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Dinero maldito (V) y final

Al parlamentario Armando Fernández Jorva la cosa se le complicaba por momentos, pese a que las autoridades querían dejarlo fuera del asunto siempre que devolviera la parte del dinero robado que guardaba. Conocía desde mucho antes del asalto al Royal Bank of Canada a Avelino el Panadero y a sus hermanos, y la Policía, en su intento de acogotarlo, ya que se negaba a lo que le pedían, dictaba orden de arresto contra su secretario y su chofer. Este, en definitiva, quedaría exonerado, no así el otro, a quien las investigaciones relacionaban con Pedro Baloyra, el cajero de la sucursal bancaria detenido y liberado antes, y cuya detención se disponía de nuevo. Existía el convencimiento de que había sido Baloyra quien informó de la cantidad de dinero inusual que el día de los hechos los ladrones encontrarían en el banco.

Mientras tanto, la Cámara de Representantes decidía atender al suplicatorio librado por el Tribunal de Urgencia a fin de que se le retirase la inmunidad parlamentaria a Fernández Jorva y pudiese ser juzgado. Se convocó la sesión pertinente en ese cuerpo colegislador, pero no hubo quórum para celebrarla. En definitiva nadie lo acusó, pues El Chino, Rosalía Alonso, la mujer de Prendes, y Eloísa López, la del Panadero, desdijeron sus acusaciones y alegaron haberlo incriminado durante el proceso de instrucción por presiones policiales. Al exonerarse a Fernández Jorva de toda participación en el asalto, quedaban liberados su secretario y el cajero.

Llegó así el día del juicio, en la segunda quincena de octubre de 1948, dos meses después del asalto. Guarina respondió solo a las preguntas de su abogado, no a las del fiscal. Se limitó a defender la situación de su padre y negó toda participación en el hecho, y Avelino el Panadero acusó por sus nombres a varios oficiales de haberlo torturado en el Hospital de la Policía a fin de que acusara a Fernández Jorva. Prestó también declaración el padre de Guarina. Aseguró que viajó a Sancti Spíritus, donde lo detuvieron, para hacer que su hijo se entregara a la justicia y que no había tocado un solo centavo del dinero que le ocuparon; desconocía incluso que lo llevara encima, aseveró. Nada dijeron Rosalía y Eloísa: se echaron a llorar y ni jueces ni abogados pudieron sacarles una palabra. Esteban Juncadella, el gerente del banco, alegó no reconocer en Guarina al hombre que vestido de policía lo encañonó el día del robo, lo que contradecía sus declaraciones anteriores. Pero Carlos Santana, subinspector de la Secreta, sí pudo reconocerlo, al igual que a Avelino. Apoyó esa aseveración un perito en dactiloscopia: correspondía a Guarina la huella digital encontrada en el picaporte de la puerta del baño.

Oídas esas y otras muchas declaraciones de acusados y testigos, el fiscal solicitó penas de diez años y seis meses de privación de libertad para Enrique Dobarganes Jorrín (Guarina), Jesús Rivero Prendes (El Chino) y Avelino López (El Panadero). Y condenas de un año para otros doce encausados más, entre ellos el padre de Guarina, la madre, el hermano y la esposa de El Sirio, y la mujer del Panadero, así como para aquellos a quienes los ladrones dieron a guardar parte del botín. Ni El Sirio ni Tata el Flaco fueron juzgados; la Policía no consiguió echarles el guante, en tanto que Rosalía Alonso quedaba en libertad al no establecer las autoridades su participación en el robo. El día del asalto al Royal Bank of Canada ella había permanecido en el vehículo de El Chino Prendes para alertar a los asaltantes, con la bocina, de cualquier peligro imprevisto.

LA FUGA

El 7 de diciembre de 1948 Dobarganes Jorrín y Rivero Prendes llegaban al Reclusorio Nacional para Hombres de Isla de Pinos procedentes del Castillo del Príncipe. Serían los reclusos números 21487 y 21483, respectivamente. Se les aplicó, de entrada, un rigor disciplinario excesivo. El reglamento establecía que los penados de nuevo ingreso pasaran por la galera de Selección para destinarlos luego a la Circular correspondiente. Guarina y El Chino, sin embargo, fueron internados en el Pabellón 2 y se les prohibió salir al patio durante cinco días.

Cuando comenzaron a hacerlo, estrecharon relaciones con Remigio García, el llamado rey de las fugas del Presidio Modelo, a quien conocieron durante su más reciente estancia en el Príncipe. En su larga vida carcelaria —cumplía condena por asalto y robo a mano armada— había intentado fugarse cuatro veces del reclusorio pinero y otras dos del tren en que lo conducían a distintos penales. Con Remigio analizaron diferentes variantes para evadir el encierro. El soborno fue desechado por la cantidad de personas a las que habría que «aceitar». Pero la fuga no sería quizá del todo imposible y el nuevo amigo de Guarina y El Chino conocía bien, por haberlas estudiado durante años, las fallas del sistema carcelario. Ya fuera del penal, habría dinero de sobra para decir adiós a Isla de Pinos para siempre.

