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Almagro y la OEA: la degradación desciende otro peldaño

Las tradicionales malas artes de la Organización de Estados Americanos, de nuevo enfiladas contra Cuba, responden a un asunto genético

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Solo en un ambiente tan sórdido y de derrumbe ético como el que genera a su alrededor la administración del egoísta e ignorante Donald Trump, podía acontecer la desgracia que ha acaecido sobre los ciudadanos dignos del hemisferio que aún creen en la Organización de Estados Americanos (OEA): la reelección de Luis Almagro, recientemente, como secretario general de la organización, un hecho consecuente con la estirpe y el estilo de su mánager.

No es esta una reacción a destiempo. Había poco que agregar luego de conocerse la permanencia de Almagro en el cargo, por votación dividida y en medio una pandemia que sirvió para prohibir la presencia de la totalidad de los cancilleres que debieron estar en la sala incluyendo a la ecuatoriana María Fernanda Espinosa, una contrincante de rigor a la que le sobraba aval para imponérsele; sobre todo, luego de su fructífera y transparente gestión al frente de la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas.

Si resulta menester volver ahora sobre la figura de un hombre tan poco inteligente y creativo que repite a pie juntillas lo que le dicta Trump, es por la incrementada vacuidad de sus palabras, como corresponde a su decadencia. Tales cualidades desacreditan, por sí mismas, toda la bazofia que habla.

Sin embargo, la palabrería reiterada y hueca de Almagro tiene un sentido: manipular la opinión pública internacional y servir de bandera y peldaño a las causas injustas que, con fervor penetrado por el deseo de reelección, emprenden Trump y sus personeros. Solo por eso —y no es poca cosa— hay que tomarse el trabajo, y sufrir el revolcón de estómago de desmentirle.

Almagro es un miembro segundón de aquel equipo y si se le ha mantenido en él es, precisamente, por esa carencia de luz en la materia gris que le permite, sin pensar por sí, seguir emulando entre quienes más acusaciones falsas vierten en torno a los «rincones oscuros» de que habría hablado, en este caso, el expresidente George W. Bush, un hombre de tantos parecidos con el primer mandatario republicano que le sucede.

Cuba, un país al que Almagro conoció cuando todavía era un miembro digno del uruguayo Frente Amplio —que le expulsó de sus filas por traidor— constituye una piececita en el centro del colimador electoralista de Trump y, por tanto, está también en la agenda de Almagro.

Hay que recaudar votos en Florida. De ahí la repetición de «señalamientos» viciados que datan de los años 60 del pasado siglo, y que ahora repiten como papagayos quienes no tienen argumentos contra Cuba.

En esta nueva oleada, los primeros en poner en práctica el desatino más allá de territorio estadounidense fueron personajes como Jair Bolsonaro, el insolentemente ignaro presidente de Brasil, y luego la rubia oxigenada (seguro para distanciarse de la raíz indígena de todo su pueblo) de la usurpadora boliviana, Jeanine Áñez…

La escasa estatura política, cívica, académica y moral de estos y otros voceros del discurso anticubano apuntado desde Washington, incluyendo a Almagro, ilustra aún más la falsedad de parlamentos y términos copiados desde antaño («dictadura», por ejemplo), aderezados con otras dobleces de nueva factura, como la satanización de la voluntariedad y el altruismo que asiste a la inmensa mayoría de nuestros médicos internacionalistas, más allá de lo que su servicio, cuando las ocasiones lo permiten, pueda representar de ingresos a un país bloqueado como el cubano o, incluso, a esos propios galenos.

Desde el lejano Pakistán, asolado en su momento por un terremoto, hasta la pobrísima Haití, decenas de naciones han gozado de la atención médica cubana sin tener nada que dar, y sin tener que dar algo a cambio. Pero eso no se dice por quienes hace tiempo estrenaron la manipulación mediática como guerra no declarada aunque tampoco silenciosa.

Los propósitos no están solo en la agresión que intenta lacerar moralmente la imagen de Cuba. También van a la caza de «clasificaciones» y listados que permitan, si ello fuera posible, seguir apretando las clavijas contra la Isla mediante medidas punitivas inmerecidas e impensadas, y cuyo efecto innegable ocultan y desconocen esos personeros.

Ahí está, durante esta propia semana, la inclusión de Cuba en la relación estadounidense de países que supuestamente no ayudan en la lucha contra el terrorismo, una nominación acuñada apenas 24 horas después de que La Habana denunciara el silencio y la inacción del ejecutivo de Estados Unidos, en torno al ataque terrorista sufrido en Washington por la Embajada de Cuba.

Ese no decir, ese no saber ante la avalancha de pruebas y contactos que ofrecieron las autoridades cubanas al Departamento de Estado y la Casa Blanca, no solo los anota como cómplices, además, estimula que la espiral agresiva provocada por sus propios ataques a la Isla, siga in crescendo.

En medio de tal paisaje, Almagro, como el peor jinete del Apocalipsis, se ha trepado como puede al caballo de malas batallas que ha enjaezado, como si fuera nuevo, la Casa Blanca.

Para eso fue hecha

En contrapartida con tanta falsa acusación vocinglera, el absoluto silencio y la total inacción de la Organización de Estados Americanos en relación con el mal que amenaza hoy a la región y al mundo —el coronavirus— e, incluso, acerca del ametrallamiento por uno que no es precisamente orate a la legación diplomática cubana, vuelve a mostrar a la OEA como lo que es y ha sido: instrumento de dominación de Estados Unidos que, lejos de disuadir posibles entuertos que amenacen la paz regional, los calienta.

Hay que reconocer que la organización es fiel a los preceptos que rodearon su nacimiento. Y es menester comprobar que, pasado el momento de los Gobiernos progresistas que la obligaron a un desagravio por la injusta expulsión de Cuba en 1962, deba darse la razón a los mismos cubanos que nunca hemos querido hasta hoy volver, y al presidente ecuatoriano Rafael Correa, uno de quienes con más insistencia advirtió, en aquellos días de la disculpa en 2009, que la OEA, igual, no servía.

Nacida en 1948 bajo el influjo de la política de América para los americanos, promulgada desde 1823 como sustento de la reverdecida Doctrina Monroe, la Organización de Estados Americanos fue el corolario de los esfuerzos de Estados Unidos por crear un sistema político regional afín a tales prédicas que fuera, de algún modo, herramienta preferencial para la concreción de su imperial anhelo.

Aunque los preceptos de su Carta fundacional hablan de «lograr un orden de paz y de justicia» entre los Estados americanos, «fomentar su solidaridad, robustecer su colaboración y defender su soberanía, su integridad territorial y su independencia», la OEA ha sido la mampara tras la cual mal se han justificado decenas de actos injerencistas o francamente intervencionistas de Estados Unidos, así como los suyos propios, visibles en cientos de declaraciones, supervisiones y edictos del mismo corte emitidos a lo largo de la segunda mitad del pasado siglo, y los 20 años de este que aún comienza.

Que Almagro se sume ahora a la comparsa de ofensas y acusaciones contra Cuba que arrolla por las avenidas de Florida y Washington, es un más de lo mismo que sigue hundiendo a la OEA en lo más burdo y abyecto.

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