Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Fotutazos

Autor:

Luis Sexto

La mayoría de los choferes conducen con las manos puestas en el timón. Son los normales. En cambio, otros, cuya cuantía es inaccesible, manejan con una mano sobre el claxon. Son los sub… es decir los subarrendatarios del aire. Digamos para no ofender. ¿Para qué calificarlos? Mejor sería tratar de esclarecer qué puede justificar esa afición a creer que el claxon es como un sistema de frenado manual o una palanca para cambios de velocidad.

Los adictos al claxon parecen sentir el tironeo de cierta  vocación musical. La llevan dentro, pero amordazada por haber suspendido un examen en el conservatorio, o nunca haber podido afinar en una conga del barrio. Y quizá por ello liberan su frustrado solfeo a las cuatro o cinco de la madrugada, casi diariamente, y quien dice al amanecer,  dice a media mañana y a media tarde y al anochecer. A cualquier hora los ómnibus, sobre todo los ómnibus, sueltan su triple trompetazo, a menos de 30 metros del hospital de maternidad América Arias o del Camilo Cienfuegos, o del Pando Ferrer, en esas avenidas principales que llamamos Línea y 31, y podrían citarse muchas más. Y además trompetean detenidos en la parada, como si avisaran a alguien de algo; de algo que no podemos interpretar, salvo como una serenata nocturna y diurna.

El chofer —dígase también de camión o automóvil— quizá pueda imaginar que es un virtuoso del trombón, o experto en hacer mugir a una tuba, incluso mago del clarinete, aunque sepa que le está prohibido ese concierto. Se lo prohíben el Código del Tránsito, y una señal de no tocar el claxon, una señal, una mínima señal, ya invisible para los peores ojos, esos que no quieren mirar ni para cumplirla ni para obligar a que la cumplan.

Sé que hablar tan repetitivamente del ruido en La Habana equivale a atragantarse con un hueso muy lengüeteado. Casi todos los habaneros, aunque sean de este o aquel sitio de la lámina curvada de Cuba e islas e islotes subsidiarios, sufren el ruido y a la vez lo multiplican.

Fijémonos cuánta inconsecuencia: el ruido nos ensordece, nos estresa bajo su comba armada a base de gritos, cuero de tambor, metales de platillos, berridos de cornetas, explosiones de motores, y el aviso de «A callar» permanece mudo…

Las palabras por momentos sustituyen a los actos verificables. Y todo continúa en paz, en la paz de los que no escuchan el cansino rumor de la queja. Habrá que echarle un ojo, porque el problema, mancha si no se le toca.

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