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La universidad que descubrió el lado salvador del coronavirus (+ Fotos, Podcast, Videos e Infografías)

Presionados por la virulencia de los contagios, las muertes y las tragedias provocadas por el SARS-CoV-2  no siempre reparamos en que tiene un reverso más oculto, aunque más elevado y curador. Bien lo saben quienes un día abandonaron la seguridad de su hogar y las bendiciones de la vida, por voluntad propia, para irse a los primeros escalones donde está decidiéndose la suerte de la pandemia

Autor:

Yuniel Labacena Romero

Es miércoles al mediodía. El cielo nublado presagia una lluvia fuerte y por encima de lo acostumbrado por estos días. En la Universidad de Ciencias Informáticas (UCI) hay un cambio grande. Desde hace seis meses no se siente el bullicio de estudiantes, tampoco la voz de profesores. Desde el pasado 7 de abril unas fuertes medidas de seguridad y sanitarias impiden el movimiento libre por esa institución fundada por Fidel hace 18 años.

El lugar parece desierto. La llegada del nuevo coronavirus provocó que se convirtiera en uno de los mayores centros de aislamiento del país. La calma solo es interrumpida por los taxis que entran: unos traen a pacientes nuevos, otros trasladan a los remitidos a centros asistenciales más especializados, mientras que otros llevan a sus hogares a quienes ya lo requieren.

Walter Baluja García, rector de la UCI, detalló que la preparación para convertirse en un centro de sospechosos comenzó mucho antes de aquel 7 de abril. Según refiere, en un primer momento tenían unas 2 000 capacidades de alojamiento.

«No se utilizaron todas y tuvieron diferentes fines como acoger al personal de Salud Pública que trabaja en el hospital Ernesto Che Guevara que está dentro de la universidad y para otras tareas asignadas por el Consejo de Defensa provincial de La Habana».

Diseños: Eliécer A. Torres Batista

Desde entonces y hasta el miércoles último, más de 9 700 personas sospechosas al SARS-CoV-2 han pasado por allí. De esa cifra, 1 038 son niños menores de 12 años y 1 419 adultos mayores. Lamentablemente, del total, 350 pacientes han resultado positivos, por lo que después fueron trasladados a las instituciones médicas de la capital dedicadas a la atención de pacientes contagiados con el coronavirus.

Por eso, la Universidad semeja un «barco» en alta mar en medio de una tormenta. Todos lo saben: sus profesores, estudiantes, personal de servicio que trabaja con carácter de voluntarios en el recinto. Para vivir allí deben cumplirse medidas especiales de seguridad. En la misma entrada aparecen las pruebas.

El mundo cambió en la UCI

El día de nuestra visita todo está —administrativamente— bajo la responsabilidad de Roexcy Vega Prieto, joven director de alimentos de la UCI. Sus ojos —como los del resto de sus compañeros— denotan cansancio, pero su voz transmite confianza y seguridad, cuando reconoce que el lugar «es esencial para minimizar la propagación de la pandemia en la población una vez que recibe a los pacientes sospechosos.

«Ahora tenemos capacidad para 700 personas; hoy amanecimos con 576 pacientes. Cuando estos llegan se clasifican en dependencia del evento epidemiológico del cual provienen y luego de tomarles los datos se trasladan a los edificios de cada manzana. Actualmente tenemos cinco consultorios, donde los médicos los entrevistan, sobre todo, para conocer sus enfermedades de base. De allí, el voluntario los recoge y los ubica en los apartamentos».

Cuenta Roexcy que ahora todo cambió en la UCI: el sistema de dirección, de higiene, vigilancia y aseguramientos. La suerte, como él dice, es que ese andamiaje se sustenta sobre más de 80 voluntarios, la mayoría jóvenes, con la misión de atender a los aislados lo mejor posible».

Con cierta picardía, preguntamos: «¿Jóvenes?». «Sí —responde el directivo—. Son muchachos muy exigentes con su trabajo. Están pendientes de cada detalle y desde que abrimos no se ha enfermado ninguno. La juventud se ha crecido en esta tarea de mucho riesgo».

—¿Cómo los organizan?

—Ellos se organizaron tras la convocatoria de la UJC y la FEU. La mayoría son trabajadores y estudiantes de aquí, pero los hay también del Instituto Superior de Relaciones Internacionales (ISRI), la Universidad de La Habana y la Universidad Tecnológica de La Habana José Antonio Echeverría (Cujae). Ha existido una gran alianza entre esas instituciones y eso permite que en todas las rotaciones —que hacemos cada 14 días— siempre contemos con la juventud.

