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La nueva guerra de «el Tavo»

No se llama Tavo, sino Felo, pero fue quien inspiró la serie televisiva cubana Su propia guerra. A más de 30 años de su labor como agente encubierto, Arsenio Saavedra Candelario recuerda aquellos momentos, en exclusiva para JR

Autores:

Dora Pérez Sáez
Margarita Barrios

Su sueño siempre fue capturar delincuentes, pero vestido de verde olivo y con pistola a la cintura. Sin embargo, la vida le deparó otro destino, aunque con similar objetivo. Tenía que fingir que era uno de ellos, convertirse en un «asere», alardoso y guapetón. Su nueva personalidad le trajo muchos problemas, desde el rechazo de los suyos hasta una temporada en prisión. Dejó de ser Arsenio, el ayudante de carpintería, para ser Felo, un marginal respetado en el «ambiente».

Arsenio Saavedra Candelario de familia humilde y revolucionaria, fue un joven que desde el triunfo de la Revolución se integró al proceso. Se incorporó a la Asociación de Jóvenes Rebeldes, las milicias, participó en la Limpia del Escambray y en 1961 entró a las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

Felo es hoy el director de la heladería Coppelia. Y aunque tiene una «nueva guerra» que librar, no puso objeción a contar la historia que dio origen a el Tavo, el popular personaje de la serie Su propia guerra que, pese a los años transcurridos desde su estreno, vuelve a poner en vilo a miles de televidentes.

«Cuando me desmovilicé de las FAR quise entrar al MININT. Yo veía a esa gente coger delincuentes y contrarrevolucionarios, con un uniforme, una pistola, y me llamaba la atención eso. Pero no tenía contactos, excepto mi cuñado, el hermano de mi esposa. Hablé con él, pero me decía: «Es mucho trabajo, muy sacrificado», y nunca me apoyó.

«Me decidí a hacerle una carta al comandante Ramiro Valdés, que era entonces Ministro del Interior. Sabía que era muy aficionado a la pelota e iba al estadio con frecuencia. Fui al Latino, hablé con varios peloteros para que se la entregaran, y me dijeron que no.

«Entonces tomé la decisión de brincar al terreno, y fui al banco de tercera base donde estaba Ramiro, a darle la carta. Me paró la seguridad personal y empecé a gritar: “¡Comandante, quiero entregarle esto a usted!”. Ramiro me hizo una seña afirmativa, y se la di.

«Un mes después me citó el MININT. Me empezaron a hacer preguntas de mi vida y de mi infancia. Yo estaba delgadito, tenía 19 años. Les conté que éramos siete hermanos, humildes, porque mi padre ganaba 120 pesos como mozo de limpieza en los almacenes Inclán, pero había un principio de honestidad total. Si uno de nosotros llegaba con un mango, había que justificar de dónde lo había sacado.

«Soy de San Miguel del Padrón. Mis relaciones fueron siempre con jóvenes no delincuentes. Eran humildes, pobres, pero había una disciplina de decir «no» a las cosas mal hechas.

«Entonces me preguntaron a qué delincuentes conocía en San Miguel del Padrón, y yo no conocía a nadie. Otro día me citaron y me dijeron: “Usted está aprobado para una misión. Mañana, a las nueve de la noche, preséntese en el Parque del Buró, por el Puente Almendares. Ahí lo verá un compañero”.

«Así fue. Conocí a Rafael Barrio, que me dijo: “Yo soy el oficial que te va atender. Tu misión es ir para la avenida 51, por la Plaza de Marianao, e ir conociendo a los elementos antisociales”. “Pero cómo hago”, dije yo. Me contestó: “Te vas por la mañana temprano para allá, todos los días, y me llamas a eso de las 12”.

