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Jóvenes recuerdan al maestro Manuel Ascunce Domenech

Cincuenta jóvenes de este territorio, que decidieron encauzar su vida en el magisterio, visitan el lugar donde bandas contrarrevolucionarias asesinaron al alfabetizador cubano

Autor:

Juventud Rebelde

CIEGO DE ÁVILA.— Hará frío. O al menos eso les han dicho. Ellos, los 50, pertenecientes al Pre Destacamento Pedagógico Manuel Ascunce Domenech, nunca han visitado el lugar. Es la primera vez que se acercarán a ese árbol apartado donde aparecieron los cuerpos ahorcados del maestro Ascunce Domenech y su alumno, el campesino Pedro Lantigua. Los muchachos rondan la edad del primero de ellos. Como el alfabetizador, los varones apenas han empezado a afeitarse y todos —las muchachas incluidas— miran la vida con curiosidad. Junto a los árboles y el olor de las montañas firmarán el compromiso de dedicarse al magisterio. Es el inicio de un camino que tuvo cauces diferentes:

Yereisy Morales Hidalgo

«Yo no quería ser maestra. Simplemente, lo mío fue acto de inspiración. Un día, de un aula del pre salió la voz del profesor hablando de su vida. Me paré en la puerta y escuché cómo los niños que entraban sin un conocimiento luego uno los veía aprender. Para mí fue un impulso. Me quedé en suspenso por un rato y luego tomé la decisión.

«Mi familia no mostró objeciones. Los que sí las pusieron fueron los padres de algunos alumnos. Una mamá llegó a decirme que un maestro emergente nunca enseñaría bien a su hijo. Le respondí que un día se daría cuenta del error. Pero pronto la olvidé. Tuve que hacerlo. En mi aula había un niño introvertido. No atendía a clases, no hacía los ejercicios, rechazaba las preguntas de los maestros, incluso actuaba con irritación. Su mamá está fuera del país; él vive con su padre y una abuela, que es quien más lo atiende.

«En mi mente se repetían las palabras del profesor: “Lo esencial es ganarse el cariño del alumno, lo esencial es ganarse el cariño...”. Cuando le mandé la primera tarea, no la hizo. Luego me dieron quejas de su conducta y yo insistí: “Déjenlo, no lo regañen”. Empecé a hablarle despacio. “Con las tareas hay que cumplir”, le dije. La siguiente no la hizo. Me miraba a la espera de un regaño y yo lo trataba con suavidad. Una vez discutió con otro niño, iban a castigarlo cuando salí en su defensa. Me observó con asombro y me escuchó. No pronunció ni una palabra mientras le hablé. Al día siguiente trajo la tarea hecha».

Leyanet Landestoy Pardo y Nelson Báez Martínez

Leyanet: «Mi historia es diferente a la de muchos».

Nelson: «La mía también, no sé la de los demás; pero yo llegué a ser maestro por otros motivos. No fue por inspiración».

Leyanet: «Lo mío fue seguir un ejemplo. Yo estudio en el Politécnico de Economía Félix Varela, de la ciudad de Morón. Ahí tengo un profesor de Economía Política, que las cosas más complicadas las conecta con la realidad. Nosotros en el grupo nos preguntamos: “¿Cómo lo hace?”. Un día le escuché una de esas explicaciones y dije: “Yo quiero hacer eso”. Pero quien hizo que me decidiera fue mi tía, Mayda Landestoy, y sin decirme nada. Ella me enseñaba una caja de fotos de sus alumnos. Señalaba y decía: “Este es médico. Ella se graduó de ingeniera. Este era medio loquito, pero después se encaminó”. Yo le miraba el rostro, la forma en que hablaba de sus alumnos; me acordé de mi profesor y me fijé en el rostro de mi tía. Respiré hondo y me dije: “Quiero ser maestra”».

Nelson: «Lo mío no fue así. Yo buscaba algo sin saberlo. Muchos de mis amigos están en la Escuela de Formación Emergente de Maestros Primarios Cándido González. Al poco tiempo de entrar, les noté el cambio. Daban los buenos días y en el barrio los vecinos preguntaban: “¿Por qué ustedes ya no hacen maldades?”. Los escuchaba hablar del noticiero y me di cuenta que yo también quería saber. Por eso entré a la Escuela. Pero mi vocación apareció el día que más miedo tuve. Fue el de mi primera clase. Los alumnos eran mis propios compañeros de grupo. Las orejas las tenía rojas y a punto de reventar. Las manos me temblaban, la tiza se me quería caer y no sabía cómo empezar. Recordé los consejos de la profesora, me miré los zapatos y pensé: “Vas a salir bien”. Cuando terminé estaba blanco, pero contento. Me había encontrado a mí mismo».

Yesenia Pérez Camargo

«Pues yo siempre quise ser maestra, desde chiquita. Mi mamá lo es en el poblado de Velazco, en el municipio de Primero de Enero. Cuando era chiquita me llevaba al aula y la veía dar las clases. Después yo armaba un aula. Mis alumnos eran las flores y árboles del patio. Tenían su nombre, yo les hacía preguntas, rectificaba los errores o los alababa cuando me daban la respuesta correcta. Hasta les llevaba la merienda... que luego yo me comía. Al crecer se me confirmó la vocación. Siempre me llamó la atención el hecho de que la enseñanza de un buen maestro enseguida se convierte en sagrada para una persona. Por eso, cuando llegó la posibilidad de ingresar a la Escuela de Formación Emergente, enseguida levanté la mano. Con toda la alegría y tranquilidad del mundo».

Maidel Machado Luis

«Yamila, una profesora de Historia en el pre, una de esas personas fuera de serie, nos preguntó: “¿Cuándo ustedes van a ser maestros?”. Yo la respeto mucho y me puse a pensar. Nunca me imaginé frente a un aula. Creía que no tenía la paciencia para soportar a los muchachos; no sé cómo los maestros aguantan. Yamila, en cambio, me repitió que la calma también se aprende.

«Después, la convocatoria a la Escuela de Formación Emergente, las clases, los consejos; y de pronto me vi ante un aula de cuarto grado. Los niños son intranquilos, ¿quién no lo es? Pero no sentí miedo ante el grupo; tensión sí. No sabía cómo iban a reaccionar los padres cuando vieran a un jovencito dándoles clases a sus hijos. También me inquietaba algo: ¿esos niños llegarían a quererme?

«Con esas preocupaciones impartí las clases. Poco a poco los vi hacer las cosas que les enseñé en clases como si lo supieran de toda la vida. Los observaba a distancia y sin que se dieran cuenta de mi alegría. Eso es algo que solo lo conoce el maestro. También los veía repartirse unas figuritas de calcomanías entre ellos; era un intercambio de amigos. Una vez me llenaron la carpeta de esas figuras. Les dije: “No, no; yo no me puedo llevar eso”. Me puse serio y hasta me hice el bravo. Fue en vano. Al día siguiente descubrí una calcomanía pegada en la carpeta. Aún la tengo allí. Creo que se quedará para siempre».

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