Voluntarios del amor

Unos jóvenes intentan tomar un cinco. Aunque llevan las sobrebatas, guantes de látex y las caretas protectoras, las miradas dejan ver una ternura. «El golpe fue fuerte desde el principio», dicen a coro y con distancia.

«Si todos tenemos el chance de ayudar y aportar para enfrentar la pandemia, debemos hacerlo donde nos toque. Este es nuestro Moncada, nuestra Sierra Maestra o nuestro Girón», afirma Tania Corrales Figueredo, estudiante de 4to. año del ISRI Raúl Roa García, quien ya va por su cuarta rotación.

«Ahora llevamos casi un mes porque decidimos doblar. A veces las noches y las madrugadas son las más intensas. En ocasiones nos hemos acostado a las tres o cuatro de la mañana. A esa hora puede llegar un ingreso y si estás durmiendo debes ponerte toda tu ropa de protección e ir a recibirlo.

«A pesar de eso, llegue o no, al otro día nos levantamos a las 6:30 a.m. a cumplir con las tareas cotidianas. Estamos distribuidos en dúos por escaleras. Aquí no hay quien te cubra. Por suerte, a veces, mi novio me tira un cabo», asegura sonriente.

Y es que el amor ha sido también el móvil de sus actos y de sus palabras en este período. «Los dos somos compañeros de batalla y estamos asumiendo los mismos riesgos. La fuerza del uno y del otro ayuda a enfrentar las malas noches y a crecer como pareja», nos dice Carlos Manuel Marzán Díaz, también alumno de 4to. año del ISRI.

«Somos jóvenes entre 20 y 23 años. En mi caso, me he sentido como padre. Muchas veces me he encontrado antes de dormir pensando en los pacientes, en lo que les pueda hacer falta o en lo que sucede a su alrededor. La estadía de un paciente depende mucho de nuestra actitud», asegura el joven.

En el almacén y la cocina

Sus clases no incluyen procedimientos de desinfección, ni siquiera cómo ponerse correctamente una bata, los guantes o el gorro verde. Pero las circunstancias obligan a aprender sobre la marcha. Hubo quien limpió, quien informó a pacientes que un familiar había fallecido y hasta quien se dedicó a cuestiones logísticas o repartió las comidas por edificios como Daniel David Pérez Rodríguez, estudiante de Ingeniería Civil en la Cujae.

«Esa fue la encomienda que me dieron cuando regresé por cuarta vez como voluntario. Laboro en el carro que se encarga de sacar los alimentos del comedor y dejarlos a los muchachos que los distribuyen por cuartos. Después que cargamos los productos, siempre tratamos que lleguen calientes y en buen estado a los pacientes».

Daniel estuvo antes como voluntario en la atención a los pacientes sospechosos y como almacenero del centro junto a su novia Amalia Rodríguez González, estudiante de 3er. año del ISRI. «Nos encargamos de repartir el avituallamiento que se les entrega a pacientes y trabajadores, incluso, de organizar el lavado de la ropa sucia en las diferentes lavanderías».

Amalia fue del primer grupo de su universidad que decidió irse a la UCI. «Nuestra universidad es muy pequeña y difícilmente sería utilizada como centro de aislamiento. Pensamos que esta era nuestra forma de aportar en una situación tan compleja como la que vivimos. Por eso, estamos aquí.

«Al comienzo me dediqué a la atención de casos sospechosos. Pero ya en las últimas rotaciones, como decía mi novio, he sido almacenera. Es un trabajo menos riesgoso desde el punto de vista epidemiológico; pero tenso porque manejar recursos no es nada sencillo».

Mientras conversamos, Amalia recuerda los primeros 14 días: «Siempre son los de más incertidumbre y mayor presión de la familia. Ellos quieren saber qué pasará contigo o qué tarea vas a cumplir. A los padres que no les es fácil desprenderse de los hijos para algo tan peligroso como esto». 

La gratitud familiar da fuerzas

«Nos recibieron muy bien, con un amor y una preocupación tremendas —expresa la paciente Yaumara Quezada Martínez, desde la sala del apartamento, que hoy se ha convertido en su hogar—. Como voluntarios han asumido tremenda labor y eso no lo hacen muchos jóvenes. Quiero agradecerles mucho y me siento orgullosa de ellos».

