Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Conducta que reclama y estremece

El filme de Ernesto Daranas atrae a miles de espectadores a las salas, y si bien ya puede hablarse de que estamos delante del «gran acontecimiento audiovisual del año» vale destacar además, la suerte de catarsis colectiva que provoca dondequiera que se exhibe

Autor:

Joel del Río

Ya no es noticia para nadie en Cuba: Conducta atrae a miles de espectadores a las salas, y si bien ya puede hablarse que estamos delante del «gran acontecimiento audiovisual del año», los valores de la película y la suerte de catarsis colectiva que provoca dondequiera que se exhibe, obedecen no solo a sus ostensibles virtudes de realización y puesta en escena. Asegura Enrique Colina, en un trabajo recientemente publicado en el sitio web Progreso semanal, que esta obra «convida a reflexionar sobre ese soporte ético fundamental en el que la Revolución Cubana construyó su proyecto social: la honestidad del hombre y, en consecuencia, una solidaridad humana basada en la integridad de sus principios y el respeto a su dignidad.(…) Conflicto de rescate en un entorno de naufragios aquí referido a la proyección futura de una sociedad donde se dirime la preservación de un hombre dispuesto a decir lo que piensa, a defender sus criterios y a afrontar las consecuencias de sus actos».

En escasas palabras, Colina llegó a la esencia. A la misma esencia, con otros matices, revelada por Enrique Pineda Barnet en un texto publicado en el mismo sitio web donde aparece la interrogación que demarca la excepcionalidad de la película, al preguntarse cómo es posible hacerlo «con arte, sin vulgaridad ni grosería, con inteligencia y sensibilidad, con toques fuertes al corazón y la conciencia, sin concesiones al populismo ramplón que con tanta frecuencia nos golpea? Mi percepción me responde: con talento, buen gusto y honestidad. Se trata de la película que nuestro país necesitaba. ¿La enseñanza? ¿La educación? ¿La cultura? La formación del carácter, de la dignidad, de la decencia. La tarea más urgente de la nación. Un estremecimiento, una sacudida a las conciencias. Un homenaje a los verdaderos maestros. Mi aplauso en grande, mi abrazo y gratitud».

Similar estado de arrobamiento y congratulación causa Conducta en los espectadores. Reiterados se han vuelto los aplausos y exclamaciones masivas en las salas de exhibición ante ciertas frases y situaciones definitorias de la historia de Carmela, decidida a cumplir con su deber y rescatar a Chala de la escuela de conducta, la marginación y el descarrilamiento. Sin embargo, tampoco creo que se debiera asumir el filme solamente como una reflexión sobre las virtudes y la generosidad inherentes al buen magisterio, a partir de un paradigma positivo, inspirador. Carmela tiene dos cosas claras: lo que no quiere para sus alumnos, y que la enseñanza tiene sus límites, porque está la familia, la calle, y a la salida de cualquier aula, la realidad nos está esperando. Además, está dispuesta a discutir con quien sea preciso la colocación de una estampa de la Virgen de la Caridad en el Mural de los símbolos patrios, al lado del tocororo y una frase de Martí referida a la espiritualidad. Desde luego, la controversia y el ataque de los sectarios están garantizados.

Entonces, a través de la imaginación y el talento de Ernesto Daranas, director y guionista, y de sus sagaces colaboradores, el aula y Carmela se transforman en símbolo donde el jovencísimo protagonista encuentra ideas, afecto, reconocimiento, valores, un patrimonio intangible de elevación y decoro que contrasta con el caos demoledor que habitan su casa y su barrio. En el aula, alguien le habla de la patria, y sutilmente de amistad y solidaridad con la excusa de Colmillo blanco. En la calle, lo esperan las peleas de perros, la madre alcohólica y promiscua, las apuestas y todo lo que a veces llamamos «marginalidad» en un intento peyorativo por desmarcarnos de ciertas realidades, como si quisiéramos negar la existencia de esa Cuba. Por supuesto que la película tampoco se queda en la retórica del deterioro, y en el muestreo más o menos hermoseado de la capital, ruidosa y sepia, de los solares verticales y los derrumbes, también aparece la parte linda de la realidad: niños bailando, en coros, en los hospitales, en la iglesia… aunque esta es también la ciudad del inmigrante ilegal, estigmatizado como «palestino» y hostigado por las autoridades.

El realizador y su equipo apostaron por un entramado de acciones, diálogos y personajes representativos de un entorno complejo, donde a veces resulta imposible distinguir qué es lo menos malo, por no hablar de lo correcto, completamente invisible entre la oscuridad impuesta por el instinto de supervivencia o por el imperativo de adaptarse. Mucho más se hablará —ahora y durante bastante tiempo, y ojalá que también en los medios de comunicación, porque en la calle ya está ocurriendo— sobre Conducta y sus propuestas temáticas, narrativas y sobre el sentido de cada personaje, y sobre la circularidad de una película que comienza y termina de la misma manera: con el encuentro y el saludo de maestra y alumno en medio de la calle. En ambas secuencias, de introducción y cierre, está contenido el universo de esta película excepcional, de esas que opera el milagro de conmover al espectador sin anular, a través de la emoción y la identificación, la capacidad de reflexionar sobre el entorno psicosocial y cultural descrito.

