Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Che que nos exige

Autor:

José Alejandro Rodríguez

La redentora talla de Ernesto Guevara de la Serna es un láser que atraviesa las complejidades de la sociedad cubana hoy y alumbra hacia la posteridad. El Che palpita en nuestros desafíos con tal intensidad, que en estos, sus 80 años, sería un fiasco imperdonable confinarlo a pieza de museo con trasnochadas y huecas nostalgias. El Guerrillero Heroico, el Ministro de la consecuencia, el adelantado de la nueva hombradía anda sudoroso e inconforme entre nosotros haciéndonos preguntas y pidiendo cuentas; por ahí anda madrugando convocatorias y transgrediendo rutinas, mediocridades y comodines, entendiendo la lealtad a Fidel y a la Revolución como un cotidiano ejercicio de la audacia y la imaginación.

Son múltiples las inmanencias de aquel inmenso hombre de Estado y constructor de mundo nuevo que habitó en el legendario combatiente, como para que el Che siempre nos esté acompañando inconforme en cada introspección y buceo por las debilidades y replanteos de nuestro tejido socioeconómico. Entre tantas vigencias de su pensamiento y acción —esa dicotiledonea semilla de la ética guevariana—, prefiero hoy blandir por su actualidad del método dialéctico y antidogmático con que abrazó siempre la praxis política y social, como auténtico marxista que fue mientras levantaba los cimientos del socialismo y los sometía a prueba todos los días sin orejeras ni tapabocas.

En medio de la euforia fundacional, el Che fue un gran vigía de la obra revolucionaria. Al frente de un Ministerio de Industrias aún poco estudiado en materia de eficacia directriz, siempre tuvo la lucidez de conservar día a día la capacidad crítica de la propia gestión. Y ese don de no obnubilarse, de mantener en guardia la inconformidad y hasta el principio de la duda ante la obra que moldeaba con amor, lo inculcó a sus subordinados como un estilo permanente; como el estilo del revolucionario, ese ser creativo y pensante que él siempre distinguió de los dóciles asalariados de pensamiento.

La discrepancia, la polémica y el debate caracterizaron su ecuménica labor ministerial, que trasfundía siempre con el acercamiento palpitante a la realidad para comprobar abajo si funcionaba lo que se decidía arriba. Sus proverbiales inmersiones en los criterios filosos de los trabajadores, la rigurosa devoción a la retroalimentación del cuadro allá en la base, fueron los más oxigenantes anticuerpos contra el burocratismo y la tecnocracia paralizantes, en aquellas memorables batallas que emprendió por el control, la eficiencia, la calidad y tantas categorías todavía deficitarias.

Están por descubrirse los aportes que hizo a la aún balbuceante democracia socialista en la paz, un combatiente tan disciplinado en materia de mando y jerarquías; de la misma manera en que con los años y las revelaciones constatamos que él fue preclaro también en vislumbrar la carcoma que corroía de voluntarismo y presunciones al socialismo real europeo.

Ese Ministro culto y transgresor que soñaba con las botas puestas y bien enfangadas de la realidad, abrió cauces para la participación creadora de la masa de pueblo en el proceso revolucionario no como un rebaño seguidor, sino como protagonista consciente. Y reflexionó y polemizó como un filósofo sobre la relación individuo-colectividad y otras complejidades de una verdadera Revolución, que no avanzan siempre por caminos rectilíneos y expeditos.

A todo ello, el Che imprimió la grandeza de su ejemplo personal y el proverbial desinterés por las ventajas y las conveniencias. Fue el primero en el sacrificio y la audacia como ministro y hombre de Estado, así como lo hacía en la guerra insurreccional. Por eso su grandeza redentora no distingue ni fractura los campos de batalla lo mismo en una quebrada que fundando una industria para el pueblo; lo mismo una emboscada contra el poderoso opresor de pueblos hasta la victoria siempre, que la larga y difícil batalla contra las desviaciones y los errores en la construcción del socialismo. Ese es el Che que, por estos días, palpita con agónica asma a nuestro lado, sin creerse cosas. Con solo creerse la Revolución y seguir derribando malezas.

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