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Estamos urgidos de dejar espacio a la poesía

En una de las tantas conversaciones que sostuvo con JR, el Doctor Eusebio Leal Splenger confesó que hubiera querido ser recordado «como un hombre que tuvo una iluminación personal que le indicó no cruzarse de brazos cuando otros fueron proclives al olvido. Un hombre que defendió con denuedo la unidad de la nación, como una perla de nuestra cultura»

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Juventud Rebelde

Para quienes caminaban aquella mañana por la Plaza de Armas, en el corazón de La Habana Vieja, la sorpresa de ver a un individuo acostado en cruz sobre el suelo, desafiando las palas mecánicas, aún no ha podido borrarse de sus mentes. «¡Sobre mi cadáver!», gritaba decidido a no permitir que pavimentaran la calle de madera que habían legado a la ciudad hombres de otras épocas. Era Eusebio Leal, el protagonista de esa etapa heroica en la que se sembró la idea de la restauración.

Eusebio Leal Spengler, historiador de La Habana. Foto: Juventud Rebelde

En unos de los tantos encuentros que Leal sostuvo con Juventud Rebelde, quien una y otra vez nos hizo notar de lo «urgidos que estamos de dejar espacio a la poesía», recordó que el 5 de mayo de 1981 ocurrió un encuentro fundamental para crear una estrategia de restauración de la parte más antigua de la ciudad.

«Se acordó que la Oficina del Historiador de la Ciudad pasara a desempeñar el papel de inversionista en un proyecto que conducía la Dirección Provincial de Cultura, de cinco años, de 1981 a 1985, y que luego se prolongó hasta 1990. Esa etapa fue muy importante, de gran experiencia para nosotros, y se sentaron las bases de lo que sería después la moderna concepción de la Oficina del Historiador a partir del Decreto-Ley 143 de 1994.

«En ese mismo 1981 se declaró Monumento Nacional a las siete villas fundadas en los primeros años del siglo XVI. Fue una labor muy personal del capitán Antonio Núñez Jiménez, nuestro querido y recordado amigo, que era el presidente de la Comisión Nacional de Monumentos. Al año siguiente, se declararon el Centro Histórico y el Sistema de Fortificaciones como parte del Patrimonio de la Humanidad».

—¿Es cierto que La Habana estuvo a punto de perder su identidad?

—La Habana a fines de los años 50 era una especie de polígono en el cual se probarían esos fenómenos que ocurrieron luego en otras ciudades iberoamericanas como Bogotá, virtualmente arrasadas por la arquitectura utilitarista y pragmática, carente de belleza. El Vedado, desde el Focsa hasta el Hotel Riviera, anunciaba qué iba a pasar. El gran edificio llamado de los sarcófagos en el Malecón, que era una cosa monstruosa, es una prueba de lo que nos esperaba.

—¿Cuándo descubrió que La Habana necesitaba ser «rescatada»?

—Yo no descubrí nada. Hay una obra de predecesores de la cultura cubana que fueron muy constantes en la defensa del patrimonio material de la ciudad. En primer lugar mi maestro Emilio Roig de Leuchsenring, quien luchó incansablemente, con toda la fuerza de su prestigio, para impedir la destrucción de la Iglesia de Paula por la ampliación del ferrocarril, y del antiguo monasterio de Santo Domingo para hacer la terminal de helicópteros, y así podría decirte una lista de hechos. Además había fundado la Comisión Nacional de Monumentos, y la Junta de Etnología y Arqueología. Yo no he hecho más que continuar, modestamente, lo que él y otros hicieron antes del triunfo de la Revolución.

—Con apenas un sexto grado de escolaridad y los arrestos propios de los 25 años, usted se hizo cargo de la restauración del Palacio de los Capitanes Generales, al tiempo que rescató la Oficina del Historiador de la Ciudad. Con hálito retrospectivo, ¿qué considera fue lo más difícil?

los 16 años, incorporado a las Milicias. Foto: Archivo Histórico de la Oficina del Historiador

—Figúrate…, creo que lo más arduo fue la lucha por hacer prender una conciencia. Recuerdo cuando todo comenzó, los años en que éramos tenidos por dementes. «Está loco, pero es trabajador», decían, como consuelo piadoso, mientras yo comprendía que ese apelativo, ¡loco!, encarnaba un atributo para bautizar lo que poco a poco pudimos ir acumulando. Y desde esa época acepté como parte mía tan noble dictado.

«Porque no pierdas de vista que el sentimiento de aproximación a estos valores que hoy emergen con claridad es contemporáneo a nosotros. Por mucho que algunos precursores batallaron para crear una conciencia acerca de lo que poseíamos, se afirmaba que era pasión romántica atribuirles amplios méritos a nuestras pequeñas ciudades del ámbito caribeño. La eterna comparación con los grandes enclaves de la cultura universal, frente a los cuales lo nuestro era pírrica fantasía.

«Ese fue el punto de partida, hasta que logramos abrir las primeras salas del Museo de la Ciudad. De entonces a acá, la historia es infinita».

