Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

«Historias con canción» ganadoras en Concurso de Juventud Rebelde

Autor:

Jorge L. Rodríguez González

«La música es el corazón de la vida. Por ella habla el amor».   Pianista húngaro Franz Liszt

Juventud Rebelde ofrece hoy algunas de las «historias con canción» ganadoras en nuestro último concurso. Cubanos de varias generaciones cuentan sus angustias, certezas y utopías al compás de los acordes

Lo vi por primera vez y pensé: Es demasiado bueno para ser verdad. Y lo era, aunque de eso me convencí mucho más tarde. Un muchacho sensible, que amara los amaneceres y escuchara a Silvio, no era fácil de encontrar. Era mágico saberlo tan cerca y tan prohibido; y sin pretenderlo me convertí en su sombra, su mejor amiga y el sostén de su vida. Pero aún no encontraba el momento para confesar mi amor. En el fondo me sentía culpable de traicionar una amistad tan íntegra, temerosa de perderlo para siempre. Es increíble que aún yo no hubiese comprendido que el amor solo marca el momento justo.

—Tengo un regalo, pero debes adivinar qué es.

—Un libro —dije yo—. Un libro de Carilda.

—Pues no —respondió él—. Hoy me descubriré ante ti como nunca antes. Hoy cantaré para ti.

Y antes de haberlo pensado, ya tenía su guitarra en mano y tocaba los acordes de Te doy una canción. Coincidencia o no, lo importante es que acertó en su selección. «Te doy una canción si abro una puerta/ y de las sombras sales tú». Y yo salía de entre las sombras para él, completamente loca por su amor (...). «Te doy una canción cuando apareces/ el misterio del amor», y entonces revelaba mi amor ante la luz del día, (...) y comprendía la importancia de amarlo, de amar a alguien que compartía mis metas, mis sueños, mi ternura infinita por esta tierra más allá de las palabras (...).

Vivimos una historia real, donde las incomprensiones y los cambios de carácter existían, donde un instante discutíamos y luego nos buscábamos para pedir perdón. Tuvimos a Silvio y su canción como escudo contra todo intento de separación. Pero pasó el tiempo y nuestros caminos irremediablemente tomaron sendas distintas. Llegó la distancia a propiciar el olvido y nos convertimos en recuerdos.

Y hoy siento más que nunca a Silvio cerca: «como gasto papeles recordándote», y cuántas veces he escrito una nota de acercamiento que luego va a parar a mi diario sin ser nunca leída; «cómo me haces hablar en el silencio», que hasta loca parezco por contarle a su ausencia las cosas que me pasan; «y como pasa el tiempo, que de pronto son años», y ya no sé contar tanta tristeza, tanto quererlo y que él nunca regrese, y seguir detenida en medio de la vida.

Mis amigas me dicen que lo olvide, pero solo me dicen esas cosas «porque no lo conocen ni lo sienten». He tenido otros amores, pero nadie me dio la libertad que viví a su lado. «Te doy una canción y digo Patria y sigo hablando para ti»; ¿y para quién más lo haría? si solo en él encuentro esa fuerza que irradia para llenar de belleza hasta lo más vulgar. Y trato de olvidarlo, y no nombrarlo, y no pensarlo, y no necesitarlo, no escribirle ya cartas, ni poemas, me digo que si no vuelve, lo borraré de mí. Y sin embargo está, está siempre, está todo, está dentro... «y si nunca aparece no me importa: Yo le doy una canción». (Yadira Rodríguez Bolaños, Matanzas)

Guantanamera africana

Mis abuelos dejaron en mi piel una indefinible mezcla, en la que se debaten mis generaciones ancestrales, pero no solo por eso sé que África vive en mí. Desde hace algunos años, millones de sonidos acuden a mi mente trayendo recuerdos y vivencias de una parte de mi vida que compartí en Zimbabwe durante una misión médica. Sonidos que llegan, con la única y especial belleza que tienen «las voces negras» para entonarme una canción cubana.

Mi labor como profesora en una escuela de Enfermería, me permitió adentrarme en el mundo de un grupo de adolescentes con quienes compartí tristezas y alegrías. Su avidez por aprender de las costumbres cubanas y de nuestro idioma, sumados a mi mutilado inglés, constituían un juego diario, que nos comunicaba y nos unía. En el mes de noviembre, en vísperas de la graduación de la escuela, se me ocurrió que lejos de dedicar todas las canciones del coro al Evangelio, podrían intentar con una canción cubana. Entonces llegó La Guantanamera. Al principio la idea fue la de colorear la letra con aquellas tesituras adolescentes, indiscutiblemente bellas, pero el entusiasmo fue tal, que pronto quisieron descubrir lo que significaba cada verso, y mientras su pronunciación en español mejoraba, yo me esforzaba en traducir al inglés una explicación para cada estrofa. Así les hablé de Martí, y de Cuba, y del valor de la amistad y de los sentimientos más profundos, y sin saberlo iba naciendo mucho más que un coro de adolescentes que se divertían vocalizando en un casi perfecto español, una canción universal (...).