A este cronista le toca tratar de cumplir con su deber y hacer un paréntesis en el éxtasis colectivo, y tratar de razonar sobre las virtudes, que es muy fácil, y sobre los defectos de la película, con cuya sola mención es posible que me gane la ojeriza de algunos incondicionales. Hay escenas que poco añaden al conflicto principal y a los personajes que ya conocemos, mientras se echan en falta ciertas escenas necesarias, habida cuenta de la clave genérica esgrimida. Por ejemplo, la competencia de natación en el Malecón está filmada espectacularmente, y añade peripecia, pero solo prolonga innecesariamente la película y coloca un subrayado, innecesario por obvio, en el «corazón de oro» del muchacho.

Tampoco aporta demasiado al impacto de la cinta la estructura de secuencias de adelantamiento respecto al discurso final de la maestra. Tales insertos, visuales o verbales, con la sola virtud de darnos a conocer la manera de pensar de Carmela, funcionaban más en el final, cuando ocurre el desenlace, en lugar de dispersar una información, tal vez demasiado prolija, o redundante, respecto al carácter y los credos de la educadora. En cambio, para hacer más fuerte la colisión entre los principios positivos y negativos entre los cuales se mueve Chala, era preciso, creo, un enfrentamiento entre madre y maestra, en el que el espectador pudiera cotejar la posición esencial de cada una. Este enfrentamiento ocurre con Ignacio, pero la madre es la madre, ¿o no?

Luego de celebrar el dimensionado diseño de los personajes, y la calidad epigramática de los diálogos, es preciso poner en blanco y negro que estamos delante de la película cubana con mejor dirección de actores en muchos años. Para encontrar pariguales debemos remitirnos a los tiempos de gloria de Humberto Solás y Fernando Pérez. El estremecimiento que provoca Daranas se consigue gracias, también, al extraordinario o muy notable desempeño actoral de todos los participantes, sobre todo por la impecable naturalidad de los niños no actores.

El primer y espléndido triunfo está en la selección de Armando Valdés (Chala), quien sin experiencia previa es capaz de sostener y propulsar la película desde la escena inicial en que lanza una paloma al vuelo, hasta el saludo final a la maestra. Histrión nato, Valdés comunica, sin una sola nota falsa, la ira, los deseos, la rebeldía, la gracia, la ternura y absolutamente todos los matices necesarios para que el personaje llegue con una intensidad asombrosa. Y conste que el director se cuidó mucho de la puerilidad, la ñoñería, la grandilocuencia teatral o la victimización que es capaz de manipular al espectador y conmover incluso a las piedras. Queda claro que el muchacho es víctima de un entorno social y filial calamitoso, pero se trata de un niño laborioso, inteligente, asertivo, luchador, rebelde.

El personaje de Chala funciona, sobre todo, en interrelación con el de Carmela, interpretado por una de las actrices más convincentes del audiovisual y la escena en Cuba. Ellos dos constituyen la dupla perfecta: maestra y discípulo, arquetipo y aprendiz. Y Alina, al igual que Carmela, ejerce con honestidad su sabiduría y llena la pantalla con el cansancio y la derechura de Carmela, y sus ojos repletos de humanidad y agudeza. Muy pocas actrices en Cuba pueden encarnar una leyenda, una entelequia, como lo es La Maestra, y que su imagen resulte entrañable para casi todo el público, y provoque una especie de catarsis colectiva porque a todos nos activa el recuerdo de alguna maestra que alguna vez tuvimos. Alina y Daranas le han dado forma cinematográfica a un mito. Y ese es privilegio reservado a los grandes artistas.

En una película de narración clásica, con claros matices del melodrama (un género cinematográfico que unos pocos continúan apostrofando desde la connotación negativa), la relación tierna, compasiva, entre la maestra estoica y el alumno descarriado, se complementa con la presencia de varios personajes-actores capaces de complementar y tensar la línea dramática principal. De antología, la intransigencia y el esquematismo interpretados por Silvia Águila o la desintegración e impudicia verificados en pantalla por Yuliet Cruz. En el acápite de los personajes que evolucionan, que se ven abocados al imperativo de cambiar y comprender, se encuentran Marta (Miriel Cejas) e Ignacio (Armando Miguel Gómez). Ambos intérpretes manejaron con extraordinaria eficacia la mirada con el fin de transmitir el mundo interior, y la transformación de los valores, en sus respectivos personajes.

En fin, que ni quiero ni puedo asegurar el emplazamiento del filme entre las mejores películas cubanas de los últimos cinco, diez, 15 o 20 años. Solo puedo garantizar que el filme convoca a todos los cubanos, y a casi todos nos estremece, desde su propuesta humanística de salvación y ayuda, reflexión y labranza. Daranas y su equipo técnico y artístico (porque el filme es, además, ejemplo acabado de creación colectiva y confianza en los jóvenes) propone —desde la emoción y la belleza, desde la erosionada espiritualidad de sus personajes agobiados— repensar el papel de los maestros y de la escuela, en un instante en que se impone recordar que los cimientos de este país fueron diseñados por el esfuerzo y la inteligencia de los maestros, desde los tiempos de Félix Varela, José de la Luz y Caballero, Rafael María de Mendive y José Martí, hasta el año 2014, en las aulas más humildes de la Sierra Maestra o el barrio de Los Sitios.

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