Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Viendo la vida pasar

De repente en el verano

Con la misma facilidad con que se las puso y las usó sin que apenas las necesitara, se desembaraza el cubano de sus ropas de invierno y desde que se anuncia la inminencia de la Semana Santa está ansioso por irse a la playa. Poco importa que falte aún para el inicio de la temporada. Las noches siguen siendo frescas, pero el calor asoma su oreja peluda y él se siente de repente en el verano. No en balde es este un país que cuenta con unos 330 días de sol al año.

Para el cubano promedio, la playa es la diversión máxima, la mayor distracción, el mejor de los estímulos, el sitio ideal para ganar o perder el tiempo. El paraíso y la aventura. Un domingo en la playa, gratifica, compensa del esfuerzo de los días precedentes, aunque a la postre se termine más cansado que la víspera. Si la estancia es de una semana o más, la alegría desborda los límites e invade a toda la familia. Unas vacaciones en la playa confirman como pocas cosas el carácter gregario del cubano. Parientes cercanos y lejanos, amigos, amigos de amigos, vecinos y conocidos... a todos se invita para que también disfruten. Luego habrá que hacer malabares, porque la reservación incluía hospedaje y comida para cuatro personas y no para las 16 que aceptaron el convite y terminaron en fila delante del urinario.

Hay diversos tipos de playeros. El que creyéndose el mejor se traza metas imposibles, invita a competir a cuantos encuentra a su paso y despierta de su sueño olímpico con el boca a boca que le da el salvavidas que lo rescató. Y el que se pierde en la contemplación de un paisaje que incluye a las muchachas que deambulan por la arena con sus tangas mínimas y adheridas a la generosa anatomía. El que, acorde con los tiempos, quiere cuidarse tanto del sol que más le hubiera valido quedarse en casa. Y el que se lo coge para él solo y termina con quemaduras de segundo grado en la espalda que lo obligan a buscar asistencia médica y lo colman de preocupaciones y molestias en los días subsiguientes. Hay gente que se achicharra al sol cuando va a la playa. Es la forma que tiene de demostrarles a los demás dónde pasó su asueto.

Pese a que las ofertas recreativas se multiplican aquí durante los meses de verano, ninguna supera a la de la playa. No siempre fue así. En el lejano ayer, las familias más opulentas lo pasaban fuera de La Habana, bien en el campo o en la periferia y aprovechaban la cercanía de los ríos para procurarse ratos de solaz y esparcimiento, hasta que poco a poco surgieron en la costa los llamados «baños», playas artificiales que la construcción y las sucesivas ampliaciones del Malecón habanero terminarían tragándose en el siglo XX. Todavía en 1930 Varadero era un paraje desierto y casi desconocido; las playas de Marianao comenzaron a explotarse en la década del 20 y no fue hasta después de 1944 cuando las Playas del Este de La Habana contaron con un acceso fácil y rápido. Entre esos años el cubano se quitó la chaqueta, desanudó la corbata y soltó el sombrero para portar la cubanísima guayabera y quedar, a la larga, en mangas de camisa a secas.

Hoy los más jóvenes vuelven a privilegiar los baños en la costa y, con el pretexto del calor, el vestuario y las costumbres siguen simplificándose con olvido de que el clima siempre ha sido en Cuba más o menos el mismo. A partir de 1771 los habaneros dispusieron del hielo, traído desde Veracruz y Boston, para mitigarlo, si bien comenzó a importarse con fines medicinales. Los arquitectos coloniales aprendieron a sacarles el mayor partido posible a las brisas. Se vivía de cara a la calle, con las ventanas abiertas, y las familias se reunían y recibían en el lugar más fresco de la casa. Quedaba aún el recurso del abanico que, con sus revoloteos y cierres, transmitía un lenguaje de coquetería en que fueron expertas las cubanas.

Las aguas del mar regalan en Cuba una temperatura promedio anual de 25ºC. Por eso se dice y se repite que es posible disfrutar de sus playas durante todo el año. No es un mero slogan publicitario. Es la verdad monda y lironda.