«Empecé a ir a Marianao y no encontraba a nadie, todo era normal. Veía a un hombre con una maleta, le caía atrás, me montaba en la guagua hasta donde iba y cogía la dirección. Luego llamaba: “Un tipo así y así, entró en tal casa”, y Barrio se reía. “Habla con él”, me decía. Pero yo no sabía cómo hacerlo. Honestamente, en aquella época nadie tenía conocimiento de lo que era el trabajo secreto, la penetración, la labor de contrainteligencia en sentido general».

—¿Cómo logró dar el primer paso?

—Yo pensaba que no servía para ese trabajo, que estaba ganando un sueldo sin hacer nada. Porque a las siete de la mañana me iba para Marianao y me metía hasta las 11 de la noche dando vueltas para ver qué hacían los delincuentes.

«Pero bueno, yo digo que si el hombre es exigente y trata de trabajar, todo es posible en la vida. Cuando no tienes deseos pierdes todas las perspectivas.

«Había un sujeto conocido como Azuquita, con un “camina’o” muy guapo, lleno de oro y plata. Y pensé: “Ese es el hombre”. Me dije: “De los cobardes no se ha escrito nada, qué puede pasar, ¿que se faje conmigo?, pero voy a chocar de frente”. Y así lo hice.

«Chocamos, caímos sentados en la acera y me sacó una navaja: “Te voy a matar, blanco”. Y le digo: “Compadre, no me hagas esto, no te vi; mira, tengo dinero, vamos a tomar una cerveza”. Y los delincuentes todos son interesados. Fuimos a un café, le pagué cuatro o cinco cervezas, y ya éramos amigos».

—¿Le fue difícil asumir una personalidad creíble para ese mundo?

—Yo no sabía el lenguaje de los delincuentes. Cuando entré en ese mundo me dije: «Pero, ¿esto existe en este país, un tipo que es capaz de robar, de matar, de violar?». Yo desconocía ese ambiente; mi educación no fue esa.

«Ese mundo era complejo. Veías a un hombre violar a una mujer, darle un navajazo en la cara, arrebatar una cartera… y yo era un guardia, aunque clandestino. Nunca dejé de sentirme parte del Ministerio.

«Fue muy difícil los primeros meses, tenía que imitarlos. Tuve que transformar mi pelado, dejarme un chivo. Me paraba frente al espejo a ensayar. Ellos hablaban mucho con las manos, y tenían la costumbre de usar dientes de platino. El antisocial se identificaba con eso, y si tenía una estrellita, mejor todavía.

«Incluso quisieron hacerme abacuá. En ese mundo uno venía y me decía que era hijo de Changó; otro, que tenía un indio que me protegía; y otro más que necesitaba ponerme un trapo rojo. Entonces el MININT me dio una cadena con una Santa Bárbara, para hacer ver que era creyente».

—¿Qué conflictos familiares le trajo aceptar ese trabajo?

—Empecé a tener choques con mis hermanos, amigos, compañeros de las FAR; hasta el CDR me decía: “¿Qué te pasa?”. Me veían con altas sumas de dinero y se extrañaban. “Si tú ganas una basura en el taller” —me decían, porque yo seguía con la fachada del taller de carpintería.

«Por último, el Ministerio determinó darme un revólver 38, porque ya tenía varios problemas. Entonces llegaba a mi casa, me bañaba con mucho misterio para que ni mi mujer viera el arma, hasta que lo descubrió: “¿Y ese revólver, tú estás de guapo ahora?”. Yo solo le contesté: “Tengo que cuidarme”.

«Pero tuve una situación cuando por el mismo trabajo descubrieron dónde yo vivía, y la jefatura decidió mudarme para un solar en Rayo, entre San Rafael y San Miguel, en Centro Habana.

«Era un cuarto con una ventana alta, con espacio solo para la cocina eléctrica, mi cama, la cuna de la niña y un escaparate. Y había un baño para veintipico de familias. Además, allí vivían una serie de delincuentes. Solamente ibas al baño, y ya había uno tocando a la puerta; era la bronca, la fajazón, una serie de factores que te van fortaleciendo, pero vas sufriendo. Yo no estaba adaptado a vivir así, ni mi mujer tampoco. Entonces me planteó el divorcio».

