Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Amor a la ciudad

Autor:

Graziella Pogolotti

Numerosos factores intervienen en el descubrimiento y consolidación de la identidad nacional. Patria es «tierra de los padres», «terruño», «hogar». La familia transmite, en primer lugar, la memoria de historias de vida, los hábitos en el comer, un conjunto de valores básicos, así como los modos y vías de relacionarse con el resto de la sociedad.

Acudimos a la escuela desde la primera infancia. Es el ámbito de vínculos intergeneracionales más complejos, de crecimiento, de un aprendizaje que se produce por la acción combinada de vías informales y formales. De aquellos años de iniciación, recuerdo en particular las clases de lenguaje, siembra originaria del hábito de lectura. A través de textos breves entré en contacto con muestras significativas de una tradición literaria. Descubrí en esas páginas la Oda al Niágara, de José María Heredia, y los conmovedores versos de Al partir, de Gertrudis Gómez de Avellaneda.  

A esa edad temprana debió memorizar Camilo Cienfuegos las estrofas dedicadas a la bandera por Bonifacio Byrne, evocadas en su último discurso al pueblo de Cuba. En ciclos sucesivos, ajustados a las características del desarrollo de la personalidad, me asomaba también a la historia de la nación, primero con énfasis en el perfil de los héroes, y más tarde como complejo proceso de construcción, no exento de conflictividad.

El barrio propicia la proximidad a un entramado social más complejo y favorece el reconocimiento y la identificación con el universo edificado más inmediato. Crecí en una Habana Vieja animada por las voces de pregoneros interpelando a las caseritas por el «pican, no pican» del tamalero al atardecer, por el penetrante aroma de las mariposas a la caída de la noche y la música del bolero en la vitrola del Café Cabañas.  Al andar por la Loma del Ángel podía evocar la sombra de una niña llamada Cecilia Valdés, inconsciente todavía del trágico destino que la aguardaba. Desde la distancia observaba con asombro el Arco de Belén, tendido como un puente a través de la calle. El clima tórrido había hecho una ciudad de puertas y ventanas abiertas, incitante al intercambio familiar entre vecinos.

La ciudad es también una realidad humana viviente, inscrita en una arquitectura con fuerte sello identitario. Desde esa perspectiva se entiende mejor el sentido profundo de la múltiple ejecutoria de Eusebio Leal. Él reivindicó los valores de un patrimonio nacional subestimado por los mercaderes del suelo durante la República neocolonial, como lo demuestran, entre otras muchas cosas, la destrucción de la casa fundadora de la Universidad de San Jerónimo para construir en su lugar, en nombre de una engañosa modernidad, una edificación destinada a convertirse en terminal de helicópteros. Centró su trabajo restaurador en el centro histórico, sin dejar de percibir los valores patrimoniales existentes más allá de esos límites. La ciudad colonial había sufrido agresiones de toda índole. Las construcciones fueron utilizadas como almacenes de las mercancías que entraban al país por los muelles, se convirtieron en oficinas o en viviendas superpobladas —nuestros solares habaneros—, refugio para los pobres y los marginados.

Eusebio comprendió que toda urbe es un cuerpo viviente. Su realidad compleja, de naturaleza cultural, fuente de descubrimiento y revelación identitaria, es la resultante del permanente intercambio entre el universo edificado y quienes lo habitan o modulan. Por ese motivo, en su empresa de rescate patrimonial, se situó en las antípodas de aquellos que convierten el legado urbano del ayer en museo arqueológico para el disfrute de visitantes y turistas.  Atendió simultáneamente los desafíos del salvamento de la arquitectura heredada y las lacerantes heridas del pasado en el plano social. Devolvió a la Plaza Vieja su original imagen urbana y procuró vivienda digna a sus pobladores. Ofreció refugio y protección a los más desamparados y vulnerables.

Su acción fundadora se orientó, asimismo, a calar en lo profundo de la subjetividad humana. Con su Andar La Habana desarrolló una prédica constante. Para hacer de la voluntad restauradora siembra y garantía de futuridad había que establecer un nexo armónico entre los pobladores y su entorno tangible, era indispensable fomentar el amor por la ciudad, despertar en cada uno el siempre renovado descubrimiento de sus valores y su singularidad. 

El universo edificado es, ante todo, obra humana, testimonio del laboreo colectivo a través de los tiempos. Leer la ciudad —así nos enseñó Eusebio—, conduce a comprender las esencias de nuestra narrativa histórica. En ella reconocemos las claves del complejo devenir constitutivo de la nación.  Mosaico de barrios, La Habana preserva un legado patrimonial que trasciende los límites de la ciudad colonial.  Reconocerlo y salvaguardarlo habrá de ser obra de todos.  Establecer la relación armónica entre la persona y su entorno fortalece la plenitud espiritual del buen vivir y contribuye al mejoramiento humano. Para lograrlo con la mayor eficacia, la palabra y la obra de Eusebio Leal mantienen vigencia aleccionadora.

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