Gestos

Se dice que una de las formas de identificar a un cubano, hállese donde se halle, es por lo que come. Preferirá siempre una ración abundante de arroz, un guiso para mojarlo, alguna carne frita y, desde luego, el postre imprescindible, porque si no remata la cena con algo dulce, siente que no ha comido.

Otra forma de identificarlo es la de reparar en la forma en que conversa. Habla por lo general muy alto y acompaña sus palabras con gestos fuertes y reiterados, al punto de que quien los observa, si desconoce esa particularidad, podría llegar a pensar que está en presencia de personas que discuten y que en algún momento llegarán a las manos, cuando en verdad sostienen una conversación amistosa. Dos vecinas pueden airear sus intimidades de balcón a balcón o de acera a acera con la mayor tranquilidad del mundo y un diálogo entre dos llega a convertirse casi en una charla para toda una multitud, porque el cubano es así. Magnifica cuanto hace. Si está contento, si puede vanagloriarse de algún logro, por ínfimo y efímero que sea, procura que todos lo sepan y compartan su entusiasmo; y si está triste, no oculta su pena, sino que la proclama. Algo de eso se aprecia en las ciudades de René Portocarrero, una de las temáticas más emblemáticas y celebradas del artista. La Habana que el pintor atrapó en sus lienzos no es solo abigarrada y de un barroquismo viviente y generalizado. Es también parlanchina y uno percibe sus voces y sus ecos.

La Habana siempre ha sido, como diría Alejo Carpentier, una ciudad sonante. El tañer de las campanas de las iglesias a cada hora del día y de la noche, el pregón de los vendedores callejeros, la música que brotaba de bailes improvisados por cualquier motivo, impresionaron notablemente a viajeros que, en siglos pasados, dejaron memorias de su estancia en Cuba. Y Federico García Lorca vio en 1930 a la capital cubana como una ciudad con mucho calor y gente que habla muy alto. Poco varió desde entonces el ruidoso problema del ruido, con radios y equipos de música conectados a todo volumen y automóviles antediluvianos, por lo general de marcas norteamericanas, que nadie se explica cómo funcionan todavía, pero que suenan como tanques de guerra.

Hay varios tipos de conversadores. El escarbador deja desnudo en plena vía pública a quien participa de su charla. Otros nacieron para la polémica y les basta que alguien a su alrededor diga «rojo» para que ellos respondan que «verde». El que echa sapos y culebras por la boca cuando se refiere al prójimo ausente y quiere hacer creer que es incapaz de murmurar sobre alguien a sus espaldas. El dueño de la verdad infalible. El que pone la nota trágica. Los que traen «la última», aunque sea mentira. El que parece estar a punto de decir algo trascendental y, al final, no dice nada. Los que después de que todo está dicho, tienen aún algo que decir y terminan repitiendo lo que ya se dijo. De todos ellos, el peor es el lluvioso. Hay que valerse de un paraguas para evitar ser salpicados por su saliva. Pero si ellos no existieran, los parques, las barberías, los cafés y los bares perderían en mucho su razón de existir. No hay lugar como el bar para las confesiones. Los devaneos de la esposa, el entusiasmo por la chiquilla de enfrente, la mala cabeza de los hijos y los problemas laborales terminan revelándose en la cantina como ante el confesionario. Siempre hay alguien dispuesto a escucharlos y si se hace el bobo, carga con la cuenta.

No hay como darse una vuelta por el Parque Central habanero. Decenas de personas se dan allí cita espontánea para discurrir sobre los pormenores de la Serie Nacional de Béisbol, el deporte nacional. No dialogan, rugen. Varios de ellos gritan para poder imponerse sobre otros que a su vez hacen lo mismo. Enfatizan sus palabras con la mano. La acompañan con la fuerza de la mirada. La cabeza se mueve, ora despectiva, ora altanera. Parecen que van a agredirse. Dirimen la conveniencia de una jugada, lo oportuno o inoportuno de la decisión del mentor de un equipo, si el tiro a tercera fue out o una «cuchilla» del árbitro, si la sustitución de tal o más cual jugador a finales del juego fue razonable o no lo fue... Nadie da su brazo a torcer. Ni admitirá estar equivocado. Cuando más, abandonará el campo al contrario, no porque se haya convencido de la verdad del otro, sino para perdonarle la vida, porque al cubano le es más fácil ser condescendiente que justo. Al final, la sangre nunca llegará al río y cada cual se irá por donde vino para reencontrarse con energías renovadas en el mismo sitio al día siguiente.