 

—Muchos se asombran o se espantan cuando descubren que usted debió crecerse en el camino, con su poderosa vocación autodidacta como bitácora y por encima de carencias inimaginables. Más allá de la indisciplina durante su niñez, ¿cómo evocaría aquella etapa?

—No es ocioso recordar esos días en que mi mala conducta en la escuela, hija de tantas y tantas problemáticas que padecíamos, me sacó un día del aula sin haber concluido el 5to. grado. Silvia, mi madre, preocupada por mi destino, me llevó ante don Rogelio Hevia, un asturiano generoso que era dueño de la bodega del barrio, rogándole que pusiera fundamento a mi vida.

«Yo vivía en Hospital 660, entre Valle y Jesús Peregrino, y muy cerca, en aquella dependencia, debí aprender los más modestos menesteres. Y así, de una cosa en otra, la vida fue llevándome en su curso turbulento, hasta que al fin ocurrió un acontecimiento que no me era ajeno y que provocaba el derrumbe de la antigua sociedad: el triunfo, la victoria rotunda de la Revolución, un hecho inédito en la historia de América Latina durante el siglo XX. Por vez primera un ejército revolucionario quebrantaba la columna vertebral de uno profesional, al tiempo que se proponía transformar la sociedad desde el poder.

«Convocado al acto del 26 de Julio de ese año 1959 en el parque frente a la antigua Escuela Normal para Maestros, me escucharon hablar varios dirigentes, entre ellos José Llanusa, recién nombrado Comisionado de La Habana, quien me abordó para preguntarme dónde trabajaba, y le respondí que en ninguna parte. Todos los desempeños habían sido muy humildes; pero, además, estaba absolutamente “impreparado” para asumir otros de mayor calado. Tras escucharme con atención, solo atinó a decir: “No importa. Pasa a verme el lunes”. Era agosto de 1959 cuando ingresé en el antiguo Palacio de los Capitanes Generales. Tenía apenas 16 años; en septiembre cumpliría los 17».

Luz larga hacia el futuro

—Alguien tan consagrado a la salvaguarda de nuestro patrimonio, ¿dónde se duele con más fuerza cuando atentan contra su integridad?

—Cuando se desconoce el valor del patrimonio como activo moral. Otros atesoraron y ahorraron para nosotros hasta ayer. A nosotros nos corresponde hacerlo ahora para los que han de venir mañana. Ese concepto de acumulación ha creado a la ciudad, que es una invención de las personas cuyas referencias y razones afectivas deciden plasmarlas en piedras, en espacios, en ambientes y en la vida cotidiana, en sus relaciones de amistad, en los lugares que frecuentan.

Eusebio nunca renunció a su vocación por la arqueología. Foto: Archivo Histórico de la Oficina del Historiador

—¿Cuál ha sido la premisa, lo que ha guiado sus pasos durante este tiempo ya largo?

—Reconstruir, restaurar, insuflar vida con energía, impulsar desde la Oficina una intensa acción cultural, solidaria, participativa, que fuera una especie de luz encendida en medio de un período histórico en el cual tantas han sido las urgencias y las necesidades de nuestro pueblo. Y tratamos de hacerlo con fruición y lealtad, rasgando con energía el velo decadente que caía cual pesado sudario sobre una urbe necesitada de inversiones económicas sustantivas, encabezando un proyecto descentralizado que fuera una expresión pública de la voluntad política del Estado.

—Tal vez porque usted privilegia la Poesía, ha comparado nuestra ciudad con una crisálida y exhorta sistemáticamente a sus conciudadanos a mirarla con ojos amorosos, a traspasar el velo decadente y mirar con luz larga y optimismo, mas según una frase de Miguel Barnet: «La Habana tiene zonas que nadie ha visto…».

—El deterioro, patente o intangible, opaca el valor intrínseco de esas barriadas que conforman una periferia no tan periférica, puesto que circundan y a veces se entrelazan con el propio corazón de la ciudad, con el nervio que la sostiene y engrandece.

«En lo personal, me duele cada calle o avenida que haya padecido la indolencia, el paso inexorable de los años o el deterioro, la falta de mantenimiento, el irrespeto a las regulaciones urbanísticas y, para rematar, la acción depredadora de vándalos e inescrupulosos. Muchas edificaciones elegantes, con techos de viga y losa, ya no existen en el Cerro, por ejemplo. Pero no podemos desmayar en nuestro empeño de restaurar la ciudad, palmo a palmo, y mirar con luz larga hacia el futuro».

—¿Qué cree que distingue la labor de rescate y salvaguarda que realiza la Oficina del Historiador con respecto a otras similares en el mundo?

—Quizá la gran singularidad que tiene este proceso es que el país no solamente tenga la voluntad política de hacerlo, sino que también materialice esa voluntad, dentro de las condicionantes económicas mundiales y particularmente las de Cuba.

«Nuestra labor de restauración en general sí se ha caracterizado y ha marcado diferencias con otros proyectos en el mundo por su carácter social, por la creación de puestos de trabajo y la vinculación con las necesidades urgentes de la comunidad.

