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¿A la japonesa o a la cubana?

El fragmento que aquí presentamos pertenece al libro Las dos caras del Paraíso, recientemente publicado por Ediciones Unión. La obra reúne trabajos que documentan la presencia de comunidades de inmigrantes finlandeses, canadienses, hebreos, haitianos y japoneses en Cuba en las primeras décadas del siglo XX

Autor:

Juventud Rebelde

Jaime Sarusky (La Habana, 1931), relevante periodista y escritor. Ha publicado las novelas La búsqueda (1961), Rebelión en la octava casa (1967) y Un hombre providencial, Premio Alejo Carpentier 2001. En 2006 vio la luz su libro Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC: Una leyenda de la música cubana. En 2004 se le confirió el Premio Nacional de Literatura.

Como todo inmigrante, Mosaku Harada tampoco dejó de idealizar al país que lo acogería. En la isla de Kyushu, en Japón, donde había nacido, se decían maravillas de Cuba en la segunda década del siglo XX. Por ejemplo, que bastaba trabajar cuatro o cinco años cortando caña de azúcar para regresar a su tierra con suficiente caudal y comprarse una buena casita, montar un negocio próspero y buscarse una novia bonita; en fin, para llevar una vida feliz.

Pero Mosaku Harada de cañas solo conocía el bambú, y cuando descubrió el cañaveral, machete en mano, y aquella selva empezó a asediarlo bajo un sol que lo aplastaba todo, decidió robarse a sí mismo unos minutos para el descanso porque en realidad había llegado a Cuba contratado y solo se le pagaría por lo que produjera. Se sentó a la sombra de una yagruma con varios trozos de caña y las fue pelando una a una, después las fue triturando y chupando. Aquel jugo, que no podía imaginar tan dulce y suave, y hasta refrescante, le pareció zumo del paraíso. Ese momento no lo olvidó nunca, porque fue su primer descubrimiento de las gratas sorpresas ocultas en la naturaleza cubana.

Y de repente lo envolvió una ola de nostalgia y recordó la finquita familiar, los campos de arroz anegados, las almendras, las matas de té, las cañas bravas, de las que decía que eran «un gran producto que, además, es un alimento en Japón».

Unos paisanos le informaron que se podía ganar algún dinero en el central Jaronú. Y allá se fue, aunque no a cortar caña, sino a guataquear, que para él era distinto, menos duro. Allí sembraban, cultivaban y cosechaban hortalizas. Y volvía a recordar su terruño, donde las verduras eran platos diarios en la alimentación.

Apenas transcurrieron unos meses de su arribo cuando hasta él llegó, más que un rumor, una tentación: «Dicen que en la Isla de Pinos están sembrando mucho ají y mucho tomate y mucha berenjena y que los exportan directamente a los Estados Unidos y que se está haciendo mucho dinero».

Y hasta Isla de Pinos se fueron Harada y otros coterráneos, casi todos campesinos en Japón, que con el tiempo llegarían a establecer una próspera colonia integrada por más de trescientas personas.

Pero Harada sabía que un campesino solo, sin una mujer, nada podría hacer que valiera la pena. Su amigo y colega de labores, Julio Nakashima, le habló de su hermana, que vivía en Japón. Harada y Nakashima le escribieron al padre y así se fue gestando a distancia un compromiso que culminó con el viaje de ella a Cuba, vía Panamá, donde fue a esperarla y donde se casaron.

La pareja se instaló en la finca de Harada en Isla de Pinos. Ella lo ayudó y lo apoyó en el trabajo de la tierra y en el hogar, lavaba y planchaba y limpiaba y cocinaba para la familia, que llegó a estar compuesta por Harada, ella, su hermano Julio y doce hijos. Los mayores, nacidos en la década del 30, se criaron y se formaron según las viejas y arraigadas costumbres y tradiciones japonesas. Sin perder tiempo, en el campo con sus padres, cumplían las rígidas reglas y valores del Japón militarista, de tradiciones medievales aún presentes, y que tanto Harada como su esposa siguieron durante un buen tiempo en Cuba. Hasta el día en que los hijos más jóvenes, a diferencia de los mayores, empezaron a estudiar, se graduaban en la «escuela alta», como decía Harada al referirse a la Universidad, y se relacionaron socialmente de manera más estrecha y orgánica con la realidad cubana, lo que provocó que hicieran crisis en la familia los ancestrales fundamentos que sustentaban la vida individual y la del grupo.

Y el significado de ese proceso de mestizaje cultural, que pugnaba por revelar trazas de una nueva identidad, tuvo lugar en el instante, uno solo, en que Mamá Harada dudó. Como quería complacer a sus hijos más jóvenes, no sabía si esa vez prepararía el arroz a la japonesa, como siempre, compacto, todavía húmedo, «empelotado», como diría un cubano, o si por primera vez lo haría desgranado, seco, a la cubana. En ese momento, aunque no lo pareciera, esa madre vio en un atolladero los resquicios más íntimos de la identidad, su identidad. La prole que había engendrado, según la generación a que perteneciera cada uno, se estaba formando, a pesar de la voluntad de ella o la de su esposo, de acuerdo con modelos culturales no solo muy diversos, diferentes, sino hasta contrapuestos. Aquel conflicto que estaba encarando le provocaba una crisis difícil de sofocar: se estaba cuestionando y hasta amenazando un viejo y tradicional bastión de la cultura japonesa, y no solo culinaria.

