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La justicia toca a las puertas

Decenas de miles de asesinados y desplazados, mujeres violadas y matanzas masivas pesan en los legajos de la Fiscalía, cuando las cortes se disponen a hacer sentar en el banquillo al ex general Efraín Ríos Montt: el primer dictador centroamericano que comparecería ante un jurado. A la luz pública apenas un ápice de lo que fue una terrible política de terrorismo de Estado aupada desde Washington

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Una patrulla policial y al menos un par de soldados custodian su casa en Ciudad de Guatemala desde que, el jueves 26 de enero, la jueza Carol Patricia Flores, titular del Juzgado Primero de Alto Riesgo, considerara con lugar la acusación de la Fiscalía y, en tanto se completa el expediente y se decide la vista oral, mandara al acusado a prisión domiciliaria en atención a la edad, y previo pago de 65 000 dólares de fianza.

Sin el aire autoritario y el relativo garbo de un uniforme que en sus tiempos infundió pavor; exhibiendo las huellas ineludibles de sus 85 años, Efraín Ríos Montt, el hombre que se proclamaba como elegido de Dios cuando difundía su fe protestante al tiempo que declaraba el estado de sitio —para poder matar «legalmente», como reconoció ante la televisión—, se había presentado por sí mismo a los tribunales, en un paso que algunos de sus seguidores han querido presentar como «honesto».

Sin embargo, su reticencia a responder después que el fiscal presentara las causas —genocidio y crímenes de guerra— demuestra que no hay en él una gota de arrepentimiento. Señal de que se siente con la conciencia libre ha sido también su reiterado intento de aspirar a la presidencia una vez terminado su sangriento régimen de facto —algo que no pudo hacer pues la Constitución lo prohíbe a un golpista como él— e, incluso, el hecho de que haya fungido como diputado desde el año 2000.

Ha sido, justamente, la conclusión de su período en el escaño y su salida del Congreso el 14 de enero, con el consiguiente fin de la inmunidad parlamentaria, lo que lo empujó a las cortes.

Entre los defensores de los derechos humanos y familiares que desde hace tiempo claman por justicia para sus muertos y desaparecidos, no faltan quienes piensen que se trata de una estratagema. Pero, al fin, lo cierto es que había una querella que lo acusaba de violador de los derechos humanos desde 2001 y que entraría en vigor ipso facto cuando se le terminara la inmunidad que lo protegió de la justicia hasta hoy. Por tanto, no se descarta que el sátrapa quisiera, con el gesto, mejorar su aval.

En los apenas 16 meses de mandato que mediaron entre el golpe de Estado que encabezó en marzo de 1982 y su deposición mediante otra asonada en agosto de 1983 —que todos identifican como el período más cruento de los 36 años de guerra— Ríos Montt es acusado por el asesinato de 1 771 personas, en su mayoría indígenas de la etnia ixil; al menos 11 matanzas masivas, más de 1 400 mujeres violadas y 29 000 desplazados.

Eso es lo que obra en manos de la procuraduría, aunque investigadores como el estadounidense James D. Cockcroft, en su libro EE.UU. y América Latina: historia y política país por país, cifra en 100 000 los muertos durante ese período y en 400 los pueblos arrasados. Según narra, se aplicaba la picana eléctrica durante las torturas, y a los bebés de las mujeres mayas se les estrellaba la cabecita contra las rocas. Los militares usaron napalm y bombas de fósforo blanco.

Aunque la Fiscalía tiene dos meses, hasta marzo, para completar sus papeles y que la jueza decrete abrir paso finalmente al proceso judicial, los menos jóvenes no necesitarán ir a los textos de historia para recordar años terribles que todavía se pueden palpar, iniciados cuando la violencia desatada desde el golpe de Estado organizado por la CIA, en 1954, contra el Gobierno de Jacobo Arbenz, instauró una era de muerte que aceleró el descontento social y el surgimiento de las guerrillas, en la búsqueda de un cambio de régimen.

Fue en ese marco del denominado «conflicto civil» —iniciado en 1960 y concluido con los Acuerdos de Paz firmados en Oslo en 1996— que se aplicaron las feroces políticas contrainsurgentes asoladoras de Guatemala, así como, en esos mismos momentos, los escuadrones de la muerte y el ejército, liderados por el derechista partido ARENA, sumaban miles de víctimas entre la población de El Salvador.

Para los años 80, cuando más feroz se tornó la represión en Centroamérica, el punto del colimador estaba enfocado en la Nicaragua sandinista. El temor de EE.UU. —dirigido en la época por Ronald Reagan— a que se extendiera por el istmo el ejemplo de la Revolución rojinegra que en 1979 desbancó con las armas a la dinastía Somoza, hizo que la administración republicana concentrara su poder en la «pacificación» centroamericana.

Así nacieron los llamados «contras» que pusieron en jaque al FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional) en Nicaragua, mientras a los regímenes guatemalteco y salvadoreño no solo se les dejaba hacer…

No están todos los que son

Una mirada atrás permitiría, pues, preguntarse si es Ríos Montt el único que merece estar en el banquillo.

La política conocida como tierra arrasada —el exterminio en las zonas rurales y, principalmente, en las montañas, llegando al incendio de las áreas— ya era un hecho cuando el general se arrogó el poder. Sin embargo, él llevó esa práctica a límites insospechados y le sumó otros métodos represivos como las denominadas Patrullas de Autodefensa Civil: una suerte de servicio militar al que el ejército, mediante amenazas, obligaba a ingresar a los jóvenes, para convertirlos en carne de cañón contra su propia gente.

