Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cuba y Puerto Rico son

Hace poco una audiencia de la Asamblea Nacional del Poder Popular instó a todos los parlamentarios, fuerzas políticas y movimientos e instituciones sociales del mundo a realizar acciones concretas a favor de la eliminación definitiva del estatus colonial de Puerto Rico. La Comisión de Relaciones Internacionales del Parlamento cubano acordó suscribirse a la Proclama de Panamá, adoptada de manera unánime por el Congreso Latinoamericano y Caribeño por la Independencia de Puerto Rico. En ese cónclave, 33 partidos políticos de 22 naciones de la región decidieron aunar esfuerzos para contribuir a la solución del problema colonial en la isla vecina. Tanto en la reunión de Panamá como en la de La Habana se constató la creciente comprensión que existe en nuestra área geográfica de que América Latina y el Caribe no serán verdaderamente independientes hasta que todas sus naciones no lo sean. Para los cubanos, expresó Ricardo Alarcón, es obligación de hermanos reforzar su apoyo a la lucha independentista del pueblo boricua.

Se sabe que desde los tiempos de Martí, la independencia de Puerto Rico es anhelo del pueblo cubano. Lo que quizá se desconozca o no se recuerde es que la primera vez que La Borinqueña, el canto nacional puertorriqueño, se escuchó en un evento internacional fue gracias a la gestión de dos figuras prominentes de la cultura cubana. Y que poco después la Cámara de Representantes y el Gobierno de la República de Cuba intercedían ante el gobernador colonial Luis Muñoz Marín a fin de que garantizara la vida de don Pedro Albizu Campos, sitiado entonces en su casa de San Juan. Corría el año de 1950.

CITA CENTROAMERICANA

Se inauguraban los VI Juegos Centroamericanos y del Caribe (1950) y unas 60 000 personas se daban cita en el estadio de Ciudad de Guatemala. El presidente de ese país, Juan José Arévalo, pronunciaría las palabras de apertura y enseguida desfilarían atletas de doce países y territorios de la zona. El paso de cada una de las delegaciones sería saludado con su himno nacional respectivo, interpretado por la banda de la Policía guatemalteca. Solo los deportistas boricuas no portarían su bandera, sino la de las barras y las estrellas, y marcharían bajo los acordes del himno de Estados Unidos.

«Guatemala se enorgullece de ser el dirigente del movimiento contra las potencias coloniales e imperialistas y las dictaduras en el Caribe», dijo Arévalo en su discurso inaugural, y sus palabras fueron el preámbulo de lo que sucedería, porque al paso de la delegación de Puerto Rico la banda de la Policía hizo escuchar La Borinqueña, mientras que el maestro de ceremonia, a través de los altoparlantes del estadio, recordaba que Guatemala no reconocía colonias en América y una ovación cerrada acogía su mensaje.

Claro que no todos los presentes en el amplio coliseo aplaudieron. Richard Petterson, embajador de Estados Unidos en la nación centroamericana, obligado por el protocolo, escuchó La Borinqueña en atención, pero de inmediato se retiró indignado, no sin antes advertir que entregaría una protesta formal ante la cancillería guatemalteca. Lo hizo y la réplica del gobierno de Arévalo fue precisa y lógica. Decía: «No se tocó el himno norteamericano, porque Estados Unidos no participa en estos Juegos. Se interpretó La Borinqueña porque Puerto Rico no tiene himno nacional y esa melodía popular está considerada como canto nacional».

El canto nacional puertorriqueño interpretado en la apertura de los VI Juegos Centroamericanos eclipsó la competencia misma. Grandes agencias de prensa reportaron el incidente y los periódicos más importantes de Norteamérica le dieron cabida en sus páginas. El asunto, sin embargo, no quedó ahí, pues se repitió en Haití pocos días después, en ocasión del recibo que el presidente Estimé hizo a los participantes extranjeros en la feria de Puerto Príncipe, solo que esa vez no hubo nota de protesta de la embajada de Estados Unidos.

¿Cómo llegó La Borinqueña a Guatemala? Como no había allí copia de su música, un alto funcionario del Gobierno guatemalteco dirigió al doctor Emilio Roig de Leuchsenring, historiador de La Habana, una petición para su envío urgente. Roig, como era de esperar, tampoco la tenía, pero acudió al maestro Gonzalo Roig, compositor y director de la Banda de Música Municipal, para que la facilitara. Aportó el autor de Quiéreme mucho una copia para piano de la melodía y el historiador la puso en el correo aéreo tan pronto como pudo. Así llegó a Guatemala. Una gestión en el mismo sentido, pero que no llegó a cuajar, hacía entonces en la capital cubana el hijo de Pedro Albizu Campos.

