Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El Moro

Autor:

Liudmila Peña Herrera

«¿Tú nunca haces arroz con leche?», me soltó a bocajarro, sin que viniese al caso, para inmediatamente después ponerse a explicarme una receta aprendida de su madre. «Eso es para que el niño aprenda lo que es rico», dijo antes de añadir todo tipo de consejos relacionados con el arte del buen comer y de cómo funcionan —según su criterio— los jugos gástricos y hasta la nutrición.

El Moro es así, un conversador nato. O como yo misma lo bauticé: un sabio peregrino, porque le encanta andar de aquí para allá, visitando al «médico de las ollas», al que arregla sombrillas, a los amigos que reclaman cuando falta más de un día… Ahora que lo pienso bien, yo nunca había conocido a un sobador que prefiriera ir, él mismo, a casa de los enfermos, por el sencillo gusto de ayudar a los demás.

Es un conocedor de la botánica medicinal y puede ser que, si se lo pides con cariño, traiga hasta tu casa las plantas más raras, casi desconocidas, por las que algunos darían «millones» con tal de aliviar las malezas de estómago, el resfriado, los problemas en los riñones y muchas otras dolencias que no me atrevo a mencionar porque, cuando se trata de él, es posible pecar de inexacta.

De entre los incontables temas que guarda en su morral están la guerra entre Israel y Palestina, las argucias del imperio, los problemas del bloqueo y, también, la paz espiritual, la amistad y la familia. Pero el asunto que más le apasiona es el de Fidel. Si lo dejan, puede pasarse un día completo explicando por qué cree él que el Comandante escogió una simple piedra para que descansasen sus cenizas, o qué momentos de su vida demuestran que «toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz».

Usted puede hasta tener uno de esos días «malos», en los que faltan las ganas y sobran las cosas por hacer. Entonces llega él, con esa sonrisa particular y algún dicharacho en la mirilla. Solo hay que esperar a que se siente, tome un poco de aire y dispare la frase que te arrancará la sonrisa. Y si por fortuna tienes una «hechurita» de café para colar, ahí sí que se te transforma el día, porque el Moro también es un cafetero natural. «¿Y cuándo terminará esa cafetera?, ¿mañana?», te suelta de pronto y se pone a dar una clase completa de cómo ha de endulzarse la bebida para que quede más sabrosa.

Después viene el «sobao». Uno estira la pierna y aguanta. Puede decirse que duele, al menos un poco. Y a él no le molesta la queja, porque uno descubre su satisfacción cuando te mira, pasando su mano derecha por donde estaba la «bola», y dice: «Mima, quedó bacana», te traquea los dedos de los pies y manda a dar tres saltos fuertes, en el mismo lugar.

Pero lo que más me gusta es cuando empieza a hablar de su niñez, de cuando lo despertaban temprano con un vaso de cuáquer, de la forma en que antes se curaban los males, de lo rico que cocinaba su mamá… Entre esas historias, se adivina un amor inexplicable por sus raíces, por lo que guarda muy adentro de su piel. Quizá por eso, el Moro parece, a veces, un niño pequeño.

Debe ser esa la miel que tiene para endulzar a los niños, porque sabe canciones infantiles, conoce los secretos de la mímica y atrapa con sus miles de voces cuando cambia de personaje en los cuentos que narra. Debe ser esa la razón por la cual muchos le dicen abuelo y otros tantos le gritan «¡Moro, Moro!», y agitan la mano en señal de despedida.

Dice él que fue albañil, y no lo dudo. Pero a mí me parece que tiene dotes de maestro, porque es de esas personas que disfrutan compartir lo que conocen, pero después te piden que repitas lo que te dijeron la vez anterior para constatar que lo captaste bien. Dígame usted si no daría un buen maestro.

Gracias a su consejo renuncié a las comidas «dormidas» y pienso mejor lo que voy a cocinar —siempre que puedo— para escoger lo menos dañino. A estas alturas, estoy convencida de que alguno de estos días me dará también una lección de periodismo.

Al Moro todos los que conozco le dicen «Moro». A veces me atrevo a nombrarlo «Morito», por puro cariño. Creo que, cuando lo conocimos, él nos dio su «santo y señas», pero la verdad no sabría deletrear su nombre o un apellido siquiera. Tampoco puedo explicar muy bien en qué raíz de su genealogía está la huella mora. Debe ser porque este personaje, que a veces se me antoja medio mítico o medio mágico, está guardando esas historias para llenar de asombros otro día.

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