—¿Cuándo su esposa supo la verdad?

—En el año 68 o 69. El jefe de la Dirección Política nos citó a ambos, por separado, para Playas del Este, un domingo. Me dijeron que me vistiera de verde olivo, con grados de teniente. Abrí la puerta, ella me vio y se quedó asombrada. Cuando le explicaron dijo: «Ahora sí puedo aguantar los años que sean».

«Igual sucedió con un hermano mío que me había caído a golpes porque no podía entender que yo fuera un antisocial. La dirección del MININT decidió contarle la verdad».

—¿Por qué el nombre de Felo?

—Felo lo escogí yo mismo. Como mi cuñado se llama Felipe y no me quiso ayudar, me puse ese nombre.

—Es común que un agente caiga preso. ¿Pasó por esa experiencia?

—Estuve en Villa Marista trabajando un caso durante ocho o diez días. Después determinaron encerrarme unos meses en El Príncipe, porque por mi trabajo se habían capturado muchos delincuentes, y ya había dudas sobre mí.

—El Tavo tuvo a Botaperro para que lo protegiera en la cárcel. ¿A quién tuvo usted?

—A Villar, un flaco que tú lo veías y decías: “¡No es nadie!”. A él le dieron la misión de protegerme, y de verdad que conmigo fue de maravillas.

—Uno de los momentos más impresionantes de la serie fue cuando a el Tavo lo entierran vivo. ¿Eso sucedió?

—No exactamente así. Es cierto que me hicieron una encerrona, pero fue en el Cementerio Chino, y aunque me hirieron, no llegaron a enterrarme.

«Llevaba ya tres o cuatro años infiltrado y no había caído preso. Había dudas. Me estaban esperando tres: Pepsi Cola, Toby y Papotimba.

«Discutimos y Toby sacó una navaja. Papotimba tenía un revólver: “Tú eres chiva, eres agente”. “Yo no soy chiva, compadre, yo soy un hombre. ¿Qué ustedes quieren, dinero? —tenía arriba como 3 000 pesos—. ¿Quieren la cadena?”. Y cuando voy a quitármela, le di un gaznatón a Toby, pero Papotimba me disparó dos tiros por la barriga y me quemó toda la piel. Entonces se acobardaron y se mandaron a correr.

«Mi departamento sabía lo de la encerrona. Me montaron en un patrullero y yo dije: “Tengo que ir preso, si no, me quemo”. Me llevaron al Calixto García, me curaron y de ahí para la unidad de Policía. Allí Papotimba y yo nos estuvimos dando piñazos como cuatro o cinco horas».

—¿Cuál fue el momento más difícil de su trabajo como agente?

—Lo más difícil fue negar mis valores, todo el tiempo lo pasé sufriendo.

«Pero tuve momentos muy duros, de peligro real para mi vida y las de mi señora y mi hija. El peor fue un día cuando paseábamos por las Sombrillitas del Prado, un sábado, y llevaba a la niña cargada. De pronto salió un tipo y me tiró dos machetazos, y yo para atrás: “Compadre, mira a mi hija”. Hasta que pude sacar el revólver y le disparé en la pierna. Le dije a mi mujer: “Váyanse, yo las cubro”. Así llegamos a la casa».

—¿Sintió miedo alguna vez?

—El miedo existe. El hombre que diga que no siente miedo está mintiendo.

—¿Cuántas veces se sintió a punto de ser descubierto?

—En una ocasión por nadita me descubren. En el Vedado había un afeminado al que dos delincuentes querían matar para robarle. Yo logré evitarlo en dos ocasiones. A la tercera les dije que era yo quien iba a casa del hombre. Subí al segundo piso, toqué a la puerta, disimulé y me fui.