CRUENTA Y SAÑUDA PERSECUCIÓN

Pasaron diez meses. El 30 de noviembre de 1950 llegaba al Capitolio una dama encadenada. Vestía de negro y, con los ojos fijos, lucía consumida por la angustia. Era la esposa de don Pedro y portaba un mensaje en el que el líder nacionalista recababa la solidaridad de los parlamentarios cubanos. Frustrado un atentado contra su vida, orquestado, a su juicio, por agentes estadounidenses y no por la Policía de la isla, se hallaba, al igual que otros independentistas, confinado en su casa, acosado como una fiera, sin otra alternativa que entregarse o sucumbir peleando. La fracción ortodoxa acogió de inmediato el llamado y el profesor Manuel Bisbé propuso al pleno de la Cámara de Representantes que tres diputados viajaran a Puerto Rico «para comprobar sobre el terreno lo que allí sucede y aminorar la cruenta y sañuda persecución que sufren en estos momentos los líderes independentistas».

Aunque el presidente Prío apeló por carta a los «buenos oficios» y a la «humana mediación» del gobernador Muñoz Marín para garantizar la vida de Albizu, se negó a conferir carácter oficial a la embajada del Congreso que visitaría la isla hermana. Muñoz Marín, por otra parte, no había respondido a las más de veinte llamadas telefónicas que el presidente de la Cámara de Representantes le hizo desde La Habana para anunciarle la llegada de los parlamentarios.

El destino de la misión era incierto. Aun así los representantes Manuel Romero Padilla (independiente) Luis Orlando Rodríguez (ortodoxo) y Enrique Cotubanama Henríquez (auténtico, dominicano y cuñado de Prío) se ponían en camino. No pasarían de Miami.

VEJACIONES

En el aeropuerto de esa ciudad se les «pegó» un sujeto que se identificó como de la Pan American, y que, sin que se lo pidieran, dijo estar a sus órdenes. Sospechaban los cubanos de tan extraña compañía cuando dos llamadas desde La Habana les anunciaron que no debían proseguir viaje. Por la primera se enteraron de la desairada respuesta de Muñoz Marín a Prío, y por la otra, de que la Cancillería cubana no había obtenido en Puerto Rico buena acogida para su gestión.

Lo peor vendría después. Dos inspectores de Inmigración penetraron en la cafetería del aeropuerto y comunicaron a Henríquez que no podría salir del edificio. Estaba excluido de visitar Estados Unidos en virtud del artículo primero de la Ley de Seguridad Interna. Los funcionarios tenían órdenes de no dejarlo solo. Minutos después otro funcionario norteamericano se sumaba al grupo para comunicar que el dominicano era persona no deseable en Estados Unidos, y que Romero Padilla y Luis Orlando estaban detenidos y sujetos a investigación. De nada valían los argumentos del cónsul cubano, los pasaportes diplomáticos ni las visas expedidas a favor de los afectados por la embajada norteamericana en La Habana. Los tres legisladores serían trasladados a las oficinas de Inmigración. Los inspectores acordaron sacarlos por el fondo del aeropuerto para evitar el escándalo.

—Solo por la fuerza me sacan a mí por el fondo —gritó Luis Orlando, que llegaría a ser comandante del Ejército Rebelde. Romero Padilla no se quedó atrás. Rugió: —¡Al que se me acerque le meto una trompada! —y los tres diputados cubanos, más allá de sus discrepancias políticas, se agruparon en el centro del salón, con los puños en guardia.

Hubo una calma tensa. El cónsul pidió a los funcionarios norteamericanos que le permitieran comunicarse con Luis Machado, embajador cubano en Washington, y tuvo que esperar quince minutos para que lo dejaran hacerlo. Y en ese cuarto de hora tuvo lugar otro incidente. Romero Padilla, apremiado por una necesidad fisiológica, pese a estar advertido de que no podía moverse, buscó una puerta que creyó era la del sanitario y que daba a un salón donde aguardaban ansiosos periodistas y reporteros gráficos. Se abalanzó sobre él uno de los custodios y solo la interposición del cónsul evitó el cuerpo a cuerpo.

Llevaban ya tres horas detenidos cuando se recibió desde Washington la llamada del embajador Machado. Había conseguido una dispensa y quedarían en libertad en otros treinta minutos. Romero Padilla y Luis Orlando hervían de indignación.

—Nosotros no permaneceremos aquí. ¡Volvemos a Cuba! —dijeron, pero Henríquez, conciliador, insistió en quedarse. Quería ir a las oficinas de Inmigración a responder el interrogatorio.

Minutos después otro funcionario, sin presentar la menor excusa por el tratamiento que les dieron, dijo: —¡Están libres! ¡Pueden hacer lo que quieran!

Enrique Cotubanama Henríquez salió del aeropuerto para perderse en la ciudad, y Luis Orlando Rodríguez y su compañero se dispusieron a regresar a Cuba en el avión que partiría cuarenta minutos después. Se había frustrado aquel intento cubano de abogar por la vida de Pedro Albizu Campos, expresión de la solidaridad de un pueblo para el que «Cuba y Puerto Rico son / de un pájaro las dos alas / reciben flores y balas / sobre un mismo corazón».

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