Pero el hombre y la mujer siempre buscan o inventan una salida, se ajustan o se acomodan a la realidad. La sabiduría de los «viejos» Harada, aunque les exigió un mayor esfuerzo, consiguió contentarlos a todos llevando a la mesa familiar platos de la cocina japonesa y de la cocina cubana, sazonados fielmente según los modos que se acostumbra en uno y otro país.

Antes de conocer esta anécdota tenía mis dudas. ¿Cómo resolvía Mamá Harada el conflicto de la diversidad de gustos de sus hijos? Uno de los días que compartí con ellos en El Júcaro, le pedí a Harada que me mostrara los platos que usualmente ponían a la mesa y que me explicara cómo estaban sazonados.

El secreto consistía en encontrar la respuesta a ese «cómo», porque me revelaría hasta qué punto la cultura culinaria de la isla había impregnado a Mamá Harada. Entonces me di cuenta de que ese proceso resulta mucho más sencillo de lo que parece a simple vista, y es que, generalmente, tendemos a intelectualizar demasiado lo que después es tan transparente como el agua que corre por una piedra pulida. Digo esto porque Mamá Harada, con una modestia y una ductilidad sin paralelos, había aprendido los secretos de ciertas «especialidades» cubanas y las preparaba como cualquier criolla de cepa. No tuve necesidad de preguntarle si sabía hacer los frijoles negros dormidos. Allí estaba la fuente y allí estaban los frijoles durmiendo el rico sueño que más tarde disfrutaríamos todos —tanto los de paladares habituados a manjares japoneses como cubanos. Por supuesto que no faltó la imprescindible fuente de arroz, pero desgranado para halagar a los huéspedes y, sobre todo, satisfacer el gusto de sus hijos, ya a esas alturas, el de los más y los menos jóvenes.

Pero en la mesa había otras fuentes que despedían gratos aromas: una de coles con pedazos de carne, sin duda de inconfundible raigambre nipona, primera incógnita que pude dilucidar. Después, sin que yo lo pidiera, satisfizo mi curiosidad de esos días colocando en el centro de la mesa, como un trofeo muy deseado, la fuente con trocitos de cañabrava, masitas de pollo —que también pudieron haber sido de cerdo o de pescado— y una salsa de un sabor delicioso, único, como el propio manjar, para ser degustado por cualquier refinado paladar, japonés o cubano. ¿Resultado? Un sabio compromiso gastronómico y la confirmación, una vez más, de que en un país mestizo, como Cuba, hasta en la salsa se manifiesta la fusión cultural entre los cubanos, nativos y adoptados.

Lo que no quiere decir que siempre fuera así. Por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial, los japoneses residentes en Cuba fueron encarcelados en el Presidio Modelo, en la propia Isla de Pinos. Eran unos trescientos ochenta. Harada no olvidaba las visitas de su mujer durante los tres años que permaneció encerrado. Tenía muy vívido el recuerdo del día en que Kasano, su mujer, le llevó un ronco frito con acelga y cebollino. ¿Quién puede du-

dar de que se lo preparó como a él le gustaba, por supuesto que a la japonesa, y que seguramente en él avivaría gratas reminiscencias del hogar?

Fue mucho más que un acto de ternura, porque aquella delicia que le supo a gloria tuvo la virtud de un detonador sentimental, removió los sustratos más íntimos y sensibles, desde su infancia hasta ese momento doloroso tras las rejas. Representó como una revelación no solo redescubrir, sino también descubrir, tantos valores en aquella mujer que, en su ausencia, además de manejar el hogar, llevar adelante la finca, seguir criando a los hijos menores y buscar la forma de vestirlos y calzarlos, todavía por las noches tenía la paciencia de enseñarles el idioma japonés para que le escribieran breves cartas en ese idioma a su padre y darle esa grata sorpresa. Así empezó a ver con otra mirada los sentimientos y la capacidad amorosa de su mujer. Parece exagerado, pero así son las cosas en ciertas situaciones límite de la vida.

A pesar de la ineludible influencia de la realidad en esas vidas, y de la percepción de que resulta imposible no ceder ante sus acometidas, existen creencias, sentimientos, tradiciones, que solo podrán ser arrancados con la muerte. Y para Kasano Harada era así. Como igualmente importante era para su esposo satisfacer a sus hijos más nuevos en su reclamo de un espacio y de un tiempo para su «ser cubano». Con esos conflictos de identidad, debatiéndose entre exigencias trascendentes y la irrisoria temporalidad de lo cotidiano, tan desgarradores como propios de toda existencia, fluía indetenible la vida de la tan japonesa como tan cubana familia Harada.

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