«Entonces les dije que en la casa había varias personas, hasta un “mono” —como les dicen ellos a los policías—. Pero uno de ellos, Jorgito “Muñanga”, decidió regresar a comprobar si yo decía la verdad. Habló con el hombre y este le dijo que allí no hubo ninguna visita antes. Eso creó una duda sobre mí.

«A los pocos días mataron a un homosexual en Regla para robarle. Me lo confesaron y yo pasé la información. Cuando descubrieron el cadáver yo “marqué” a los asesinos, pero el que debía seguirlos, los perdió. Entonces fui al barrio de Colón y vi a Jorgito. Me sorprendí, porque pensaba que estaba preso.

«Lo invité a la Manzana de Gómez, le saqué la pistola y le dije: “Estás preso”. Y lo entregué. En el juicio, que fue en el Coliseo de Regla, él pidió unos minutos para hablar con su familia y le dijo: “El que me echó pa’lante y es agente del DTI es Felo. Díselo a la gente”. Pero ya yo tenía una imagen de delincuente tan fuerte que no le creyeron».

—¿Qué casos recuerda de manera particular?

—Trabajé en muchos, pero uno que me parece muy importante fue el caso de Regla. Allí había una banda de 28 tipos robando y asaltando, y logramos neutralizarlos.

«También el caso Pistoleros. Eran cerca de 150  que se detuvieron en el Vedado, que robaban y asaltaban embajadas. Recuerdo que planifiqué varias fiestas para concentrarlos e identificarlos. Fueron muchos casos: el caso Payret, el Capitolio…».

—En la serie, El Tavo acude a los ori- shas para sentirse protegido. ¿Fue así en la vida real?

—Ni fui a consultarme, ni me interesé en eso, pero el ambiente te lleva a conocer a esos personajes. En varias ocasiones, en un solar, o cuando iba a una fiesta, había un babalao o un santero.

«Ellos me decían: “Coño, Felo, debes protegerte, tienes que hacerte una limpieza”, o “Tú eres hijo de Changó”. Y yo ni sabía qué era eso.

—¿Existió Toña la Negra?

—En la vida real se llamaba René. Vivía en Marianao. Era blanco, de ojos azules, simpático y afeminado de verdad. Me hacía resguardos y todo ese tipo de cosas, y yo tenía que hacerle pensar que creía.

«Me decía: “Tú te quieres ir del país y vas a tener suerte, vas a llegar a Estados Unidos”. Y yo nunca quise irme. Lo que sí nunca nadie me dijo fue: “Tú eres agente” o “eres policía”. Yo no creo en nada de eso, ni entonces ni ahora. Cada día creo más en la Revolución y en los hombres».

—¿Qué tiempo fue usted agente?

—Cerca de cinco años.

—¿Cómo se decidió que dejara ese trabajo?

—El Ministerio empezó a preocuparse porque yo estaba muy delgado, apenas comía, además había informaciones de que me iban a matar. Tuve un problema en G y 25. Salía del Ortopédico a las siete de la noche —con una pierna fracturada por una caída, andaba con muletas— y me salió un tipo de atrás de un pino, con un machete.

«Una mañana se apareció el oficial que me atendía con dos más y una máquina de escribir, y me dijo: “Se acabó Felo”. Le contesté: “Pero, ¿cómo es eso?”. Y me replicó: “El Ministerio decidió que tu misión termina”.

«Por fin me vestí de verde olivo, con grados de teniente y con la pistola, como yo quería. Pero por orden del Viceministro me pusieron dos escoltas. No estuve de acuerdo con eso, porque si iba lo mismo a la pelota, que a salir con mi familia, tenía que ir con ellos.

«Entonces me seleccionaron para pasar la Escuela Superior en la Unión Soviética, donde estuve 11 meses. A mi regreso me designaron como oficial operativo y empecé a desarrollar mi trabajo.