Las denominadas aldeas modelo o polos de desarrollo, donde eran reconcentrados los campesinos e indígenas que tenían la suerte de no perder la vida, también formaron parte de un quehacer contra la insurgencia que Ríos Montt enfatizó. Observadores que opinan desde la propia Guatemala aseguran que su período fue el más terrible de esos años. Pero no lo hizo solo.

La extinción de la base social de la guerrilla era el objetivo de aquella política que contó con el respaldo militar de Israel —desde hacía algunos años, uno de los principales abastecedores de armas en Centroamérica— y, por supuesto, de Estados Unidos.

A pesar de que un informe emitido durante la presidencia de Jimmy Carter en 1977 señaló las violaciones de los derechos humanos en Guatemala, y el acuerdo del Congreso de embargar la entrega de armas a ese país, estas siguieron llegando.

Primero fue de manera solapada con los programas de ayuda de la USAID (Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional), que contenían la entrega de alimentos utilizados por el ejército guatemalteco para comprar a los habitantes del campo quienes, si se resistían, eran muertos. Así se instauró el método conocido popularmente como Frijoles o balas: un modo de forzar a los civiles a la delación de los guerrilleros, que igual halló su clímax durante el régimen de Ríos Montt.

Pero también se entregó armamento de manera descarnada. A tenor con lo establecido por Cockcroft, una licencia expedida durante el último mandato de Carter aprobó entonces el envío a Guatemala de 23 aviones armados que se usaron en las matanzas, y por los menos dos oficiales estadounidenses entrenaron en métodos contrainsurgentes a sus colegas guatemaltecos.

Hasta las reservas de la CIA para contingencias fueron utilizadas para apoyar la contrainsurgencia en esa nación, cuando en marzo de 1981 la ayuda militar ascendió de 19 millones y medio a 22 millones de dólares.

A pesar de que el mismísimo Elliot Abrams, en 1983 subsecretario de Estado para derechos humanos, reconoció que la contrainsurgencia guatemalteca era una guerra contra el pueblo, Reagan, quien a la sazón acababa de sostener una reunión con Ríos Montt, desdijo a su funcionario al afirmar que el régimen guatemalteco había sido censurado «erróneamente», y que se había ganado el derecho a recibir ayuda militar.

La participación indirecta de EE.UU. en esta otra guerra de baja intensidad fue reconocida incluso en el cauto informe emitido en 1999 por la llamada Comisión para el esclarecimiento histórico, verdad y justicia: un documento sin carácter vinculante que no podía mencionar nombres y que, como luego en otras dictaduras, solo pretendió establecer la verdad sin exigir justicia.

Aunque no menciona otras maneras de respaldo, el texto asevera que la «política anticomunista» promovida por los EE.UU. en este caso se concretó en el plano militar mediante asistencia destinada a reforzar los aparatos de inteligencia y entrenar a la oficialidad.

EE.UU. —asegura Jan-Michael Simons, un experto que analizó el informe y su trabajo— era consciente de las matanzas y otras atrocidades y no hicieron nada para detenerlo, como prueba un cable desclasificado de la CIA donde se reconocía que «la creencia bien documentada del ejército de que la población indígena ixil en su totalidad está a favor del EGP (Ejército Guerrillero de los Pobres) ha creado una situación en la que se puede esperar que el ejército actuará sin piedad, de igual forma, entre combatientes y no combatientes».

Pero aun el informe dice más cuando asegura que el concepto de seguridad nacional promovido por EE.UU. fue factor clave para la comisión de las «infracciones» por el Estado guatemalteco en el período de 1960 a 1996, y que el documento cifra en 54 000 las violaciones al orden jurídico de las que fueron víctimas 42 275 personas.

La mayoría eran indígenas mayas de la etnia ixil, por lo que el documento no vacila en hablar de un genocidio aupado por el sentimiento racista entronizado en la sociedad.

Lástima que en esos momentos no estuvieran en boga las preocupaciones que proclaman hoy las potencias encabezadas por los propios EE.UU., frente a situaciones internas como las alegadas en Libia para justificar la guerra, y las que se manipulan en busca de argumentos para emprenderla contra Bashar al-Assad en Siria.

¿No sabía?

Como los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles, no importa que hayan transcurrido 15 años desde el fin de la guerra ni que Ríos Montt, como argüirá la defensa, alegue que no sabía lo que ocurría bajo su mando.

Sin embargo, nadie duda de que la entrada en vigor del juicio sea un proceso complejo que pudiera estar mediado por la influencia del ex militar que acaba de tomar el poder tras las recientes elecciones guatemaltecas.

Hombre que apoyó el golpe de Ríos Montt aunque algunos le adjudican como mérito el haber propiciado después, en 1985, la firma de una nueva Constitución, el presidente Otto Pérez Molina ha adelantado que respetará «lo que puedan decir las cortes y los tribunales», pero discrepa de que en su país hubiera genocidio o exterminio por razón de raza. Según el mandatario, el órgano judicial debe buscar la reconciliación, una exhortación que los implicados pudieran entender: no quiere castigo.

La justicia, en efecto, ha tocado a las puertas de Guatemala. Ahora falta que se las abran.

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