La semana antes de la presentación, decidimos musicalizarla con la ayuda de la Banda Musical de la Policía Nacional de Zimbabwe, pues todos los años colaboraban con las graduaciones. Entonces se escucharon nuevos acordes, y hasta le incorporamos nuestro típico «songorocosongo». El día del estreno, de completo uniforme, banda de música, estudiantes y profesores, hicieron que La Guantanamera estremeciera la tierra zimbabwana... El leopardo, las palmas, el amigo sincero y los versos del alma de Martí, volaron por las cobrizas praderas. Desde el otro extremo de la carpa nublada de flores, el alumnado y el claustro de la escuela aplaudían de pie, visiblemente emocionados.

(...) Desde aquel día la tonada de Joseíto Fernández tiene otro significado para mí. Me ayudó a crecer como ser humano, me trae el viento de África y el recuerdo de aquellas voces a las que los versos sencillos unieron y envolvieron en la magia que solo existe cuando nacen el amor y la amistad. (Lázara María Escobar Curbelo, Santa Clara, Villa Clara)

Giusette

Yo adoro, amo, creo en la poesía. No tengo oído musical, pero leo las canciones al escucharlas y las disfruto muchísimo. Soy fan a la canción inteligente y loca: Silvio, Sabina, Fito, Pablo, Alberto Cortez...

En mi juventud amé a Serrat y hoy lo amo más, aunque ya peino canas. (Pienso que también él las peina). De su canción A quien corresponda elegí el nombre de mi hija, que se llamaría (...) como la mamá de este hombre tan genial y tan sencillo, el nombre sería literalmente: Yuset; así lo decidí.

Mi hermano, artista plástico que me había sugerido unos nombres de la mitología griega, llegó corriendo al hospital materno el día que parí (...), y después de saber que aún no había inscrito a la niña me dijo: si no fui complacido en elegir el nombre, al menos escríbelo bien; y en una cajita de fósforos decía: «Giusette».

Giusette ya tiene 26 años y hoy es periodista. Siempre le conté la historia de su nombre, pero habíamos perdido la canción de origen.

Un día me dejó este mensaje: «Mamá: al fin encontré la canción. Mi nombre no es el de la mamá de Serrat, pudiera ser el del papá, pero tampoco. De todas formas te agradezco optar hoy por las canciones inteligentes y locas y a mi tío por tener un nombre de mujer y único. Los amo. Giusette». (Omaida García Cruz, Pueblo Nuevo, Matanzas)

El futuro se conjuga soñando

(...) Hay veces que añoro un poco de inspiración para despejar mis fantasmas, pero me doy cuenta que es cuestión de talento, de tener musas, que hay quien puede componer y que yo solo nací para escuchar. Aunque no sepa escribir pentagramas, al menos sé amar, y es tal vez por eso que «me han echado del infierno». Entonces divago un poco entre «las sombras de mi propia sombra», y pregunto: «¿A dónde huir cuando no quedan islas para naufragar?». Visito entonces la isla de los sueños perdidos, de las musas sin nombre, de los poetas sin voces, de las espinas sin rosas.

«Ahora quiero decir que la felicidad es un cuento vacío y vulgar». Me falta el talento, me ahogan las ideas, me atormentan las voces en mis oídos con «gritos de esperanza». Será porque no sé «cuánto aguanta un corazón sin el latido de creer en lo bello, en la verdad y en la esperanza de esta sed de amar».

Descubrí por artificios del destino que «el futuro se conjuga soñando, el futuro no se deja aprender»; que tal vez no pueda hacer canciones, pero puedo vivir en ellas (...). «¿Qué sería de mí si no cayera siempre, si no me equivocara ni volviera a empezar?».

Siempre llega alguien y me hace soñar lo que escribe y me fascina con su mundo, me involucra en su historia, quedo con ganas de agradecerle y decir: «De qué callada manera se me adentra usted sonriendo, como si fuera la primavera, y yo muriendo». Soñar no cuesta; amar lo que otros hacen tampoco; ir más allá de lo que piensas y pensar en lo que te quieren decir los demás es vivir la poesía de la música.