Barberos

Barbero, dice el diccionario, es el que se dedica a afeitar. En Cuba, el barbero no solo afeita —es, en verdad, lo que menos hace—, sino que ejerce además el oficio de peluquero. Siendo sinónimas esas dos palabras, no tienen aquí, sin embargo, una equivalencia estricta, pues barbero es el que corta el cabello a los hombres y peluquero es el que se ocupa del cuidado del cabello de las mujeres. Así es. Entre nosotros ningún hombre dice que visitará la peluquería ni que está urgido de un corte de cabello, sino que necesita pelarse. Ninguna dama confesará que pasó toda la tarde en la barbería. Y nadie se rasura o depila; se afeita.

Cuando yo era niño me mandaban a la barbería un sábado sí y otro no. Yo no tenía dónde escoger entonces, porque el barbero terminaba haciéndome el pelado que de antemano habían seleccionado mis mayores, que era siempre a la pluma corta; el mismo de a la pluma larga, pero más rebajado. No porque me asentara más, supongo, sino porque con menos pelo aguantaba mejor los quince días que transcurrirían hasta el próximo pelado. En esa época la única alternativa para los que iban haciéndose mayorcitos era la de pelarse a lo alemán, con el que el pelo quedaba como las cerdas de un cepillo, aunque para los más pequeños se añadían al catálogo los pelados al coco y a la malanguita. Pelar un niño al coco equivalía a raparlo al cero, mientras que a la malanguita era el mismo cero, pero con un cerquillito.

Grandes y chicos cumplíamos en esos años con el deber social de pelarnos. Lo hacíamos no porque quisiéramos, sino por el qué dirán. Al hombre que andaba con el cabello descuidado siempre alguien terminaba preguntándole si estaba enfermo. Lo mismo que si lucía una barba de varios días. Y la gente calculaba el estado de las finanzas de una familia por el largo del cabello de los niños. Era aquella una sociedad muy convencional y nadie asociaba el pelo largo con el talento ni con la rebeldía individual, sino con la inopia o la negligencia.

Entonces los hombres, por lo general, no se teñían el cabello; si acaso, el bigote, y no se concebía una barbería atendida por mujeres ni existían establecimientos de ese tipo que dieran cabida en su clientela a los dos sexos. Todo estaba muy bien definido. El barbero lograba a base de pericia y tijera lo que hoy hace una maquinita eléctrica y se valía de una navaja de verdad que asentaba en un fajín de cuero que colgaba de uno de los brazos del sillón. Luego, depositaba en el cuenco de su mano una ración generosa de alcohol o colonia mentolada y la esparcía por la nuca o la cara del cliente, según lo hubiera pelado o afeitado. Al final, entalcaba las zonas afeitadas con la ayuda de un cepillo; cepillo que le servía además para retirar los pelos que habían quedado adheridos a las ropas del que se peló. Mientras más cepillaba el barbero, mayor era la importancia del cliente o resultaba más elevada la consideración que le tenía. O mejor había sido la propina. Había una relación proporcional en eso.

Las cosas eran bien simples hace cinco décadas. El niño acudía a pelarse a la barbería donde todavía se pelaba el abuelo y donde también se pelaba su padre. De manera que el barbero, aparte de acicalarlos, era el depositario si no de los secretos, al menos de la historia de toda la familia, que se confesaba frente al mismo espejo. Hoy los más jóvenes eluden las barberías convencionales y ponen su cabeza en manos de alguien tan joven como ellos que sabe hacerles el pelado que les gusta. En cambio, los que andamos entre los 60 años y la muerte seguimos aferrados a la barbería tradicional, donde, al igual que cuando éramos niños, quedamos sin muchas alternativas, no porque alguien se empeñe en decidir por nosotros, sino porque nos queda tan poco pelo ya que apenas interesa decidir por nosotros mismos.

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