«Atendía Centro Habana, La Habana Vieja, Cerro y Plaza de la Revolución, los municipios más “calientes”. Tuve la suerte de poder reclutar a algunos de los elementos que metí presos, y me daban información. Para tener resultados hay que “joderse” día y noche, y tiene que gustarte tu trabajo. Luego atendí el INDER y varios hoteles hasta que me jubilé, estando en la Dirección Política.

«Fui a reparar la Casa de la FEU de la Universidad de La Habana. Me “fajé” para arreglarla y me sentí muy feliz de hacer un espacio para la juventud. Así empecé mi camino en la vida civil. Pero nunca perdí el aquello de que soy miembro del Ministerio del Interior, militante del Partido, y aun estando en calzoncillos soy guardia. Si veo cualquier cosa mal hecha, actúo. Yo no fui, soy. Si estás robando, te cojo y que te metan preso».

—¿Qué relación tiene hoy con los oficiales que lo atendieron?

—La mejor, y estamos dando conferencias a los cadetes para que cojan experiencia. El Ministerio me atiende, se preocupa por mí.

—Dicen que los agentes nunca dejan de serlo. ¿Siente desconfianza hacia usted de alguna de las personas que lo tratan?

—No, de corazón no. Por haber sido agente, y por mi condición de revolucionario, me siento obligado a informar todo lo que vea de corrupción, de delito; eso no se me quita. Es una ética que no se pierde. El que venga a plantearme un negocio, o como sea, tiene que estar convencido de que lo voy a “echar pa’lante”».

—¿Que pensó cuando le dijeron que iban a hacer una serie sobre su vida?

—Me sentí contento, orgulloso, pero dije que no, porque me considero alguien sencillo. Fue en el año 91, yo estaba entonces en la Sección Política y me dijeron que iba a ser asesor de Día y noche, y que iban a filmar una historia sobre Felo.

—¿Cómo fue su relación con Albertico Pujol?

—Maravillosa. Yo quería que la historia de Felo la hiciera Albertico, porque como artista es muy profesional. Además, siempre fui su admirador.

—¿Cuando usted ve su actuación se reconoce en él?

—Sí, como no. Él me imitó bastante. Yo era así, agresivo, con un carácter fuerte. Cuando veía una cosa mal hecha la atacaba.

—En la serie, el Puri fue su principal enemigo. ¿Quién fue en la vida real?

—Aunque físicamente el que más se parece a el Puri es Pepsi Cola, mi peor enemigo fue Orestes el Oso. Era un marihuanero, contrarrevolucionario, descarado, que se fue para Miami. También había otro que no nombro porque está vivo, en La Habana Vieja. Era un delincuente violento y varias veces me tuve que fajar a los piñazos con él.

—Coppelia tiene fama de ser un lugar «complicado». ¿Podrá Felo arreglarlo?

—Tengo una misión dura. Los trabajadores no son malos. El ejemplo que han visto es lo que ha traído los problemas que hay hoy. El trabajo que estoy haciendo es crearles conciencia, que esto es para darle servicio a nuestro pueblo. Por aquí pasan diariamente hasta 15 000 personas, y pueden llegar a 18 000 los domingos. Este lugar es una insignia de la Revolución, una idea de Fidel, y lo creó Celia.

«Hay que sacudir la mata, porque hay gente que solo piensa en el dinero, en robar. Cuando tú tienes firmeza ideológica y piensas todos los días en tus valores, no cedes.

«Tengo ahora esta tarea que el Partido me dio. Es una “candela” dura. Si me aflojo o acepto una concesión, se pierde. Me reúno constantemente con los trabajadores.

«Ellos han visto jefes que se llevan el helado, que revenden, que permiten la norma baja. Yo no lo permito. Coppelia ha mejorado, ese es el estado de opinión de ahora. Ya se nota el cambio en la atención al usuario, se ve la rapidez, y la bola ha mejorado un 90 por ciento, pero todavía falta.

«Tengo entusiasmo, es la tarea más dura que he tenido en la vida civil. En estos momentos Coppelia para mí es más importante que la historia de Felo».

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