(...) «Incluso en estos tiempos, en que soy feliz de otra manera, todos los días tienen un instante en el que me jugaría la primavera por tenerte delante», cantor, poeta, mago capaz de fusionar en una alquimia de sueños, ideas y notas musicales, todo lo bueno y lo malo de tu mundo, e involucrar en él la historia de los demás. Solo te pido un favor, «no apagues el candil, o la nieve te hunde en el centro del dolor» (...). (Mirié Xochil Rivera Mirabent, Camagüey)

«Te quiero»

La música siempre ha acompañado mi larga vida. (...) En el año 1996 fui a impartir un diplomado en la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL). Allí me atendió una encantadora mujer llamada Socorro. Socorrito, además de ser funcionaria de la UANL impartía, en su casa, clases de piano para niños. Una vez me invitó a una clase y me quedé fascinada (...). En su piano, parecía transportarse y estar ofreciendo un concierto en el mejor teatro del mundo.

En esa clase me comentó que su hija se casaba en la Catedral de Monterrey, y que no quería hacer una boda corriente. (...) Me enseñó lo que había escrito la hija para leer y entregar a cada participante. Era algo sorprendente: un canto al amor de la pareja, y a la humanidad; un llamado de paz y solidaridad entre los hombres. Algo profundamente hermoso.

Entonces, le dije: «Socorro, lo primero que tiene que cambiar es la música de entrada a la Catedral». Ella se sorprendió y me preguntó: «¿No utilizar la marcha nupcial?». «Sí, que entre en la Catedral con la canción Te quiero, un bellísimo poema de Mario Benedetti musicalizado por Nacha Guevara», responde. Después de muchas dudas acogieron mi propuesta. Aquello fue verdaderamente escandaloso, pero me cuentan que desde abril de 1996, en que esto ocurrió, muchísimas veces se ha vuelto a escuchar en esa Catedral la voz de Nacha Guevara gritándole al mundo: «Te quiero en mi paraíso,/ es decir que en mi país/ la gente viva feliz/ aunque no tenga permiso» (...). (Gilda Vega Cruz, Ciudad de La Habana)

Yolanda

No había escuchado nunca tan detenidamente aquella canción. (...) En lo personal solo me gustaba oír cantar a Pablo, y de literatura únicamente sabía que era un mundo fascinante que me invitaba a entrar en él. Yolanda, ese era su nombre y el de mi profesora de Español-Literatura que aún recuerdo de los años felices del preuniversitario.

Por sus clases conocí a Kafka, Poe; pude ver que el Quijote trae consigo más verdades que locuras, y que todos en algún momento hemos luchado contra molinos de viento, pero hay que levantarse. Ella hizo que entrara en los verbos y sus tiempos, dejando como mensaje que el buen vocabulario requiere de estudio y lectura. Nos convocó a enamorarnos de un imposible junto a Julieta y Cecilia Valdés. Nos convocó, en fin, a soñar.

De su mano conocimos la inmensidad de la entrega de Ignacio y Amalia no solo por los libros; bajo su guía nos sentamos en el banco donde surgió el idilio. En la gran quinta de la familia Simoni sentimos el amor hacia el mambí y hacia Cuba. Surgió en nosotros una visión diferente, porque la profe Yolanda lo contó diferente.

También aprendimos a quererla. Junto a ella sentimos la tristeza cuando su único hijo eligió la nieve europea sobre las playas cubanas, todo por amor; quizá era el mismo amor que ella nos enseñó a cultivar en nuestro interior el que en ese instante se tornaba un bumerang para herirla donde más le dolía.

Pablo no escribió la canción para mi profesora de Español, sin embargo, ella la hizo suya y nosotros apoyamos su sueño. En diez años no la he vuelto a ver, pero creo que su huella se quedó en mí, y que Pablo canta solo para ella cuando expresa: «eternamente, Yolanda». (Eilyng Ruiz Rodríguez, Santa Cruz del Sur, Camagüey)

La canción para estar juntos

Recuerdo como si fuera hoy que me encantaba cuando pequeña una canción que ponían, llamada (o solo porque el estribillo decía) Bailemos el bin-bon. Era algo que alegraba las fiestas y bailábamos dando palmas y golpeándonos las caderas. Era de tarde y estaba en casa de unos amigos. Mis padres, mi hermana y yo, felices, disfrutando la compañía, el ambiente, la alegría de estar juntos y tenernos los unos a los otros para siempre.

Fue una tarde feliz, inolvidable e irrepetible, ya que se quedó en mi memoria para siempre, como la última vez que estuvimos juntos así de contentos y cercanos. Mirándolo ahora, al cabo de tantos años, fue la despedida que me hubiera gustado tener, como un «hasta luego», como si alguien me susurrara al oído: «guarda en tu memoria de niña de cuatro años este momento y recuerda cuán felices fuimos y cuánto los amaba».

