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Habana en calma

Las crónicas que presentamos a los lectores pertenecen al blog personal de Dazra Novak (La Habana, 1978). Narradora. Licenciada en Historia. Ha obtenido los premios Pinos Nuevos 2007 por el libro de cuentos Cuerpo reservado, el David 2009 por Cuerpo público y el de novela Cirilo Villaverde de la Uneac; en 2011, por Making Of

Autor:

Dazra Novak

La Habana es impredecible, tanto para bien como para mal. Tantas veces en que se llena el cielo de nubes, se arremolina el viento y sin más: el aguacero. ¡Y eso que había anunciado sol! Tantas veces en que la guagua no para antes de la parada —adonde nos habíamos parapetado para cazarle la pelea— y mucho menos después —adonde otros tantos creyeron correr mejor suerte—, sino en la parada misma. ¡Como debe ser! Algunos productos «se pierden» y de pronto uno no encuentra papel higiénico ni en los centros espirituales, pero con la misma aparece y ya es la pasta de dientes lo que no hay. Hay edificios cuya construcción o reparación se interrumpe y un buen día empieza todo de nuevo hasta que ¡zas!, queda inaugurado —que duren, bueno, ya eso es otra cosa—. A veces uno llega al dentista y con tan buena suerte que recién hubo una donación de amalgama, pero otras tantas se rompió el compresor y entonces el bloqueo. A algún vecino le entra no sé qué un buen día, en plena rendición de cuentas y habla... hasta por los codos. ¿Quién nos iba a decir que en la oficina de trámites íbamos a encontrar al amigo del pre que nos resuelve todo rapidísimo? Y es que, sabemos, las cosas en esta ciudad pasan así, a su aire. A lo mejor por eso es que el cubano camina lento y termina riéndose de todo, porque aprendió que La Habana hay que cogerla suavecito, y con calma.

Mi ciudad contada por sus azoteas

Donde a los viejos muros le truncaron su crecimiento hacia el cielo se acumulan hierros, piezas de madera, tanques con tapas de zinc, palomares con decenas de aves domesticadas donde un muchachito flaco como vara las lanza al vuelo; cacerolas para captar señales que se esconden durante el día, bandejas de comedor obrero a modo de antenas, polvo enconado hasta el siguiente aguacero, humedad y efluvios que desde las calles van subiendo como reptil silencioso, desagües, respiraderos, tuberías que ya no sirven para nada desde el último derrumbe, un sillón desvencijado con la promesa de una puesta de sol, mantas sobre las losas de techo para revolcar los cuerpos que no tienen más lugar que este lugar, en las noches iluminadas: el conejo de la luna, en las noches solitarias: un pequeño radio para espantar el silencio, los ecos de novela de ciudad que llegan cansados y a punto de extinguirse, algún pedazo de alero que amenaza con lanzarse sobre la cabeza del caminante, tejas decrépitas desafiando el próximo ciclón, una escalera lateral como peligrosa serpentina muerta, otra escalera interior sin puerta ni candado, un surco breve allí por donde el techo se hunde y el agua de lluvia cae hacia la barbacoa justo debajo, tantas miradas perdidas en ese otro mar que es el cielo inmenso cuando el pecho se aprieta de pronto y uno también se ahoga... uno también se ahoga de cielo.

Agallas de la isla

Es preciso salir de la isla y volver a entrar para darse cuenta: La Habana huele a polvo. Huele seco y violento, sobre todo en agosto. Un vaho caliente que se señorea por las fosas nasales y te hace abrir la boca, tragarse todo lo que habla el otro. El humo de los almendrones traba el resto de los olores, los devuelve pesados, le deja a nuestras ropas un rastro como de cosa rota. En las mañanas el olor de la gente, gracias a Dios, es sencillo y fresco. En las tardes de verano, por el contrario, es insoportable esa transpiración acumulada, entre otras partes, bajo las mangas que cuelgan de los pasamanos de las guaguas. La Habana huele húmedo más o menos en mayo, y nunca estaremos realmente listos para cuando llegan esos breves días fríos del año y entonces uno asiste a la conversión de los olores en objeto punzante. La Habana, como desván sin ventanas, guarda miasmas acumulados bajo grandes alfombras de hojas en algunos parques, clara discordancia con esos perfumes dulces (tan populares), esos que llegan antes de la persona y se van después. La yerba chamuscada por el sol, en cambio, emana una esencia quebradiza, a tono con el tufo a guardado de las tiendas industriales (en moneda nacional) y las recicladas. La basura en las esquinas son un reino aparte, un punto muerto que el paseante omite a fin de salvarse. Así también las alcantarillas de los barrios bajos, que sufren las trompetillas de las mansiones de lujo. Así, también, esa juventud del mundo flotante habanero que se agencia los Givenchy, Chanel, Kenzo (originales o imitaciones, da igual), y se señorean en los clubes nuevos, bares privados como locación de un filme extranjero que solo se estrena en la noche del sábado y exhala una fragancia seductora. No obstante La Habana, en esta tremenda confusión de aromas, también guarda sitios inodoros, pudiera llamársele hundimientos en donde parece no haber olor de ciudad ni olor de campo, no hay vida ni muerte, más bien un inquietante olor de ausencia, aroma de falta, de no presencia, negación del olfato como sentido necesario. Sensación tan perturbadora esta, la de no poder imprimirle ni hedor ni bálsamo a ciertos lugares, que uno se va corriendo al mar a llenarse el pecho. Si los pulmones del planeta son las selvas y bosques, las agallas de una isla son el mar. Así, el animal de isla, por fuerza, busca siempre el mar para llenarse los pulmones de ese olor salado, olor azul y con espuma, fragancia ligera que alivia la terrible ausencia del olor entre estos muros viejos.

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