En la cercada franja de Gaza, cada viernes miles de hombres y mujeres palestinos, en su mayoría jóvenes y hasta menores que siguen a sus padres, alzan los puños y sus banderas en demanda del derecho al retorno. Autor: Palestina Libre Publicado: 25/05/2019 | 10:45 pm
A veces algunas personas se me acercan y me preguntan si no me canso de hablar sobre lo mismo, al referirse a los incontables reportajes, artículos y comentarios que he venido escribiendo a lo largo de los últimos 40 años sobre «los palestinos». No, en verdad no, respondo.
Al contrario, con el paso del tiempo me interesé cada vez más por conocer las verdaderas causas de la tragedia de un pueblo pacífico y laborioso expulsado de la tierra donde vivieron sus más remotos antepasados, durante más de 2 000 años, despojado de todos los derechos humanos, empezando por el de una identidad propia.
Las matanzas y operaciones de terror para expulsarlos de sus pueblos y residencias, una verdadera operación de limpieza étnica, se desarrolló a partir del 14 de mayo de 1948, como fase final de un movimiento político llamado sionismo, surgido en Europa a finales del siglo XIX, que emprendió la prédica del establecimiento de un estado judío en Palestina, el cual pasó al control británico como un protectorado colonial tras la derrota del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial
En 1948 fueron expulsados miles de palestinos de sus tierras. Foto: Palestina Soberana
Lo que en su momento, a fines del siglo XIX, los líderes sionistas presentaron como un movimiento político de inspiración confesional, para redimir a las minoritarias comunidades judías que sufrían vejámenes y limitaciones en el seno de las naciones europeas, regidas por gobiernos autocráticos y racistas, terminó por materializar uno de los más criminales proyectos imperiales del siglo XX.
La partición de Palestina, decidida en Naciones Unidas sin tomar en cuenta la voluntad expresa de sus moradores, para facilitar la creación de Israel, como un modo de expurgar los graves crímenes del fascismo alemán contra el pueblo judío, trajo como resultado una injusticia mayor, que se extiende y profundiza cada vez más.
Las celebraciones por estos días de los festejos por el aniversario 71 del establecimiento del Estado de Israel, marcan con sangre y fuego de metralla el asesinato de otros cientos de hombres y mujeres palestinos, así como las heridas de bala a miles de residentes en la franja de Gaza, territorio cercado y bloqueado por aire, mar y tierra, considerada la mayor prisión a cielo abierto del mundo, donde más de dos millones de seres humanos viven encerrados, víctimas de una violencia racial fascista.
Más de 700 000 palestinos fueron expulsados de sus tierras y viviendas tras la creación del Estado de Israel en 1948, al día siguiente de su proclamación. Por eso el 15 de mayo se conmemora en Palestina el Día de la Nakba, palabra que encierra un significado mayor que tragedia y engloba sufrimiento, despojo de dignidad, personalidad propia, futuro.
Cuando en 1978 conocí a los primeros líderes palestinos con los que tuve contacto, en el campo de refugiados de Shatila, en Beirut, compartiendo una taza de té sentados en el arenoso suelo, rodeado de tiendas de lona y casuchas de madera con techos de zinc, sentí vibrar en sus relatos la pasión de quienes tienen un sueño, una motivación para entregar sus vidas.
Las razones estaban al alcance de nuestra vista, a nuestro alrededor, donde niñas y niños de ojos inmensos, nos miraban curiosos, reían y volvían a sus correrías sin reparar en una miseria impuesta.
A partir de aquel momento conocí muchos otros campos de refugiados en el sur libanés: Bourj Barajne, a corta distancia de Israel, donde a menudo era bombardeado por la aviación sionista; en el norte, en las proximidades de Trípoli, en el propio Beirut, en Sabra, escenario junto con Shatila de una de las más atroces masacres cometidas contra una población civil indefensa después de la entrada del ejército israelí en esa zona, tras 90 días de fiera resistencia en el verano de 1982.
El Gobierno israelí, con el apoyo financiero, diplomático y militar de Estados Unidos, consiguió proseguir el exterminio de miles de palestinos y sus principales líderes, mediante atentados terroristas, encarcelamientos y anulación de derechos. La farsa de las negociaciones de paz, de una autonomía limitada, a cambio del reconocimiento de Israel, solo ha servido para enrejar a la población palestina de Cisjordania, proseguir la expropiación de sus tierras y alejar la noción de un Estado propio, libre y soberano.
En la actualidad hay registradas más de 5,2 millones de personas palestinas refugiadas; la gran mayoría vive en Jordania, Líbano, Siria y los Territorios Ocupados. Israel no reconoce la facultad legal que les otorga el derecho internacional a regresar a los hogares donde vivían —ellas o sus familias— en Israel o en Cisjordania y Jerusalén. Tampoco han recibido jamás indemnización por la pérdida de sus tierras y bienes.
En la cercada franja de Gaza, cada viernes miles de hombres y mujeres palestinos, en su mayoría jóvenes y hasta menores que siguen a sus padres, alzan los puños y sus banderas en demanda del derecho al retorno. Puede que lancen algunas piedras a los soldados israelíes apostados al otro lado de la cerca, desde donde, con toda impunidad, abren fuego, matan, hieren y mutilan. Siembran el terror.
Intentan lo imposible por borrar del mapa del Oriente Medio a Palestina, exterminar a su gente, desaparecer sus esperanzas.
¿Cómo sentirse cansado de reportar el combate de un pueblo que reafirma su identidad escribiendo con sangre su nombre sobre la tierra que lo vio nacer y está dispuesto a morir?