El inexorable destino, y sobre todo la maldad de los hombres, quiso que mi padre saliera de casa para no volver jamás. Aún hoy, al escuchar esa canción (que solo la ponen en Radio Enciclopedia), sucede un déja vú y mi vida entera queda detenida para regresar nuevamente a ese momento mágico, único, que nos mantendrá unidos por siempre.

Mi padre fue víctima del sabotaje del avión de Cubana de Aviación en Barbados, en el año 1976. Dondequiera que esté, siento que está en paz, ya que somos como él hubiera deseado y hemos permanecido unidas a pesar de todo. (Marta E. González, Ciudad de La Habana)

Canción de cuna

«Que el corazón no se pase de moda,/que los otoños te doren la piel,/que cada noche sea noche de bodas,/ que no se ponga la luna de miel», Joaquín Sabina. Una luz tenue entraba por la ventana atravesando la cortina. En la cama una pareja de recién casados dormía plácidamente, ajenos al murmullo que llegaba desde la calle a esa hora de la madrugada.

El llanto de una criatura quebró el silencio que reinaba en la habitación, y un reflejo incondicionado hizo que la madre abriera los ojos, mas no pudo levantarse, su cuerpo exhausto se negaba a responderle.

Yo voy —dijo su esposo— mientras le acariciaba el brazo con especial ternura.

Con movimientos felinos se escurrió de la cama y llegó hasta la cuna donde su hijo prolongaba el concierto, ahora con más entusiasmo. Lo cargó y comprobó que el pañal estaba húmedo. Se dispuso a cambiarlo, no sin cierta dificultad, pero su inexperiencia cedió ante el empeño.

«Ya está, ahora a dormirlo otra vez», pensó mientras miraba el sillón de caoba que ocupaba una de las esquinas del cuarto. Se dejó caer sobre el viejo mueble, y al mirar a su hijo se percató de la gravedad del asunto. Increíblemente no conocía ninguna canción de cuna. Solo quedaba una salida, acudir al recurso tantas veces criticado por su esposa; así que, resignado, comenzó a susurrar:

«Arriba los pobres del mundo/ de pie los esclavos sin pan/ y gritemos todos unidos/ viva la internacional...».

Ahí estoy yo, en brazos de mi padre, creciendo con ese himno de combate, injustamente olvidado por las nuevas generaciones. Es tan bello y dice tanto que no puedo evitar la nostalgia al escucharlo. ¿Quién dice que han muerto las canciones de cuna? (René Alfonso Torres, Ciudad de La Habana)

Más de cien motivos

(...) Como toda postadolescente mis gustos por la música son inconsistentes, lo mismo bailo con Gente D’Zona, o asisto a los increíbles conciertos de Buena Fe e Interactivo, que tengo en mi MP3 cientos de canciones de Ana Belén, Serrat, Pablo. ¡De veras que entiendo a Cuqui la Mora cuando a modo de broma dice que: «¡la cultura no tiene momento fijo!». Pero creo que irremediablemente mi esencia está en las locuras del gran Sabina (...). Mi canción suya, tan sencilla para algunos e incomprendida para otros, se titula Más de cien motivos.

En este mundo terriblemente materializado, donde el celular te abre el camino a selectos grupos mononeuronales, donde las PC se transforman en amigos incondicionales y el vestuario, más que una prenda, es la única tarjeta de presentación; en este mundo, donde ya no gusta La Isla del Coco, sino Disney World, (...) en este mundo donde «La cosa está fea», pero no movemos una célula para poner «La cosa linda», y siempre achacando toda responsabilidad al «otro»; antes de que mi respiración se endurezca y mis venas se sequen, quiero aferrarme a esta canción (...), respirar los cientos de motivos que conforman nuestra historia.

Más de cien motivos nos une a lo cotidiano, a «la memoria, los amigos, trenes, risas y bares». Nos lleva a mirar nuestras manos y secar nuestra frente por el agua salada del puro metabolismo, (...) a gustar de nuestros arcaicos Chevrolet y Ladas remendados por no sé cuántas partes.

Nos aferra a Dios y a Changó; a nuestro arroz con frijoles, la yuca con mojo y el puerco asado de fin de año, al Habano, al Añejo 7 Años y la cerveza de pipa, invitados especiales en toda multitud —llámese multitud a más de dos personas que quepan en cualquier rincón.

