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El Pacificador

En la batalla de Peralejo (13-7-1895), una de las acciones más importantes de la Campaña de Oriente antes de la Invasión, el mayor general Antonio Maceo, Lugarteniente General del Ejército Libertador, estuvo a punto de capturar al capitán general Arsenio Martínez Campos, gobernador de la Isla, quien mandaba la tropa enemiga. No contaba el Titán con municiones necesarias para hacerlo cuando, tras la caída del general Santocildes, el jefe español asumió personalmente la retirada para buscar amparo en la ciudad de Bayamo, dejando en el camino armas, equipos y muertos. Tuvo cerca de 400 bajas frente a las 118 de los cubanos.

Ya en La Habana, mientras se trasladaba al Palacio de Gobierno en la Plaza de Armas, Martínez Campos reparaba en los arcos de triunfo que se alzaban en la ciudad para rendir homenaje «al héroe de Peralejo». Entonces, con mucha discreción, se inclinó hacia uno de sus ayudantes y en voz baja, casi en susurro, preguntó que desde cuándo la ciudad levantaba arcos triunfales a Maceo.

Cuba es inconquistable

El militar, nacido en Segovia en 1831, y que paso a paso había ascendido al grado más alto del Ejército español, tenía, pese a su sequedad habitual, algunas ocurrencias oportunas. Amigos y enemigos lo tenían como hombre valiente y pundonoroso, y un jefe hábil y sagaz.

El gran periodista cubano Manuel de la Cruz dice de él que fue más temido que amado, un oficial rudo y áspero, exigente, que demandaba de sus subordinados sacrificios superiores a sus energías. Otro gran periodista nuestro, Enrique Piñeiro, expresa que no fue un gran militar ni un buen político, pero sí un hombre honrado y abierto; decidido e incansable en la guerra, vacilante y hasta tímido en la paz, y siempre vanidoso, ansioso del puesto primero y sin darse tiempo a titubear cuando, para buscarlo y ganarlo, se necesitaba sobre todo valor, audacia y fe en su estrella…

Máximo Gómez lo definió como «el general español más bravo y astuto que nos combatió», y Maceo reconoció en él a «un enemigo vencedor, que aprecio por su hidalguía y honradez».

Claro que un hombre así tuvo también no pocos detractores. Las posiciones que asumió respecto a Cuba dieron pie a rumores acerca de sus simpatías con la causa de la independencia.

Así, cuando el norteamericano Eugenio Bryson, periodista del Herald, le propuso asesinar a Maceo, respondió que si de esa manera tenía que deshacerse de su enemigo, Maceo viviría toda su vida.

Es definitoria su respuesta a Cánovas del Castillo, presidente del Gobierno español, cuando, en 1876, le ofreció el mando de la Isla: «Déjese Ud. de mandar más gente a Cuba, que es lo mismo de mandar reses al matadero; yo conozco aquello, como que allí he tenido mando y hecho guerra. Cuba está perdida para nosotros hace cuatro años, todo lo que se haga para volverla a someter a nuestra dominación es trabajo perdido. Cuba es inconquistable…». 

Una persona, con la que me topo cerca de la Víbora y que es lector asiduo de esta columna, me pide que dedique espacio a Arsenio Martínez Campos. Trato ahora de complacerlo.

En Cuba

Tuvo Martínez Campos varias estadías en Cuba. Vino por primera vez a fines de 1861, en tránsito hacia México, como parte de la expedición punitiva del general Prim. Volvió a comienzos de 1869 cuando pidió formar parte del refuerzo inicial que envió España a fin de sofocar lo antes posible la revolución de Céspedes.

Operó entonces en el centro de la Isla, y en Bayamo fue jefe de Estado Mayor del sanguinario Conde de Valmaseda, hasta que en 1870 recibió la jefatura del batallón de los Cazadores de San Quintín. Ya como general de brigada se le confió en 1871 el cargo de gobernador de Santiago de Cuba, mando al que, disgustado con sus superiores, renunció un año más tarde para volver a España con la experiencia de su enfrentamiento con los mejores generales cubanos (Gómez, Maceo, Modesto Díaz…) y el convencimiento de que la lucha sin cuartel contra la insurrección, en la cual —afirma el historiador René González
Barrios— él mismo refrendó varias disposiciones en sus tiempos con Valmaseda, no produciría más que el auge de aquella y su interminable prolongación.

