qué vergüenza.

Tomé el papelito y lo guardé en mi libro rojo con letras doradas que decía: Comunismo Científico. A mami aquel inofensivo regalo le pareció una ofensa y hasta lo comentó con mi papá que llegaba cansado del trabajo.

Mi tía Carla era una mujer muy buena, tenía familia en el extranjero y usaba ropas de seda y zapatillas blancas, todo comprado en la nueva tienda del mercado. Mis padres, en cambio, trabajaban en el Central Esperanza, (...) me vestían, comía y teníamos salud.

No olvidaré jamás el día en que el Director irrumpió inesperadamente en el grupo. Por cierto, había crecido; (...) aquello era una fiebre: discusiones, canjes, venta. Por un hurto desvergonzado en mi propia cara, se armó la pelea. La envoltura de jabón Lux fue pasando de mano en mano. Todos en alto se disputaban mi tesoro y yo corría de un lado para otro tratando de alcanzarlo.

El Director tomó la envoltura que volaba de la mano de Román a Silvio y todos quedamos en silencio. (...) Uno a uno fue recogiendo los libros: textos de Filosofía Marxista Leninista, El Capital, Obras escogidas de V.I. Lenin, etc. Mientras se los llevaba bajo el brazo, se perdían nuestros sueños. (...) Marcas del Toscani, una cartulina del detergente AS, la envoltura del jabón Rina o el papelito de un chicle: ese era nuestro pasatiempo, nuestros recuerdos de la moda implantada por la Shopin... (Inés María Fernández, Matanzas)

Un día después del bloqueo

«(...) Yo soy un hombre bloqueado. Y todo porque tuve el desatino de nacer en un país llamado Cuba, en una Revolución que cambió, no solo el destino de sus habitantes, sino la geopolítica de la región. Yo soy un hombre bloqueado y, sinceramente, no tengo la menor idea de cómo será la vida un día después del bloqueo. Tan acostumbrado estoy a esa condición que anda conmigo las 24 horas.

«Hay momentos a lo largo del día en que lo siento más que otros. La hora de las colas, la comida, el apagón; o las de tomar ese engendro de zoológico ambulante que se llama “camello”. Si alguien se pone enfermo (...) con mucha más fuerza.

«Un amigo colombiano, en medio de una apasionada discusión que sostuvimos en su casa, viendo el desfile de balsas hacia el Norte desde las costas habaneras, en 1994, me refutaba que los errores del Gobierno cubano eran de índole económica, “porque reparte de forma equitativa entre la población los ingresos del Estado”.

«Mi amigo era partidario de que Cuba bajara las banderas y se entregara a los amos del mundo. “La dignidad no se come”, sentenciaba con el mayor de los pesimismos.

«Pero sucede que la dignidad anda pegada a la piel de este pueblo no como una crema bronceadora, sino como el sudor que producen los solazos de un verano interminable. La dignidad forma parte intrínseca de la identidad de nuestra nación.

«¿Qué sucederá un día después del bloqueo? Los cubanos ultrarreaccionarios de Miami, parapetados desde sus mesas bien servidas, destinan sus esfuerzos congresionales para reforzar el bloqueo y asfixiar a la Isla. No piensan, no pueden pensar que sus leyes van directamente hacia los niños, los ancianos y los enfermos. Mucho menos están capacitados para pensar en términos de nacionalidad, identidad o cultura.

«Cuando sea 31 de diciembre y la Tierra se corone por una ola de fuegos artificiales, los cubanos celebraremos el cumpleaños de una Revolución que, al decir del poeta Cintio Vitier, “llegó con el día glorioso, con el primero de enero en que un rayo de justicia cayó sobre todos para desnudarnos, para poner a cada uno en su exacto sitio moral...”

«Entonces festejaré un año más de dignidad o de orgullo de pertenecer a una nación acrisolada en el rigor de la resistencia. (...) Cuando algún presidente sensato de Estados Unidos se digne a firmar el fin del bloqueo de su país al mío y derogar el bloqueo, habrá terminado para mí el milenio. ¿Seré acaso un anciano?

«Mis padres, revolucionarios, me estarán mirando desde algún lugar del recuerdo. Yo les guiñaré un ojo de complicidad, porque solo habrá empezado para ellos, para mí y para Cuba un nuevo amanecer, como diría Cintio Vitier, “abrazado a un inmenso acontecimiento”». (Nevalis Quintana, Ciudad de La Habana)

Escalar los 90

Mientras los muros físicos y mentales caían inevitablemente al Este de Europa, los cubanos comenzaban a escalar el Oeste de los 90 con sus hijos al hombro. Unos subieron a pie. Otros, en bicicleta. También hubo quienes lanzaron sus esperanzas al mar. El período de especiales estragos sacudió las libras y las neuronas de todos. Con embargo, sin embargo, se continuó haciendo sueños al andar.

Los niños de aquella época de pérdidas «dolarosas» no éramos conscientes de los «dólares de cabeza» que cargaban nuestros padres en las ojeras. «Dólares de cabeza» por el mercado «en black y negro» que se paseaba por las calles. Por los precios que emigraban al Cielo. Por el salario que entraba en luto y lloraba donde no lo pudieran ver.

Al tiempo que los hijos de entonces anhelábamos los sabores de la infancia, los padres —los verdaderos— se mordían el grito para evitarnos el susto. Mientras la leche evaporada se evaporaba como por arte de magia, ellos se convertían en magos de la cocina cubana. Sin esto, sin aquello y sin lo otro servían a la mesa el mejor plato del mundo, que lamentablemente tenía sabor a poco. Sudaban al horno —de carbón, leña o petróleo— el pan nuestro de cada día. En la sobremesa nos bebíamos a sorbos el recuerdo.

Empinar los sueños de los hijos en tiempos que todo parecía irse a bolina es la deuda eterna que tenemos con los padres nuestros. Se lavaba con el jabón de sosa que cáusticamente lastimaba la piel de nuestras madres. El baño era a mano. El perfume era un sueño. Mientras los apagones por la cuota intentaban apagar la imaginación, los Padres Nuevos, seguían su escalada con vallas. No sé cómo lo lograban, pero entre tanta penumbra, hacían la luz como por intuición divina.

El maratón olímpico de los 90 descubrió loma arriba que la moneda tenía más de dos caras. Muchos se obsesionaron por clasificar en el grupo de los «Alguien» a cualquier precio. Ser de los «Cualquiera» o de los «Nadie» tenía muy poco peso. El peso, precisamente, se le subió a muchos para la cabeza. Asumir el «alguienismo» como un fin que justificaba los medios mostró, al calor de los nuevos tiempos, el aire frío que varios llevaban dentro.

En la hora del recuento las campanas debieran doblar por aquellos que han conjugado pasiones en todos los modos y para todos los tiempos. Los que en estos años de colas infinitas han cargado al hombro el hambre de sus hijos merecen su pedestal. Gracias a los Padres Nuevos. (Randy Saborit Mora, Sancti Spíritus)

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