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Los cerros abiertos

Mientras la metrópolis moderna reposa en el valle, una ciudad circundante —perenne denuncia de viejas políticas del capitalismo— lucha y palpita en las colinas, desde hace décadas, por una Caracas mejor

Autor:

Enrique Milanés León

Quien ande en las noches de Caracas verá que los cerros parecen, por sus lucecitas sin fin, gigantescos trasatlánticos encallados al borde de las lomas. Y si en los días recorre las atestadas avenidas y atraviesa, por ejemplo, el túnel La Planicie, recordará a Alicia, la niña del cuento que, persiguiendo un conejo blanco, se adentró por un agujero que la llevó a otro mundo. Absorto en la vía, nadie puede sospechar que, al salir, se le encimará desde todo el horizonte el abanico rojizo que muestra el precario caserío de los cerros con una fuerza visual impresionante. 

Contrario a otras urbes del mundo en las cuales las colinas son patrimonio de los ricos, que instalan en ellas sus mansiones, en Caracas tales espacios fueron tomados por los humildes en franca lucha contra la ley, el orden y hasta la naturaleza.

Todo comenzó en los años 60 del siglo pasado, cuando el boom petrolero atrajo a un aluvión de campesinos, llevó al crecimiento anárquico de la urbe y dislocó el equilibrio con las zonas rurales, lo que aún se refleja en la canasta alimentaria. Mientras la metrópolis moderna reposa en el valle, esta especie de ciudad circundante —perenne denuncia de viejas políticas del capitalismo— lucha y palpita, no en las alturas sociales, sino en las cumbres geográficas.

Si se hacen a mano, los milagros toman tiempo. La Revolución ha mejorado la situación de estos barrios, pero la herencia social que Hugo Chávez recibió en ellos fue encimadas casas de cartón, planchas viejas, madera recuperada, familias a la deriva, tensiones… Aun desnudo, el ladrillo ha sido un avance, como la ampliación de las redes de servicio y los médicos y maestros que no temen al «estigma» ni a las empinadas callejuelas para ascender al alma sufrida de las personas… pero se busca más.

La Revolución busca más que el dictador Marcos Pérez Jiménez (1952-1958), quien frente al problema se propuso un Nuevo Ideal Nacional que quedó en eso, en la idea, porque el capitalismo es muy bueno construyendo, pero un nefasto repartidor.

Ya en 1953, más de 300 000 caraqueños se apilaban en tales ranchos. Años después, cuando el jovencísimo Hugo Chávez conoció Caracas, se impresionó sobremanera porque no la imaginaba así, «literalmente cercada por un gigantesco cinturón de miseria derramándose por las colinas».

Alí Primera dejó el retrato en una canción: «La verdad de Venezuela no se ve en el Country Club, la verdad se ve en los cerros, con su gente y su inquietud».

En barrios que parecen balancearse tras la verticalidad de hermosos edificios, el socialismo ha encontrado apoyo, al punto de que en los días del paro petrolero y el golpe de Estado de 2002 una frase bajó las lomas: «Con hambre y sin empleo, con Chávez me resteo». El 12 de aquel abril salió un clamor de los cerros: «Chávez no ha renunciado, Chávez está secuestrado», que llevó a los pobres a la calle y luego, victoriosos, les permitió cambiar a otra consigna: «Volvió, volvió, el Comandante volvió».

Es lo que no entiende la derecha, que ha fracasado en sus intentos de restarle bases al chavismo y estimula que «bajen los cerros» a generar contra Maduro un estallido como el del Caracazo, de 1989, sin percatarse de que los humildes no cuentan con mejor amigo que la Revolución. Después de 1999, los cerros solo «bajaron» dos veces: para encumbrar y para llorar a Chávez, nunca para derribarlo.

Tras el infausto marzo de 2013, cierta prensa del menosprecio apuntó con ironía que Chávez descansa en 23 de Enero, «el barrio más peligroso de Caracas». La gente de aquellos cerros piensa distinto: dicen que él llegó a cuidarlos. Como en los días en que dieron su golpe al golpe, muchos repiten ahora: «Volvió, volvió, el Comandante volvió».

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