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Las colas del dinosaurio

Autor:

Juventud Rebelde

Lo iba a montar por primera vez. Era un ómnibus nuevo, tan nuevecito que parecía de juguete. Hasta el lumínico que informaba su ruta (el P-12) tenía un verde suave, de futuro feliz. «Menos mal», murmuró el pasajero. Subió contento, recordando sin nostalgia esos días en los que se hacía la cola en una parada sin saber cuándo se llegaría a casa.

Adelantó los 40 centavos del pasaje; mantuvo la mano en alto esperando el boleto, pero fue en vano. «Oiga, ¿y el boletín?», le preguntó al conductor. «Siga, siga», le dijo el hombre mientras arrancaba el talonario de otro pasajero y lo lanzaba al piso.

El ómnibus arrancó con un murmullo de ciencia ficción. El pasajero avanzó por el pasillo detallando los asientos nuevos, el espacio amplio. Se extrañó ante la falta de tumultos y el hollín del motor. Miró todo lo diferente e hizo un gesto de resignación. El pasillo estaba sucio, repleto de boletines, como si fuera un basurero ambulante.

Como diría un seguidor del cuentista Augusto Monterroso: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Coleteando, con su mirada torva: el dinosaurio de la impunidad, de la chapucería y del sinsentido, el de la indisciplina social.

La paradoja en este episodio está en apreciar cómo en ocasiones la carencia de orden ciudadano se promueve desde la propia institucionalidad que debe contrarrestarlo. ¿Nadie pensó, por ejemplo, en colocar un pequeño cesto de basura para evitar la suciedad dentro de ese ómnibus y también de otros que aquel pasajero abordó durante el día?

Con el tema de las indisciplinas en la sociedad se ha reiterado mucho el deterioro de valores que trajo consigo el período especial, pero poco se ha dicho sobre la capacidad de las instituciones de llamar al orden y crear el espacio para que se desarrolle la conducta correcta en la calle y en el trato con los demás.

En otras palabras: la indisciplina no solo sobrevive allí donde existe un deterioro de valores ciudadanos, sino también cuando los propios organismos e instituciones no hacen valer, con rigor y justicia, lo que se tiene legislado para una convivencia correcta.

En la edición de Juventud Rebelde del 25 de mayo, en la página del dedeté, se aludía a la música que reproducen los conductores en los ómnibus Yutong, a unos cuantos decibeles de más y sin tener en cuenta las probables molestias a los pasajeros. ¿Qué autoridad del Ministerio de Transporte censuró o al menos advirtió sobre ese detalle? Muy pocos, al parecer, por la forma en que se reitera la denuncia del problema.

Meses atrás, en un contacto con autoridades del municipio de Ciego de Ávila, conocimos de unas cien entidades con pago pendiente de multas y que, a juzgar por el tiempo que hacía desde que les habían impuesto esa sanción, al parecer no tenían apuros en cubrir la deuda.

En este caso, lo chocante no era la cantidad de infractores sino la poca iniciativa de las instituciones responsables por hacer cumplir la ley y cortar el paso a una actitud que colinda con la impunidad. Es obvio que con ese letargo se envía un mensaje a los infractores: incumple, que poco o nada te pasará.

Algo similar ocurre con la limpieza de las ciudades. Se condena botar un papelito o la basura en la calle, pero en numerosas ocasiones no existe el cesto o no se recolectan sistemáticamente los desperdicios, dándose luz verde a la desidia. Puede añadirse que los inspectores brillan por su ausencia, al igual que una escala de multas que realmente propicie el respeto y no la risa.

Hace poco tuvimos la oportunidad de comparar el cumplimiento de la disciplina en dos hospitales. En uno la exigencia estaba a la orden del día y con mucho detalle. En el otro, una multitud de 55 personas llegó a aglomerarse en el vestíbulo de las salas de operaciones, hablando en voz alta, fumando y sin respetar los llamados de atención por parte de los custodios.

Lo interesante eran las actitudes. En el segundo, pese a las condescendencias, las personas señalaban al centro en negativo. «Esto es un relajo», se oía. Sin embargo, en el primero, donde la exigencia no cedía ni un ápice, era común escuchar: «Esto sí es un hospital».

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