Olvido de lo pasado

Joaquín de Jovellar quiere renunciar a su cargo de gobernador de la Isla, y el Gobierno español decide que Martínez Campos lo sustituya. Cree este que la guerra de Cuba está perdida para España. Aun así, acepta venir siempre que Jovellar permanezca en su puesto y él asuma solo la responsabilidad de las operaciones militares. Cada uno delimita sus responsabilidades y «en un armónico plan de apoyo mutuo, deciden hacer el último esfuerzo por lograr la pacificación de Cuba», escribe González Barrios.

Viene Martínez Campos con numerosa tropa y los mejores generales, hombres de su confianza y fogueados todos en la guerra de Cuba. De inmediato reorganiza el Ejército y concentra en Las Villas el fuerte de sus columnas a fin de detener allí la expansión de la revolución y, una vez controlado ese territorio, avanzar hacia Camagüey y Oriente. Hace que sus hombres imiten a los mambises en su forma de acampar y cubrirse y adopten el machete como arma de guerra. Tiene una divisa: «Olvido de lo pasado; esperanza en el porvenir», y en la práctica combina las operaciones militares con la humanización del conflicto.

Dispone que los prisioneros sean respetados y bien tratados. El fusilamiento sería solo una amenaza. Caminos y senderos se llenan de proclamas que llaman a la paz y la concordia. Dispone una tregua unilateral. Familias insurrectas son socorridas con ropas y víveres y se reparte dinero a manos llenas. Se establece un tratamiento especial para niños, mujeres y ancianos… Es el Pacificador. Llega así el 10 de febrero de 1878. Se firma en Camagüey el Pacto del Zanjón. La guerra concluye con una paz sin independencia. Máximo Gómez dice a Martínez Campos: «La insurrección muere, no por las armas españolas, sino por las condiciones personales y la política de Ud.».

No cambio por dinero estos andrajos

Pocas veces brilló tanto la dignidad mambisa como en la entrevista de Gómez con el jefe español. Gómez acude al encuentro vestido de harapos; pide un barco que lo lleve a Jamaica. Martínez Campos insiste en que se quede. Su presencia se hace necesaria para la reconstrucción del país y la consolidación de la paz, dice. Terminada la guerra, nada me queda por hacer en Cuba, responde Gómez. Martínez Campos le ofrece ayuda pecuniaria. «No es posible que viaje usted con esa ropa miserable». Respuesta de Gómez: «General, no cambio yo por dinero estos andrajos que constituyen mi riqueza y son mi orgullo.  Soy un caído, pero sé respetar el puesto que ocupé en esta revolución…».

La entrevista con Maceo en Mangos de Baraguá es suficientemente conocida. No hay entendimiento entre ellos. Volverán a encontrarse. Para entonces es de conocimiento del español que Maceo impidió que se le asesinara en vísperas de Baraguá, y escribe al Titán: «Desearía tener la ocasión de estrechar la mano de usted, como amigo, pues ha sido enemigo leal». Y en San Luis almuerzan los dos generales.

Muchos años después, Máximo Gómez recordará la satisfacción que le produjo «en mi triste y miserable destierro», leer la carta que le remitiera Martínez Campos, en la que le escribe: «Todos los hombres no tienen la fuerza de voluntad que ha tenido usted para soportar la miseria…».

La renuncia

Regresa a Cuba, como capitán general, en abril de 1895.  Asume enseguida la conducción de la guerra, «sin incurrir en crueldades ni faltar a su conciencia». La contienda sigue su curso y la campaña invasora es indetenible. Gómez y Maceo se anotan la victoria de Mal Tiempo y Martínez Campos es derrotado en toda la línea en Coliseo. Vuelve a La Habana a fin de preparar la defensa de la capital. En realidad, es el fin. Reúne en Palacio a las más altas autoridades de la Colonia y a una representación de la prensa. Luce fatigado; viste el uniforme de campaña sin más insignias que el fajín rojo con borlas de oro, distintivo de su alta graduación. Anuncia que renuncia de manera irrevocable a su mando. «No he acertado a seguir la política de guerra a que me querían obligar… por impedírmelo mi conciencia y mis sentimientos religiosos…». Fallece en Santander en 1900.

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