Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Fernando... gracias

Autor:

Nyliam Vázquez García

Luego de poco más de dos meses desde el instante en que descendió de aquel avión, uno puede adivinar que Fernando anda mirando a Cuba con ojos de asombro. Vive, como había adelantado su madre, el proceso de adaptación, y la intensidad de las horas no es posible registrarlas del todo.

Después de 15 años, cinco meses y 15 días en una prisión estadounidense, el país al que entregó su juventud, la gente a la que salvó de morir por la irracionalidad de quienes todavía hoy apuestan por el terror, lo conmueven a cada segundo, a cada paso.

Creo que Fernando, como René, quisiera que el día durara más de 24 horas. Pareciera que ni aun así a él le alcanzaría para el sentimiento desbordado, ese que no se cansa de expresar en los más disímiles escenarios. Sé que no me equivoco ni un ápice si afirmo que «gracias» es la palabra más repetida por Fernando González Llort desde que arribó a esta tierra, cuando tanto hay que agradecerle a él, a Gerardo, Ramón, Antonio y a René.

El héroe, ya en casa, descoloca a sus interlocutores que van a mirarlo de cerca, a saber que es cierto, a no perder la oportunidad —o a hacerla posible— de tomarse una foto con ese gigante, como lo llamó su hermano Gerardo. Lo estrechan, y antes de que puedan juntar en sílabas sus sentimientos, Fernando agradece primero.

Uno lo ve de lejos, lo mismo en la inauguración de la exposición de Kcho que en la reciente audiencia parlamentaria dedicada a la manipulación mediática del caso de los Cinco, y por un instante cree que puede adivinar en el semblante reflexivo de su rostro, en su voz pausada, las emociones que lo colman. No es cierto. Más de 15 años en una prisión estadounidense es demasiado tiempo.

Sin embargo, la fascinación en su mirada ante detalles para otros imperceptibles, el cambio de estado de ánimo de una persona cercana, la sencillez emergente de un pueblito como Viñales, la modestia de sus maneras al recibir sinceras muestras de cariño y respeto, nos devuelven al hombre que nos habíamos imaginado.

Todavía recuerdo cuando irrumpió en una pequeña oficina donde trabajan un grupo de jóvenes, ataviado con pulóver negro, pantalón deportivo y tenis. Nadie lo esperaba: a tan pocos días del regreso debía estar descansando. Lo estaba, pero había hecho un alto para cumplir una tarea.

Los muchachos se pusieron de pie sin saber muy bien cómo se trata a un héroe, sin reconocer del todo al hombre que estaban acostumbrados a ver en uniforme de preso. Pero era Fernando, y él, para hacer más fácil el instante, para que comprendieran del mejor modo posible que no era una alucinación, comenzó a repartir abrazos. Y resulta que nuestros referentes más cercanos de dignidad, quienes en una circunstancia muy dura se aferraron a esa actitud que nunca ha faltado en esta isla, no precisan de protocolos.

«Encantado de conocerlos a todos», dijo. Y no era la frase de rigor. El sonrojo en el semblante advertía la certeza de estarle poniendo rostro por esos días a decenas de personas de las que solo tenía referencias, de estar sintiendo lo que ni en sus más largos desvelos tras las rejas pudo advertir. Se le veía contento.

En el diálogo se percibe que, cuando los ojos le brillan de un modo distinto, emerge poderoso un pensamiento para ellos, para los que nos faltan, para Gerardo, Ramón y Antonio.

«Esto tienen que vivirlo», debe pensar Fernando. Porque, como siempre, cada uno se convierte en Cinco. Uno lo siente así cuando escucha a Fernando contando de su experiencia en tierras pinareñas; él, habanero nato, que nunca había estado por allá. También cuando vuelve el semblante febril por la emoción, impresionado por el trabajo que realizan juntos en Guanahacabibes el Comandante Julio Camacho Aguilera y su esposa Georgina; o cuando recibe de regalo un pulóver del equipo de Pinar del Río y aguanta las bromas de los vencedores… Los seres humanos encontrados a su paso cubren esa necesidad de contacto con los cubanos, con el país todo, que nunca los dejó solos, que no lo hará.

Fernando ríe conversando con los muchachos en una oficina, en el estudio de Ernesto Rancaño, comentando de Pinar, y su sonrisa nos devuelve un rostro nuevo, un semblante distinto al de los carteles, una expresión que habrá que seguir intentando dibujar en los tres que nos falta por liberar.

La sonrisa de Fernando, o la de René, es la de Cuba toda, pero aún le falta amplitud. Convertida en compromiso, la verdadera expresión feliz de los Cinco se convierte en la ruta. Aunque Fernando se nos adelante, nos deje con las sílabas a medias y su palabra más repetida lleve el reconocible tono del alma, él tiene que saber que nuestras gracias son infinitas.

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