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La brújula de papel

Autor:

Juventud Rebelde

Un ómnibus apedreado y con los cristales rotos. Recipientes para verter la basura arrancados de raíz, cuando no hacía dos semanas que enseñaban sus pinturas de gala. Edificios con inquilinos muy decentes por el día y que por la noche despiden la basura por las ventanas. Paredes convertidas en tristes murales, que anuncian la vida íntima de una pareja de barrio o el nombre de algún personaje anónimo con ínfulas de celebridad. Y hasta trenes cuyos vagones se han convertido en la extensión de una triste candonga o la réplica de un viejo baño de carnaval.

Y hasta aquí el listado. Una relación que pudiera ser interminable y que fácilmente llenaría las 80 líneas de este comentario. Ante la persistencia de esos actos, cabe preguntarse si hemos llegado a un punto sin retorno ante la impunidad y el descontrol.

Porque el problema de la indisciplina social tiene múltiples aristas; pero, contrario a lo que algunos puedan pensar, el fenómeno no es hijo de este período especial, sino de situaciones que ya asomaban en el país antes que el Osito Misha dijera adiós en los últimos días del Moscú del siglo XX.

Ya en La Habana de la década de 1980, por poner un ejemplo, se veían basureros bíblicos y en toda la Isla era una recurrencia señalar el mal hábito de botar el nailito del caramelo en la calle cuando las personas tenían un cesto a 50 centímetros de distancia.

La crisis de los 90, en nuestra opinión, no creó, sino acentuó un fenómeno que tiene sus orígenes no solo en la deficiencia de los servicios, sino también en el paternalismo, en la pobreza de regulación de la sociedad y en la posición de imaginar que el problema será resuelto a golpes de sermones y llamados de conciencia.

Ese flagelo —inocente en algunas de sus apariencias— guarda en sí el peligro de convertirse en elemento que retarde el desarrollo del país y su salida del período especial. Es contradictorio que el Estado adquiera nuevos ómnibus para aliviar las terribles dificultades del transporte y a los pocos días aparezca un vehículo dañado, e incluso fuera de circulación, sin cumplir su vida útil, por obra de la indolencia.

Llama la atención, en toda esta amalgama, el trastocamiento de valores que envuelve el fenómeno, como si fuera una brújula de papel. Muchas veces un ciudadano honesto, cuando requirió al autor de una indisciplina social en pleno acto de vandalismo, ha escuchado señalamientos como el «¿Para qué te metes, si esto no es tuyo?», o peor, el silencio y la inercia de las demás personas, como forma de aprobar la desidia.

Pero si contradictorio es que algunos ciudadanos dañen los recursos creados precisamente para su beneficio, discordante es también que las autoridades no diseñen los mecanismos de control para contrarrestar esas actitudes.

A cada momento, distintos funcionarios reiteran que como esos medios —el nuevo hospital, el parque recién restaurado, el ómnibus flamante— son de todos, entonces es un deber de todos cuidarlos, por lo que todos somos responsables de lo que con ellos ocurra. Coincidimos en algo y discrepamos en grande con esa posición.

El criterio de que «eso es de todos» resulta válido en cuestiones de principios, pero inoperante en lo administrativo, por una razón esencial: se desdibuja el deber de los responsables directos de preservar esos medios e instalaciones. En consecuencia, el inspector, la policía y la jefa de sala de un hospital no tendrían por qué cumplir su función reguladora, puesto que esos espacios les pertenecen a todos. Cuando es todo lo contrario.

Muchas personas afirman que esas situaciones son insalvables, o que habría que esperar por bonanzas económicas para enterrar el fenómeno. Resulta oportuno recordar entonces la cercana historia del casco y los motoristas. Primero fueron los llamados a la conciencia; pero cuando se elevó el valor de las multas por no portar ese medio de protección, el casco apareció rápidamente y con este la comprensión del peligro que se corría al no usarlo. En nuestra sociedad hace falta repetir historias como esta, pero en distintas direcciones. Porque donde la impunidad se deleita, es porque allí el orden, sencillamente, no se hizo respetar.

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