No está sola. La acompañan otras familias con quienes comparte, entre ellos, niños de tres, seis y diez años. Su esposo fue alcanzado por el nuevo coronavirus y ella con su pequeño aguardan en espera de resultados: «A todos nos dan el mismo trato. Amor… Eso es lo que prima diariamente».

El diálogo se realiza desde el apartamento situado al frente. En ocasiones debemos insistirle que repita sus palabras porque la distancia es mucha. Con otros pacientes conversamos a través de los ventanales. Todos quieren reconocer que «Cuba tiene jóvenes muy valiosos».

Al escucharlos, el joven voluntario Manuel Marzán asegura que «la fuerza para estar aquí también se encuentra en la gratitud de los pacientes. Cuando ellos se van de alta médica y te dicen: “gracias por la atención, nos sentimos muy bien, se los agradecemos”. Eso reconforta y te lleva a decir: “No importa el cansancio, voy otro día más, vamos: se puede por complicado que sea”».

Por su parte, Tania asegura que, a veces, es difícil lidiar con determinados pacientes. «Los hay muy malcriados», asegura sonriente y a la vez trata de justificarlos: «Es que tienen sus costumbres y están adaptados a las condiciones de la casa».

—Son muchos los momentos difíciles para un voluntario…

—Sí, también cuando uno acompaña al médico a dar la noticia de que alguien es positivo, esa fue una de las experiencias más duras que he vivido. Es muy angustioso, porque reaccionan de maneras diferentes, se ponen muy tristes y en ese momento uno no encuentra bien las palabras para darle esperanzas; pero intentas ponerte en su lugar y decirle que todo saldrá bien, aunque eso tampoco ayude mucho, alivia un poco el dolor. 

Numerosos trabajadores de la UCI cambiaron sus agendas por los guantes y las batas antisépticas para unirse al personal médico y ayudar a otros. Foto: Roberto Suárez

¿Regresarían?

Algunos padres dudaron cuando sus hijos comentaron la misión. Otros nunca se enteraron y hay quienes lo descubrieron por redes sociales mientras vivían días muy largos con ellos fuera del hogar. De eso sabe Adrián, el joven a quien sus abuelos, mamá y hermana se mantenían reacias a entender sus motivos cuando la primera vez dijo de venir voluntario.

«Por suerte, comenzaron a ver informaciones del aporte de los jóvenes frente a la COVID-19 y bajó la preocupación. Ya ahora los tengo “anestesiados”», afirma de forma jocosa, mientras asegura que sus amigos «están bravos porque los abandoné en vez de compartir con ellos, aunque la importancia de lo que hacemos está por encima de muchos de nuestros intereses individuales».

«A mi mamá, la primera vez, que le dije que vendría para acá me dio un no rotundo y aunque expliqué como sería todo, vine en contra de su voluntad —recuerda Javier—. Después se alivió cuando supo que todo había salido bien y ha sido un poco más comprensiva».

La experiencia de Amalia fue diferente: «Mis padres son trabajadores de la UCI y desde el principio estuvimos involucrados en la tarea de convertir las residencias estudiantiles en centro de aislamiento. Yo sabía lo que estaba viviendo y se lo transmití a mis compañeros que, sin saber a lo que se iban a enfrentar, decidieron venir para acá. En casos como estos, la familia ayuda mucho».

«De estos meses aquí me llevo el recuerdo de muchas amistades, de gente buena y noble, así como de pacientes inadaptables. Esta ha sido una experiencia especial, imponente e inolvidable», asegura Adrián. 

Y, su colega Julio César define los días de trabajo como tristes y frustrantes por todo lo que ha traído la pandemia, «pero también como enriquecedores porque nos han enseñado a compartir con personas, a trabajar en equipo, a organizarnos mejor, a cuidarnos y a ser muy optimistas».

Lo que más recordará Javier será a los niños, «unos muy pasivos, otros muy intranquilos», a esos pequeños a quienes generalmente «tratamos para que se sintieran cómodos. Por ellos y por todo lo que significa Cuba no me importó estar en zona roja y volvería arriesgar mi vida mientras dure esta pandemia».

