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El regreso de Pocholo

Finalmente, La Güinera celebró con la presencia de su más reciente campeón olímpico

Autor:

Enio Echezábal Acosta

Luis Orta todavía está como en las nubes. El mismo muchacho que hace unas semanas se convirtió en campeón olímpico en los 60 kilogramos del estilo grecorromano, está de vuelta en La Güinera el barrio que le vio crecer desde los cinco años, cuando se mudó desde la localidad de Managua.

Han pasado más de tres meses desde que pisó su casa. La estancia fue larga en Bulgaria y luego en Japón, pero visto en perspectiva, él sabe que valió la pena estar allá, lejos de su hija recién nacida, su madre, su esposa, su hermana, y también de los socios de la cuadra, del ambiente, de los olores, los obstáculos, el calor sofocante y esas lomas cuasi perpendiculares que le ayudaron a forjarse un par de pulmones que rayan lo sobrehumano.

La demora para regresar a «la zona» ha sido más larga de lo normal. Primero fue el aislamiento protocolar tras el viaje de regreso, y luego el impuesto por la sospecha de coronavirus que puso en alerta a varios de la familia, incluida su mamá, Mileidys, trabajadora del policlínico del Capri. No obstante, el susto ha pasado y los ansiados abrazos ya están «por la libre».

Pocholo, como todo el mundo le conoce en la calle G, —una que nada tiene que ver con la celebérrima avenida del Vedado—, ahora ve cómo su casa de madera, que antes fue —literalmente— «concretando» por tramos, se expande hacia arriba gracias a la ayuda de las autoridades que reconocen su rango como uno de los mejores atletas del planeta.

Dice que ya no recuerda su derrota hace dos años en el verano limeño. Aquel día su dolor fue de todos, cuando en la zona de prensa, con el rostro enrojecido y los ojos llorosos por el enojo, no supo, porque tampoco lo intentó, buscar excusas para explicarles a los periodistas qué le había sucedido sobre colchón, en donde minutos antes su rival le remontó el combate cerca de la conclusión, y lo terminó mandando a luchar por el bronce.

Cinco años más tarde, después de doblegar a Hafizod, Emelin, Ciobanu y, finalmente, al local Fumita, su primer pensamiento estuvo muy lejos de aquellos instantes amargos. «Mi chama… fue mi chama en lo primero que pensé», suelta sin pensarlo mucho, y entonces, aunque no se vea, uno sabe que el titán ha sonreído al pensar en la criatura que duerme plácidamente adentro del hogar.

Ahí está, de pie a la salida de la casa, mientras un desfile de gente espera para felicitarlo, pedirle una foto y, de vez en cuando, atreverse a violar las distancias impuestas por el virus para darle un abrazo. Se percibe el orgullo en la cara de todos. A falta de más evidencia, oculto como está medio rostro detrás de la mascarilla, son los ojos la vía única que sirve para traducir la admiración, la alegría y los nervios de aquellos que se paran frente a este «gigante», nacido el 22 de agosto de 1994.

En medio de la improvisada celebración, que lleva cake, caldosa y música, Luis parece un poco ido. Aún luce tan concentrado como en el Makuhari Messe Hall, adonde confiesa que salió cada vez con la idea de ese que sería su último enfrentamiento. La presión no cede, ni siquiera cuando llega Osvaldo Vento, el presidente del Inder, y le propone echar una «datica» en el dominó. Seguramente su mente demorará unos días más hasta salir del Olimpo en el que todavía vive.

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