«También se distingue por dedicar una parte de sus recursos —generados en el Centro Histórico, o aportados por el Estado de forma directa— para proyectos que tienen que ver con la minusvalía, la ancianidad, la discapacidad, la educación en las artes y oficios y que han motivado que la Unesco defina el proyecto de restauración del Centro Histórico como una “experiencia singular”.

«Muchos se preguntarán si esto es necesario, si es primero la industria o la poesía, el pan o la historia. Pero la realidad objetiva es que lo uno es tan necesario como lo otro. Sin ese pan de espíritu, sin esas raíces, sin esa preservación de la memoria social, nada seríamos, más que criaturas consumistas».

Solo por amor

—Tanto en Cuba como en el extranjero, se ha hecho habitual, con cierta recurrencia durante los últimos años, la entrega de múltiples reconocimientos a Eusebio Leal. El más recientemente anunciado: la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III. ¿Qué cualidades suyas intentan enaltecer tales distinciones?

—Creo que se exalta, por encima de todo, la constancia y la lealtad a una idea, a un proyecto al cual he entregado todas mis energías sin esperar nada a cambio, solo por amor. Se premia una vocación patriótica que es la base de cualquier empeño humano.

«No obstante —y créeme que no se trata de falsa modestia—, tengo la sincera impresión de no haber hecho más que cumplir con el deber y el compromiso de la juventud de mi tiempo. En el bregar cotidiano he puesto, sí, toda la fuerza, todos los recursos a mi alcance e incluso los que parecían inalcanzables. Pero no pierdo de vista que esta obra necesita de los esfuerzos y los sacrificios de todos, principalmente de esa legión casi anónima de colaboradores sin los cuales sería otra esta historia. Por lo tanto, deben interpretarse los elogios y las felicitaciones como un elogio y una felicitación a la labor de muchos, y solamente en nombre de todos, los acepto yo gustosamente, para colocarlos, con profunda y verdadera humildad, al pie de la gloriosa bandera de Cuba, como prenda de gratitud a nuestra madre amantísima, a la que todo debemos».

—Pero en vísperas del aniversario 500 usted insiste ya en girar la brújula hacia el año 501. ¿Por qué?

—Porque estaríamos absolutamente perdidos si asumimos esta solemnidad como meta y no como punto de partida. Sería irresponsable quedarnos aquí, conformarnos con los resultados que hoy exhibimos y de los cuales nos sentimos orgullosos, pero que no bastan. Han sido años de ingente labor, en espera de esta magna fecha que hoy nos convoca. Hemos llegado. Ahora lo que se impone es seguir trabajando, siempre más, siempre mejor.

—¿En esta hora de recuentos, dígame algo ajeno a su ser, o que le mortifique y le hiera?

—Bueno, la enumeración podría resultar excesiva, así que me ciño a tres conductas ante la vida que detesto: lo primero, la ingratitud. Qué mezquino aquel ser que olvide a los que una vez le tendieron la mano, o lo aconsejaron, o lo protegieron, a veces sin que lo supiera… Sería como traicionarse a uno mismo. Luego, la envidia. Hay que evitar las comparaciones estériles. Es fácil acordarse, elogiar o denostar a los que ya no están, porque no pueden defenderse; pero lo verdadero, lo extraordinario, lo grande, es admirar a nuestros contemporáneos, a los historiadores, a los artistas, los científicos, las glorias deportivas, los músicos…, tantos buenos cubanos de elevados méritos. Y lo tercero: la vanidad, a la cual hay que hacer renuncia pública, porque nada significa cuando uno está a las puertas de la vida o ante el umbral de la muerte. La vanidad no sirve, no ayuda, no construye.

—¿Cómo quisiera ser recordado mañana por sus conciudadanos, principalmente aquellos que no vivirán «su» tiempo?

—Como un hombre que tuvo una iluminación personal que le indicó no cruzarse de brazos cuando otros fueron proclives al olvido. Un hombre que defendió con denuedo la unidad de la nación, como una perla de nuestra cultura. Alguien que ni siquiera en tiempos apocalípticos renegó del componente utópico, de ese sentido tan propio del espíritu romántico, absolutamente consciente de que, como suelo decir, la mano ejecuta lo que el corazón manda.

«Un hombre que no fue ajeno a las tribulaciones más tremendas, pero que supo remontar sus debilidades y hasta extravíos. En definitiva, un cubano que fue fiel a su sueño, ese que en gran medida pudo realizar, a expensas de laceraciones y vilezas, y sacrificando su vida privada. A fuerza de voluntad, porque fundar es fácil; lo difícil es perseverar».

Eusebio Leal se empeñó en ser singular sin renunciar a ser leal. Cuando pasen los años, los habaneros y, más que eso, los cubanos, podrán susurrarles con orgullo a sus hijos lo que él mismo a los suyos cuando les hablaba de Martí: este hombre trató de dar solución a grandes enigmas y complejidades de su época, del futuro; de todos los tiempos…

Nota: Este texto se elaboró a partir de las diversas entrevistas que el Dr. Eusebio Leal le concediera a Juventud Rebelde. Fotos: Archivo Histórico de la Oficina del Historiador y Roberto Ruiz.

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