Conoce más detalles en este Podcast de JR

Definitivamente, como señala Tania, esta es una lección a contar a nuestros hijos y nietos, y más para quien nunca imaginó cuidar a pacientes sospechosos de la COVID-19.  «Aquí entendemos mucho a los médicos, a todo el personal de la salud, porque es una tarea muy sacrificada y tienes que estar todo el tiempo pendiente del más mínimo detalle. Este ha sido un momento para sentirme —y sentirnos—  útil a mi país».

Y Carlos Manuel asegura que en un centro de aislamiento uno aprende eso de que las enfermedades a veces no tienen cara y «por eso tienes que decirte: cuídate, no te confíes, limpia bien todos los espacios, ponte medios de protección… Por la sonrisa que nos dedicaron los pacientes, por el hecho de saber que supimos sobreponernos a nosotros mismos, a nuestros propios miedos, a nuestras inseguridades, a ganar confianza y echar pa’lante. Por todo, regresaríamos».

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Con el dato exacto

En una pequeña sala se llevan los datos del paciente, los reportes de ingreso, las altas médicas, las solicitudes de transporte, el traslado, la alimentación y el avituallamiento, los números que se manejan en almacén para la entrega de recursos… Todo depende de lo que salga de ese local. Un número mal puesto o mal transmitido afecta muchas cosas. 

Los jóvenes en toda Cuba han sido protagonistas de la lucha contra la pandemia. Foto: Roberto Suárez

Julio César Esproceda Pérez, estadístico principal del centro de aislamiento, habla con Juventud Rebelde y mientras lo hace intenta no despegar un ojo de la computadora. En el monitor hay una aplicación informática —elaborada en la UCI— que permite llevar el flujo del paciente. El teléfono suena con insistencia, pero el médico que lo acompaña lo auxilia mientras él deja que le «robemos» un momento.

«Tratamos que las cosas funcionen como un reloj. Además, aquí a través de nosotros se hacen los listados y se planifican las posibles fechas para las pruebas de PCR. Soy el primero que conozco si una muestra da positiva o negativa cuando llaman desde los laboratorios de la capital», apunta el profesor graduado en la propia UCI.

—¿Es duro el momento en que se conoce un PCR positivo?

—Muy tenso. En ese instante uno piensa qué paciente es: si es un niño o adulto mayor; qué dirá la familia, cuántos contactos tendrá y también en cómo proteger a nuestro personal que ha interactuado con él o con esa familia en el apartamento… 

El rigor en las medidas higiénicas es clave tanto para cuidar las vidas ajenas como las suyas propias. Foto: Roberto Suárez

—Lo aprendido en la UCI, ¿ha sido útil ahora?

—El tema de la gestión de la información que adquirimos en la universidad ha sido esencial. Lo que antes nos llevaba horas buscar en un Excel o un Word, ahora lo hacemos a la distancia de dos clics, como decimos los ingenieros. Eso agiliza mucho el proceso. Pero también, más allá de una carrera como la Ingeniería Informática, tenemos una formación para la vida. 

Los jóvenes estudiantes no han dudado en asumir largas jornadas de voluntariado en centros como este. Foto: Roberto Suárez

Como decía Julio César, su labor no estaría completa si no se cuenta con quienes en cada manzana desempeñan la función de estadístico, pero de un área de salud. Eso es, justamente, lo que hacen como voluntarios Adrián Santiago Nuevo Príncipe y Javier González Vega, estudiantes de 2do. y 4to año de la universidad, respectivamente.

«Además de informatizar el proceso de estadía de un paciente, a nosotros nos toca explicarle la importancia de que estén aquí», dice Adrián, quien no nos niega que «a veces muchos llegan alterados y uno se pone tenso, pero al final logramos que comprendan todo. 

Los jóvenes en toda Cuba han sido protagonistas de la lucha contra la pandemia. Foto: Roberto Suárez

«Igualmente, debemos recoger las ropas de los pacientes. Ahí también podemos correr riesgo si alguno da positivo. Por eso cumplimos estrictamente varios protocolos. Las prendas nos la entregan los muchachos que atienden los edificios».

Javier suma otra de las labores que ellos asumen: «La de entregarle las cosas que aquí se destinan para su estancia, o si algún paciente no trae vaso o cuchara, piyama… tratamos de buscárselos». Él es de los que, igualmente, reconoce que la reacción de los internados es muy diversa. 

 

Le recomendamos además ver la Serie audiovisual «Gente Joven», que realiza JR sobre jóvenes que colaboran en Centros de aislamientos. Vea aquí los dos primeros capítulos.

 

 

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