(...) Sabina dice que «tenemos cinismo, locura, deseo (...), zapatos, orgullo, presente. (...) un techo con libros y besos. Amores que matan. Tenemos la niebla metida en los huesos, tenemos el lujo de no tener hambre. (...) ¿Qué más le podría faltar al Rey Sabina? (...).

Es besarte todos los días, acariciar tu cuerpo, tu pelo. Salir a la calle y disfrutar de «los balcones colgando de un ripio», como dice un humorista cubano, de los yabó, del vendedor de periódicos, la viejita con sus caramelos en la puerta de la iglesia y hasta de los miquis, los hippies y los repas. Sí, hagamos esto cada día, y transmitamos esta voz de sencillez a los materialistas no necesariamente dialécticos. Realmente «son más de cien motivos para no cortarse de un tajo las venas, más de cien pupilas donde vernos vivos, más de cien mentiras que valen la pena». (Dayamí Jaime Mazola, San Antonio de los Baños, La Habana)

El primer tema... de moda

Mi hija nació en los primeros años de la década del 80 del pasado siglo. Desde que estaba en el vientre solía cantarle, costumbre que mantuve al nacer. Le cantaba las nanas, rondas y canciones infantiles que recordaba; desde los clásicos conocidos como «duérmete mi niña», «la gotica de agua», «Pimpón es un muñeco», «El gatico Vinagrito» y todo el repertorio de la inefable Teresita Fernández, hasta las de la vieja y nueva trova (...).

Cuando la niña tenía apenas tres meses, descubrí que gorjeaba como si estuviera cantando junto conmigo y también cuando yo no cantaba, como pidiéndome que lo hiciera (...).

Convivía en lo que llaman «familia extendida», donde dos adolescentes a toda hora y deshora mantenían sintonizada, al tope de los decibeles, una radio que repetía hasta la saciedad la canción de moda, interpretada por una ya olvidada cantante, muy popular en esa época (...).

Tenía que permanecer prácticamente cerrada a «cal y canto» en nuestro cuarto, intentando proteger de la contaminación sonora el sistema nervioso y la tranquilidad de la criatura.

Un buen día, con poco más de un año, parada en la cuna y moviéndose rítmicamente, sentí como si estuviera cantando. Alegre e ilusionada me acerqué para poder distinguir lo que entonaba la niña, con la esperanza de conocer cuál era la canción que prefería. Para mi perplejidad, desilusión y horror (en ese preciso orden), la amada vocecita repetía en su lenguaje infantil una y otra vez el estribillo de la famosa canción de moda: «¡...Me estás haciendo heridas, heridas nada más...!». (Isabel Izquierdo Miralles, Ciudad de La Habana)

Un llamado de muy buena Fe

 «...cada amigo —como cada canción del dúo Buena Fe— es un camino de regreso a todo lo que ama en su universo...». (...) La juventud toda se iluminó para caldear aún más la noche de agosto. El público era una ola gigantesca, con una sola boca para corear sentimientos. No fue una simple canción, sino varias muy buenas, que nos recordaron a los que allí estábamos (y a nuestros padres, y a nuestros abuelos, y a nuestros hijos) que nunca es tarde para amar y que se puede vibrar en el 2000 como antes lo hicieron con Yolanda, ataviada con un Candil de nieve, a galope en El unicornio azul. Fue un llamado, de muy Buena Fe, a los sentidos.

Policías, niños pequeños, ancianos, mujeres embarazadas (quizá porque traían al concierto lo único que tenían para ofrecer, la esperanza de un mundo diferente) y hasta el duende del bache, catalejo en mano, nos pedía dejarlo entrar con su arsenal de amigos corazoneros. Agosto fue diferente entonces, mágico, único. Vibró el caimán al compás del ritmo de un dúo transformado en grupo, transformado en pueblo, transformado en universo.

Para alguien como yo, cuyos pasos nunca habían besado la plaza de los grandes momentos de esta historia, al menos nunca en magnos conciertos, esa invitación fue mi mejor regalo de cumpleaños, no importa que aún faltara un mes, porque se pueden cumplir años todos los días cuando asistimos a la realización de nuestros sueños. Vibrar, soñar, amar, cantar. Deslumbrarse con la multitud, los efectos, las luces. Pensar en nuestro gigante guía, a pocas horas de su cumpleaños, recordado también por los músicos, fue otra agradable sorpresa.

Por eso, aunque quiera, no puedo referirme a una sola canción, o en todo caso tendría un título demasiado largo, porque el concierto que ofreció Buena Fe, el martes 12 de agosto, en la Plaza de la Revolución, además de llenarme de luces los ojos, me mostró al amor de mi vida. (Helmis Michael Diéguez Hernández, Jagüey Grande, Matanzas)

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