Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Frenesí

Taimazova, Idalys, Riner. Tres nombres, tres carreras, tres maneras de entender el judo

Autor:

EDUARDO GRENIER

Los pómulos de Madina Taimazova querían estallar. Rojizos, hinchados, bañados del sudor del combate, denunciaban los estragos de una lucha titánica. Y arriba, unos centímetros apenas, el ojo derecho parecía una manzana en cuanto a color y tamaño.

Otras en su lugar habrían lanzado la toalla al suelo, presas de espanto. A fin de cuentas no es lo mismo perder que perder con las huellas del combate tatuadas en la piel. Eso le da al revés un aliento a hidalguía paradójicamente placentero.

Pero Taimazova no entiende de fracasos consensuados. Habrían de arrullarla bien para convencerla de tales cosas o, en efecto, como sucedió, aprovechar su físico magullado para arreciar el dolor y obligarla a ceder.

Acudió a los servicios médicos tras caer en mítico combate. Tenía rasguños por todas partes y un dolor insoportable por cada uno de los 14 minutos con 58 segundos que haló la solapa de Maria Portela y luego durante otro tiempo considerable de Chizuro Arai.

Pero en deportes a veces el empuje cede ante el talento innato de fenómenos como la japonesa y Taimazova, ya sin fuerzas, debió batallar por el bronce olímpico de Tokio. Ya nadie le ofrecía su confianza. Estaba exhausta, arañada, adolorida, menguada en cada uno de los aspectos físicos y sicológicos que pueden menguar a un atleta.

Barbara Matic cogería «mangos bajitos». O eso creía, hasta que vio a la fiera rusa lanzada encima suya, con más hambre que antes, poniendo el porcentaje de energías que ni su propio cuerpo sabía que acumulada a merced del sueño de alcanzar el podio olímpico.

Y así ganó Taimazova, que soltó entonces por felicidad las lágrimas antes jíbaras por el sufrimiento. Medio mundo le hizo una reverencia simbólica, en clara muestra de respeto, como mismo días después muchos cedieron ante la gloriosa Idalys.

Ortiz, la cubana, buscaba escalar el Olimpo por cuarta vez consecutiva. Aunque no llevó la bandera en la jornada inaugural, la erigió luego con humildad en sus gruesos brazos, sonrisa incólume incluida, como leyenda del judo que es. Abanderada, sí, del esfuerzo y de la persistencia para tumbar a las moles ávidas de revancha que se le encararon.

Idalys, como Riner, fueron a Tokio a agrandar su leyenda. El gigantón francés, otrora intocable de los tatamis, sabe bien que ya no es el de antes. Su nombre inspira pavor, mas su judo deja falencias antes impensadas. Sin embargo, ahí estuvo. Sin miedo. ¿Cómo habría de tenerlo el gran Teddy? Su bronce coloreó el final de una carrera que les contaremos a nuestros nietos.

Taimazova, Idalys, Riner. Tres nombres, tres carreras, tres maneras de entender el judo y un factor común: el deporte como espejo de la vida y el convencimiento perenne de mirar para adelante y no rendirse jamás.

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