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La ética y el civismo en el deporte cubano

Atletas y entrenadores deben comprender, justo desde el momento en que comienzan a formarse, que además de pulir su talento innato necesitan moldear también su personalidad

Autor:

Raiko Martín

Con sobradas razones se escribe últimamente sobre la disciplina en el deporte cubano. Se habla de lo que no debiera pasar en el terreno, de lo que urge evitar en las gradas, pero casi nada de la responsabilidad, tanto individual como colectiva, en los hechos que de a poco, y con marcadas huellas, quitan brillo a la ganada reputación de nuestro movimiento deportivo.

Un prestigio merecido, labrado a partir de loables esfuerzos para orgullo de la nación toda. Un asombroso historial que se hace cada vez más difícil de sostener con resultados impresionantes, y al que nada bien le hace tener que lidiar con espinosos asuntos que terminan enlodando tanto sacrificio.

Como sociedad hemos apostado —y confío en que lo sigamos haciendo— a los mejores valores del ser humano en todas las esferas de la vida. Mas no siempre los resultados han sido los soñados. Educar ha sido una tarea prioritaria durante las últimas cinco décadas, pero se trata de un proceso, y como tal necesitará siempre de la constancia en todos los ámbitos para que cada ciudadano lo asuma como uno de los ejes fundamentales de su realización personal.

Nuestros atletas y entrenadores deben comprender, justo desde el momento en que comienzan a formarse, que además de pulir su talento innato necesitan moldear su personalidad. Y eso requiere de mucha disciplina y respeto por lo que se hace.

Su papel en la sociedad no descansa solamente en la capacidad de conectar largos batazos, en la fuerza con que lanzan un implemento o en la velocidad que puedan desarrollar en una pista. También dependerá del comportamiento cívico que demuestren en cada uno de sus actos dentro y fuera de los escenarios deportivos, porque —y más en los tiempos de inmediatez global— estos harán la diferencia entre la trascendencia y el rechazo.

Sin desconocer que cada quien carga por la vida con sus virtudes y defectos, ser una figura pública lleva implícito un compromiso ético y una responsabilidad ineludible. Cuando se compite, ya sea dentro o fuera del país, no solo se busca el triunfo y la gloria personal, se representan a su vez las ilusiones de millones —no pocos de ellos niños y jóvenes— que les ven como ídolos y sienten como suyos los éxitos o fracasos.

Lograr que cada uno de nuestros deportistas sea un ejemplo a seguir es un deber de muchos. Todo parte de los valores familiares que logren incorporar y de aquellos que deben inculcarles sus entrenadores. También es fundamental el trabajo formativo de la escuela, tanto como el de otras instituciones responsables de tomar las medidas necesarias, muchas veces desde posturas más proactivas que permitan minimizar actitudes nocivas y lamentables.

Es una realidad que como concepto y práctica, el riguroso cumplimiento de las normas establecidas ha imperado en nuestro movimiento deportivo. Pero no es menos cierto que en ocasiones se ha sido paternalista, indulgente y hasta irresponsable en ese sentido. Ni un historial deslumbrante, ni la genuina aspiración a un resultado destacable deben contraponerse a la necesidad de corregir lo mal hecho, de ser firmes y justos.

Cerrar filas desde todos los frentes se impone, pues solo así podremos aspirar a que nuestros deportistas sean siempre, más que estrellas, ciudadanos ejemplares en todos los terrenos de la vida.

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