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Falsos desagravios y coherencia nula

Guiados por demostrar que habían escuchado los reclamos de mayor inclusión y diversidad, y ávidos por desagraviar a la comunidad afronorteamericana, los académicos votaron en mayoría por Moonlight

Autor:

Joel del Río

Ahora que siguen llegando a Cuba, por las más diversas vías, los filmes nominados al Oscar, estamos todos en condiciones de juzgar aciertos y desaciertos de un premio que nunca, en ninguna de sus 88 entregas anteriores, ha intentado seguir algún principio, ya no de justicia, sino de mínima sensatez. Este año, como siempre, predominó el desatino por debajo de la evidente intención de ganar credibilidad e influencia. Y si antes hubo racismo, pues ahora algunos enervados se tranquilizaron gracias a la presencia de una larga lista de profesionales negros postulados y distinguidos. Con un aluvión de premios y nominaciones los académicos demostraron cuánto amaban La La Land, pero a la hora de decidir cuál era el mejor filme de 2016 optaron, incomprensiblemente, por Moonlight, galardonada solo en otros dos rubros: actor secundario (Mahershala Ali) y guion original (Barry Jenkins y Tarell Alvin McCraney).

Y aunque de votaciones y entregas incoherentes está colmada la historia del Oscar, lo curioso es que este año la inmensa mayoría de los críticos, especialistas y cinéfilos del universo agradecieron, como un acto casi de justicia divina verificada, que la estatuilla a la mejor película del año pasara de las manos del productor de La La Land (a quien se la entregaron por un error de tarjetas y presentadores) al de Moonlight. Y casi todos quedaron contentos con el resultado final, porque al parecer se estaba revalidando el rigor y el humanismo, en tanto un filme claudicaba con los códigos del musical polícromo, acaramelado y evasivo, y el segundo jugaba la carta de la corrección política y el drama realista, de modo que se implicaran los buenos sentimientos del espectador, relatando las tribulaciones del protagonista-víctima (negro, pobre, gay, madre yonqui) en un barrio marginal y conflictivo de Miami.

Aunque las circunstancias parecían marcadas para que ganara La La Land (sobre todo a partir de un récord de 14 nominaciones, en empate con All About Eve y Titanic, ambas seleccionadas como las mejores de sus respectivos años en los Oscar), a pesar de que este romance cantábile y fantasioso era el único título incluido en los cinco apartados más destacados (filme, director, actores protagónicos y guion), con todo y la sorpresa proveniente de una hermosísima producción que rinde homenaje a las tradiciones del musical de los 50 y 60, norteamericano y francés, y al mismo tiempo se acerca a la sensibilidad más contemporánea a través de ciertos códigos impuestos por el video musical, o por teleseries estilo Glee y Fama, Hollywood decidió asumir aquel antiguo prejuicio que adjudica superioridad al método del realismo, y a los temas de compromiso social, en detrimento de géneros y asuntos como el romance, lo musical y la fantasía, tradicional e injustamente considerados cuestiones fútiles, frívolas.

Guiados por demostrar que habían escuchado los reclamos de mayor inclusión y diversidad, y ávidos por desagraviar a la comunidad afronorteamericana, los académicos votaron en mayoría por Moonlight, porque tenía que triunfar una película como esa en el mismo año en que también alcanzaron aplausos prolongados, y decenas de otros premios, Fences (con la majestuosa pareja integrada por Denzel Washington y Viola Davis), Talentos ocultos (que saca a la luz el trabajo anónimo de un grupo de mujeres negras en la NASA) y Loving (la difícil y tierna historia de un matrimonio interracial en los años 50), todas ellas dirigidas, en mayor o menor medida, a visibilizar diversidades y conflictos raciales.

Y la vena antirracista se extiende a la categoría de Mejor Documental, donde tres de los cinco nominados (I Am Not Your Negro, O.J.: Made in America y The 13th) se enfocan en el análisis del racismo ancestral practicado por una parte considerable de la sociedad norteamericana. Valga decir que, a pesar de esos elementos expuestos, ni siquiera el posicionamiento contra la discriminación resultó demasiado creíble a la luz de completo olvido de la muy elogiable El nacimiento de una nación, dirigida y protagonizada por Nate Parker.

Ocurre que la presidenta de la Academia desde 2013, Cheryl Boone Isaacs, es negra y, además de tratar de ampliar los márgenes de admisión racial, se desempeña como consultora de mercadotecnia cinematográfica, de modo que trabaja con el objetivo de integrar imágenes positivas y ecuménicas al monumental negocio del entretenimiento. A tales intereses obedecen las pluralidades temáticas perceptibles en las películas de este año, un período en el cual la intelectualidad norteamericana de cualquier credo y color de piel se inclina a la declaración de principios políticos con el fin de remarcar sus posiciones ante la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. A tal punto ha llegado la polarización del contexto en favor de uno u otro filme, que en las redes sociales abundan las acusaciones de racismo, frivolidad o inconsciencia a quienes cometan los pecados mortales de encantarse con La La Land, o de quedar indiferente ante los edulcorados estereotipos sobre raza y masculinidad que inundan Moonlight.

