Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La mujer y la Revolución

Autor:

Graziella Pogolotti

EL rostro de Panchita conservaba la marca imborrable de la miseria acumulada a través de toda una vida. Trabajaba en la librería de L y 27 que yo frecuentaba semanalmente en busca de novedades. Eficiente, servicial sin servilismo. A pesar de la corriente de simpatía manifiesta entre nosotras, intercambiábamos pocas palabras. Una tarde, sin embargo, le comenté que había hablado de ella con una persona amiga. ¿Fue Charito?, preguntó con amplia sonrisa cómplice.

Así era. En efecto, Charito Guillaume había entregado su existencia toda a la lucha sindical en el frente de las trabajadoras del sindicato de la aguja, —que incluía, entre otras, a las dependencias de los grandes comercios habaneros— contra la discriminación racial prevaleciente en el sector, por mejoras salariales y en defensa del «derecho a la silla», vale decir, de la posibilidad de sentarse cuando no había clientes en el área. Según me relató, militante de base, Panchita había afrontado en la soledad la crianza de su hijo. El suyo no fue, sin embargo, un caso aislado.

Las mujeres cubanas podemos contar con orgullo una historia que nos convierte en precursoras en más de un terreno.

En estos tiempos de debate abierto acerca de nuestro Proyecto de Constitución, corresponde evocar con justicia el perfil de Ana Betancourt, temprana defensora de nuestros derechos en la Asamblea de Guáimaro. Muchas compartieron las duras condiciones de los campamentos mambises. Mariana Grajales se dispuso a ofrendar a sus hijos a la lucha por la conquista de una nación independiente, liberada de la infamante esclavitud y de su secuela racista. A punto de emprender la Guerra necesaria, José Martí anotaba con emoción el gesto de Manana, la esposa de Máximo Gómez. Al ofrecerle alguna ayuda ante el desamparo inminente, la esposa del gran estratega afirmó que nada habría de pedirle a la revolución.

A lo largo de la República neocolonial, la mujer cubana siguió combatiendo por sus derechos, inseparables de la batalla fundamental en favor de la Revolución. Hace poco, Granma retomaba la célebre crónica en que Pablo de la Torriente Brau evocaba la agonía de la muerte de Rafael Trejo, todavía sonriente. «Este muchacho no puede salvarse», comentaban los médicos mientras batallaban por defender aquella vida joven, prometedora, devenida símbolo de lo más valioso del estudiantado revolucionario.

Cuando se produjo el desenlace inevitable, las mujeres se disputaron el honor de cargar en hombros el pesado ataúd. En la lucha contra Machado, desafiaron a la policía en las manifestaciones callejeras. Cuando intento rescatar en mi imaginación ese escenario cargado de violencia, me gusta recordar que, entre tantas otras, allí se encontraba nuestra «damisela encantadora», la refinada  Esther Borja, entonces estudiante normalista y futura intérprete de Ernesto Lecuona. Caída la dictadura, obtuvimos el derecho al sufragio.

Frente al golpe de Batista, además de destacadísimas combatientes como Haydée, Melba, Celia y Vilma, se movilizaron millares de mujeres en la resistencia ante la dictadura. Muchas cumplieron su misión y se entregaron desde diversas labores en favor de la transformación de la sociedad. Sobre esta hermosa historia hay mucho por indagar y escribir. Porque, a pesar de lo conquistado, queda mucho por delante.

La conducción de Vilma al frente de la FMC tuvo en cuenta el estudio de la realidad concreta de Cuba, el legado recibido y, con perspectiva de futuro, los problemas objetivos y subjetivos —por ende, culturales— los que había que superar de inmediato, así como a largo plazo, a tenor de la evolución de la sociedad en su conjunto.

Urgía vencer el atraso acumulado, sobre todo en el entorno de la mujer campesina. Había que favorecer el acceso al trabajo, impulsar el desarrollo profesional en todas las ramas del saber, proteger la maternidad y la crianza de los hijos de las trabajadoras. Con paciencia y sabiduría, era indispensable ir limando el fatídico legado del machismo, asumido muchas veces de manera inconsciente como un hecho natural por las propias mujeres.

El Código de familia, la educación sexual y la legalización del aborto nos situaron en la vanguardia del debate internacional en este campo. Dueña de su destino, la mujer dejaba de ser simple objeto de deseo, utilizada como instrumento de los negocios que se mueven alrededor de las competencias de belleza.

En fecha reciente, una colega de la televisión cubana sugería que, en ocasión de los carnavales, se retomara la idea de elegir a la estrella. Alegaba que se trata de una costumbre internacionalmente establecida. Debemos estar abiertos al mundo en todo lo que pueda ofrecernos aprendizaje útil, pero no podemos adoptar costumbres que impliquen un retroceso en las conquistas alcanzadas, sobre todo en circunstancias complejas que han introducido en nuestra sociedad sombras negativas de una mala memoria.

En más de un sentido, aparecen expresiones portadoras de rebrotes de machismo. Por otra parte, en algo que atañe a lo estrictamente cultural, los cambios introducidos años atrás en los festejos carnavalescos truncaron una tradición popular de arraigo. Pocos saben que el habanero fue el más antiguo de todos los existente en nuestro país. Las comparsas, tal y como ocurre en Río de Janeiro, emergieron de lo más íntimo del barrio. Implicaban largo tiempo de preparación en elegir el diseño de los pasos, del vestuario, en la excepcional habilidad desarrollada por el portador de la farola. Recuerdo todavía cuando, al costado  de La Punta, se calentaban los tambores.

La comparsa era el resultado de una creación colectiva. En ella se afincaba el sentido de pertenencia. Era la manifestación de un folklore vivo. Por su esencia popular, emergía de abajo hacia arriba para entregarse a millares de espectadores.

Fenómeno comercial ampliamente divulgado por los medios, la utilización masiva de la mujer como objeto sexual ha tenido consecuencias nefastas en todos los  países. A la hipertrofia de la celebración quinceañera, se han añadido en algunos lugares los llamados miniquinces, deformantes del proceso de desarrollo de la personalidad infantil que han dado lugar a trágicos fenómenos de pedofilia, hasta el punto de exigir en algunos países la aplicación de medidas penales a los medios que contribuyan a la difusión del fenómeno.

No caigamos en tentaciones facilistas. Observemos el mundo que nos rodea y realicemos el indispensable ejercicio crítico despojado de complacencia con lo propio, lúcido en cuanto a lo esencial de los irrenunciables valores que nos corresponde defender.

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