Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cubanos, sin paredes entre las almas

Dentro y fuera de su tierra, José Martí se dedicó a unir y conducir el bando de los buenos no solo dispuestos a morir, sino también a trabajar, de cara al sol

Autor:

Enrique Milanés León

Cuentan que un cubano llegó un día a Nueva York y, sin calentarse tras la marinera brisa del camino, no preguntó dónde se comía ni se dormía, sino cómo se iba a hablar con sus hermanos. Esta variación de su relato Tres héroes describiría perfectamente la urgencia con que, tras su arribo a la Gran Manzana el 3 de enero de 1880, procedente de Francia, José Martí se ocupó de contactar con la emigración de su patria y de leer ante ella, 21 días después, en Steck Hall, un discurso que aún emociona, une y moviliza.

Muy pocos emigrados conocían a aquel habanero de 26 años, pero fueron al número 11 de la calle 14, cerca de la University Place, a escuchar, más que a un hombre, a una nación. Después de oírla a ella en sus palabras, no tenían —como 15 años más tarde le pasara, en Dos Ríos, al jovencísimo Ángel de la Guardia Bello— más camino que seguirlo.

Desde ese día, en que llamó a los emigrados a juntarse en una revolución no de la cólera, sino de la reflexión, Martí comenzó a tejer, hombre a hombre y criterio a criterio, su liderazgo en una masa que, al otro lado del Morro, seguía amando su tierra y entendía que el sendero de la libertad y el progreso se construía en concordia y trabajo con los compatriotas que, cual la primera escolta del faro, velaban los dolores del archipiélago.

Miles de abrazos después, en noviembre de 1891, el guía, ya consolidado, hizo dos discursos —Con todos y para el bien de todos y Los pinos nuevos— que parecen uno porque llamaban, desde lo geográfico y lo temporal, a una misma divisa patriótica: la unidad.

Invitado a Tampa por los tabaqueros, Martí les dijo el día 26, en el Liceo Cubano, que la patria debe ser el altar al que ofrendemos nuestras vidas y no el pedestal sobre el que levantarnos, una frase todo exigencia que solo podía pronunciar ante aquellos sacrificados emigrados una persona que los convocaba desde la verdad y el ejemplo: «Yo traigo la estrella, y traigo la paloma en mi corazón», confesó el Maestro.

Fue ahí donde nos reveló a todos —incluso a los millones de discípulos que aún no habíamos llegado a la vida— su «bien preferido» para la patria: «… que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre». Allí también alumbraba el camino para conseguirlo, que no es otro que el acercamiento respetuoso y respetable: «¡Unámonos, ante todo, en esta fe; juntemos las manos, en prenda de esa decisión, donde todos las vean, y donde no se olvida sin castigo; cerrémosle el paso a la república que no venga preparada por medios dignos del decoro del hombre, para el bien y la prosperidad de todos los cubanos!».

¡De todos los cubanos…! Emigrado él mismo, José Martí no aceptaba paredes entre las almas. Dentro y fuera de su tierra halló patriotas y traidores, hermanos y enemigos, noblezas y bajezas… de modo que se dedicó a unir y conducir, allá y aquí, el bando de los buenos no solo dispuestos a morir, sino también a trabajar, sencilla y naturalmente, de cara al sol.

En Tampa, rodeado de ellos y evocando raíces, hizo un retrato que mantiene intacta la intensidad de sus colores: «Se dice cubano, y una dulzura como de suave hermandad se esparce por nuestras entrañas, y se abre sola la caja de nuestros ahorros, y nos apretamos para hacer un puesto más en la mesa, y echa las alas el corazón enamorado para amparar al que nació en la misma tierra que nosotros, aunque el pecado lo trastorne, o la ignorancia lo extravíe, o la ira lo enfurezca…!». 

Iguales desvelos mostró en el discurso a propósito de los 20 años del crimen colonialista del 27 de noviembre de 1871. Dueño y esclavo de la palabra, Martí convocó a erguirse, con esa pasión deslumbrante, a pinos nuevos que también incluían a viejos patriotas, troncos asentados y ramas nacidas fuera de los cálidos paisajes cubanos.

Así, el patriota elocuente levantó, junto a curtidos generales, a lacónicos obreros y a jóvenes entusiastas, un movimiento poderoso que en Tampa, Cayo Hueso, Ybor City, Jacksonville… era auténticamente cubano. No pudieron pararlo el espionaje español ni el taimado cálculo estadounidense porque llevaba en sus entrañas esa dulzura de suave hermandad contra la que todavía se estrellan el odio y la trampa.

Desde cualquier punto del planeta Cuba fue y es un país digno de amar, más por la limpia entrega de sus mejores hijos que por sus bellezas naturales. Si el mundo nos respeta, no es por las postales; es obra en primer lugar de nuestros muertos.

«Estamos unidos —por Cuba— en Estados Unidos», se me antoja la frase mejor que pudieran construir nuestros compatriotas en aquella nación que ya para la década de 1820 registraba más de un millar de cubanos. Un texto del periodista Andrés Gómez, director de la revista Areíto, sugiere que 50 años más tarde la cifra se acercaba a las 12 000 personas y agrega que en 2015 unos                  2 116 000 cubanos vivían en ese país.

Como si estuviera atento a los ecos profundos de Martí, lo mejor de esa comunidad mantiene lazos con Cuba. En 1977, durante el primer viaje a Cuba de una organización de emigrados, 55 jóvenes de la Brigada Antonio Maceo hicieron —y recibieron— historia al dialogar con Fidel, quien invitó a intercambiar a la emigración cubana.

Hubo un diálogo en 1978 y conferencias La nación y la emigración en 1994, 1995 y 2014. Del 8 al 10 de abril se desarrollará la IV Conferencia, espacio para el encuentro entre cubanos que, residiendo en cualquier parte, aman a Cuba y no aceptan que sea bloqueada.

¿Por qué ese empeño en seguir acompañándonos cuando partieron a cobijarse bajo otros cielos? Porque, en vez de sobre mangle y tierra vulgares, este archipiélago se empina en raíces de grandezas y ese es un legado al que pocos suelen renunciar. Solo dan la espalda a esta cuna larga y guerrera como jíbaro caimán esos casos raros de accidentes terreno-obstétricos que conocieron la luz en la patria equivocada; el resto, podría morir por su suelo aunque ya no viva en él.

Habrá, por supuesto, credenciales y programas, pero hablar de Cuba, entre cubanos, es fortuna cotidiana. Para hacerlo, no hay mejor pasaporte que aquel rojísimo que un día, en Tampa, llevara José Martí a los emigrados mientras, como si nada,  mostraba a su público la ruta del bien de todos: una estrella y una paloma, en medio del corazón.

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