Una mañana del mes de enero de 1949, luego del toque de diana y el desayuno, los tres reclusos lograron apoderarse, apenas sin esfuerzo, del automóvil del médico del reclusorio. Vestidos con el uniforme del presidio pasaron sin contratiempos frente a las postas 10, 11, 12, 13 y 14 del cordón militar y llegaron a la requisa 1, o puerta principal, la que traspusieron sin dificultad.

Agentes del Buró de Investigaciones llegados a la Isla desde La Habana, y efectivos del Escuadrón 43 de la Guardia Rural, al mando del capitán José M. Capote Fiallo, no darían un segundo de respiro a los fugitivos, que se movían sin descanso y se alimentaban con toronjas y pedazos de yuca con melado de caña. Los tres estaban armados, lo que induce a sospechar que contaran con cómplices en el exterior del penal. En el lugar conocido por El Jagual una patrulla de soldados se topó con Guarina y le dio el alto. Guarina disparó y emprendió la fuga. Un soldado lo persiguió y lo hirió dos veces. El Chino Prendes cruzó a nado el arroyo, Guarina lo siguió y Remigio se internó en un campo de yuca mientras hacía fuego con una escopeta calibre 16. Al final de la refriega, Remigio y Guarina, con medio cuerpo todavía en el agua, eran cadáveres. El Chino Prendes nunca apareció. Vivo ni muerto. Todavía se desconoce su suerte.

ALLÁ LEJOS, EN MÉXICO

No se sabe cómo, Rolando Martínez Torres, alias Tata el Flaco, había logrado llegar a México. Allí, con varios cómplices, en junio de 1950, asaltó al joyero Emilio Serdaz, a quien sustrajo alhajas valiosísimas y dejó mal herido. Lo detuvieron y en la penitenciaría de Lecumberri, El Palacio Negro, donde lo internaron, se empeñó en buscar su espacio. Dinero no tenía ya para imponerse y solo la guapería le permitiría abrirse paso. Dos grupos controlaban entonces el penal, el de los tres hermanos Izquierdo Ebrard, pistoleros veracruzanos que cumplían prisión por el asesinato de un senador, y el de José Ortiz, El Sapo. Siendo sargento del Ejército y de guardia en la puerta del palacio municipal de Guanajuato, El Sapo ametralló, con el saldo de 110 muertos y numerosos heridos, a una manifestación de sinarquistas que trataba de llegar al edificio. Fue absuelto en un consejo de guerra, pero poco después asesinó a un comerciante e intentó quemar el cadáver. Esa vez sí lo condenaron y su mal comportamiento en una prisión militar determinó su traslado a Lecumberri.

A Tata el Flaco no le resultó difícil neutralizar a los hermanos Izquierdo. Una mañana dejó moribundo a uno de ellos y a los otros dos los persiguió hasta la misma puerta de la oficina del alcaide de la prisión. Se apoderó de los negocios que ellos controlaban en la prisión, una base económica con la que podía empezar a preparar su fuga. El Sapo, que sentía que su fama se eclipsaba ante el empuje del cubano, avisó de la posible evasión de El Flaco a las autoridades del penal. Un día se enfrentaron. El cubano, alto y delgado; el otro, achaparrado y recio. Tata sacó su cuchillo, El Sapo corrió en círculos, no por miedo, sino para cansar a su adversario y con su sombrero, enorme, le paró diez o doce cuchilladas hasta que consiguió desprendérselo. Ambos rodaron entonces por el suelo, rabiosos y enloquecidos en el cuerpo a cuerpo. El Sapo se levantó primero. Tenía el cuchillo en la mano. Tata el Flaco, pálido, se levantó también. Por la espalda le corría un caño de sangre. No demoró en volver a caer, muerto.

Antes, en Nueva York, la Policía había detenido a Jorge Nayor Nasser, El Sirio. En una discusión perdió los estribos y aplicó un sartén caliente sobre la espalda de su esposa. Le impusieron una fianza de 1 500 dólares, que subió a 20 000 luego de que las autoridades cubanas reclamaran su extradición. No lo extraditaron y El Sirio pasó dos años, seis meses y 21 días en la cárcel de Sing Sing. Lo repatriaron al cumplir su condena. En el aeropuerto de Boyeros, el 22 de mayo de 1952, lo aguardaba el teniente Heriberto Hernández, jefe del negociado de Emigración y Extranjería del Buró de Investigaciones. El Tribunal de Urgencia dispuso que se le internara en el Castillo del Príncipe. Allí, cumpliendo su condena, estaba Avelino el Panadero. El Sirio fue sentenciado a seis años de cárcel. Salió de Cuba al quedar en libertad. Se dice que todavía está vivo.

Queda ahora a los interesados esperar la publicación de Dinero maldito, libro que recoge la prolija investigación que sobre el tema del robo del Royal Bank of Canada acometió el historiador Newton Briones Montoto, obra a la que tuve acceso y extracté y glosé a lo largo de estas cinco semanas. Anticipo que, pese a su base factual, Dinero maldito se lee como una novela y que, como todos los libros que Briones Montoto dio a conocer, no se puede soltar hasta el final. Ya me darán la razón.

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