Aparte de este conflicto, artificial, entre dos películas cuyos muy disímiles valores y logros jamás debieran vincularse a la posesión de una, dos, tres o cuatro estatuillas bañadas en oro, el Oscar quiso colocarse en un estrado tan alto de compromiso con las grandes causas, que ignoró superproducciones fantásticas y de aventuras, triunfadoras en la taquilla, y fueron desdeñadas por completo Buscando a Dory (primer lugar en taquilla), Capitán América: Civil War (tercero), La vida secreta de las mascotas (cuarto), Deadpool (sexto) y Batman vs. Superman (octavo). Además, decidieron excluir todas las películas de animación de la competencia por la mejor producción del año, pero incluyeron, en cambio, dos foráneas entre las cinco candidatas a lo más sobresaliente en animación, de modo que las muy exitosas Moana y Zootopia se vieron escoltadas por la franco-suiza My Life as a Zucchini y la franco-japonesa La tortuga roja.

Y si bien el talento extranjero se valoró con justicia en el acápite del cine animado, resultó casi ridículo el tardío, fallido acto «justiciero» de nominar (en vano) a la francesa Isabelle Huppert, luego de 40 años de brillante carrera, y por lo menos una decena de actuaciones brillantes jamás reconocidas por Hollywood. Isabelle se engalanó y asistió a la ceremonia, solo para hacer de tripas corazón y aplaudir el triunfo de la demasiado pronto consagrada Emma Stone por La La Land; en una categoría donde aparecían como favoritas Natalie Portman por k(filme histórico-biográfico sobre Jacqueline Kennedy en el momento del magnicidio de su célebre esposo), y la infaltable Meryl Streep, en su vigésima nominación, por la también biográfica Florence Foster Jenkins. En la terna de las actrices protagónicas causó justo revuelo la escandalosa ausencia de Amy Adams como mejor protagonista por La llegada o Animales nocturnos, y la reiterada «indiferencia» con Annette Bening, esta vez por 20th Century Women.

Amy Adams y Jeremy Renner, los protagonistas de La llegada.

Si de mi decisión dependiera, aunque La La Land me embelesa sin deslumbrarme, y a ratos me conmueven los pequeños milagros sobre la adversidad que verifica el protagonista de Moonlight, la mejor película del año hubiera sido La llegada, en la que se verifica el encuentro con una civilización alienígena sobre horizontes intelectuales y filosóficos, sin dejar de ser emotivos, para así potenciar la posibilidad de comprensión y concordia por encima de todo instinto guerrerista o aventurero. En La llegada no hay magia, aventuras ni extraterrestres estilizados y bondadosos; el argumento se concentra en la posibilidad de los humanos de comprender lo diferente, y de dialogar con lo desconocido a partir de un singular tratamiento de la anécdota y los personajes, la excepcionalidad de la puesta en escena, y la dirección de Denis Villeneuve.

Quizá, dentro de cinco o seis décadas todos recuerden que 2016 fue el año de La llegada, tristemente ninguneada por los académicos que prefirieron reconocer las virtudes de un musical medio trasnochado y de un drama realista supuestamente original. Nada nuevo bajo el sol de California. Cuando se busca en archivos aparece por lo menos un gran fiasco en cada década. Por solo tener en cuenta el cine sonoro, Luces de la ciudad y Frankenstein fueron ignoradas ante Cimarrón; los académicos votaron en masa por Qué verde era mi valle e intentaron borrar las luces modernistas de Citizen Kane; Cantando bajo la lluvia ni siquiera entró en la lista de nominaciones, pues prefirieron atender la vacua grandiosidad de El show más grande del mundo; el musical a la vieja usanza My fair Lady obnubiló a los votantes, al punto de la ceguera y la sordera ante los superiores méritos de Dr. Strangelove, El sirviente, A Hard Day’s Night, La pantera rosa…

Hasta fechas más recientes continuaron las barbaridades. Carrozas de fuego se entendió superior a La mujer del soldado francés, El resplandor y Body Heat; Reservoir Dogs (Quentin Tarantino), The Player (Robert Altman) y Maridos y mujeres (Woody Allen) fueron pasados por alto ante la superflua resurrección del western, vía Clint Eastwood, en Unforgiven; y hay que ser muy ingenuo para creer, a pie juntillas, que Corazón valiente o El discurso del rey superan, solo porque ganaron el Oscar principal, los logros de Sentido y sensibilidad o Winter’s Bone. Y todo ello tampoco significa que debamos desconocer al Oscar. De sus incoherencias, oportunismos y frivolidades se nutre, en parte, la industria cinematográfica más poderosa del planeta.

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