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Voluntarios en la zona roja

Muchas almas se han sumado para garantizar la retaguardia médica. Así lo vio JR en el hospital camagüeyano Amalia Simoni, en el centro de aislamiento en la villa holguinera Raúl Tamayo y en el Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí

 

Autores:

Mileyda Menéndez Dávila
Yahily Hernández Porto
Yuniel Labacena Romero
Nelson Rodríguez Roque

En milésimas de segundo, la imagen pasa ante nuestros ojos: Un saco de nailon negro cargado de incógnitas atraviesa el umbral de la lavandería del hospital camagüeyano Amalia Simoni, donde permanecen ingresados los casos sospechosos y confirmados a la COVID-19 de esta ciudad y de la vecina Ciego de Ávila.

A seis metros distinguimos una mujer mestiza y delgada que deposita en manos de otro empleado el delicado paquete. Luego ambos salen «purificados» del recinto, a juzgar por los fuertes olores químicos que expelen.

Oscar Soto, de 50 años, jefe de lavandería, se acerca primero y da los buenos días, aun cuando el astro rey no ha salido de su sueño. Yaneth Díaz, de 37 años de edad, dice con humildad: «Sí, periodista, en ese saco vienen las sábanas, batas, nasobucos de los pacientes… Lo recoge el personal de la sala y luego yo lo bajo aquí. ¿El nailon? Ese es incinerado enseguida, dentro de otro estéril».

Apenas unos minutos de diálogo y todos sudamos bajo el atuendo de protección. «Aunque trato de que todo marche como si nada, algo muy adentro no me deja vivir tranquilo, al punto que preferí mandar a mi viejo, de 94 años, para la casa de mi hermana», confiesa, y vuelve a su faena como si también sus miedos se incineraran cada día.

Yaneth reconoce que en vez de lidiar con la inquietante carga pudo haberse quedado en casa, cuidando de sus cuatro hijos. Pero el deber fue más fuerte y voluntariamente se mantuvo en su puesto: «Mi Dayron cumple 19 años y hace días que no lo veo, ni a sus hermanos, Daimarelis, Diannelis y Daniel… ¿Puedo mandarles un beso a través del periódico?».

Animar la esperanza

Muy diferente, en apariencia, es el área de Terapia Intensiva, pero es similar la tensión en el rostro del jefe de este servicio, doctor Ernesto de la Paz, cuya voz de alerta (¡Ni un paso más!) me detiene en firme, como en los imborrables momentos de soldado, durante el cumplimiento del servicio militar voluntario femenino.

Un rótulo en la puerta: Zona Roja, avisa que detrás de esas paredes se encuentran los casos graves y de cuidado. «Doctor —le confieso—, estoy rastreando a una auxiliar de limpieza…». Me interrumpe: «A Yumilaydi Espinosa. Pero ella está en el área más restringida». Me entristece escucharlo. Ante mi insistencia, su respuesta, aunque categórica, trae algo de esperanza: «Toma las fotos de lejos y yo le hago llegar sus preguntas».

En la tenue luz del lobby la adivino con su balde, bayeta y trapeador, protegida hasta el alma. A más de seis metros, responde: «¿El momento más difícil…? Limpiar los vómitos. Eso impone las más estrictas normas de seguridad y hasta me quita la tranquilidad. Pero el más reconfortante es cuando puedo decirles “Tranquilos, que ahorita salen de aquí”, y ellos me agradecen».

En la sala A de Clínica permanecen los niños sospechosos de portar el SARS-CoV-2 con algún familiar cercano. «Mientras no se demuestre quién es positivo, todos aquí son tratados como de alto riesgo y esa espera estresa a muchos», cuenta la jefa de Enfermería, Yoexis Baryolo Aragó, quien me da un chance para deslizar la cámara en una abertura entre las hojas de la puerta.

Así capto la imagen de las pantristas Esperanza Rodríguez y Norelvis Reyes, quienes puntualmente llevan los alimentos —siete veces al día— a estos pacientes especiales, como la pequeña Saimaris y su madre, que saludan desde lejos. Lo más difícil, coinciden ambas empleadas, es el fregado:

«Primero se deja la bandeja durante 30 minutos en cloro puro, luego la fregamos con cloro, agua y detergente; le sigue el enjuague con más cloro y agua caliente y después se acomodan para secar. Todo con mucha paciencia para que no salpique el agua», explica Reyes, quien durante 27 años de labor nunca había sentido tanto temor en su trabajo.

Para Rodríguez, trabajar con pequeños es una fuente de optimismo, aunque el mundo se esté cayendo afuera. «Siempre tienen una sonrisa en su rostro», reconoce, y la enfermera Baryolo comparte una anécdota: «Maykol, de cinco  años, cuando supo que era negativo dio brincos de alegría en su cama y gritaba: “¡Viva Cuba libre!”. Todos le respondimos con vivas y aplausos».

Los hombres también lloran

En el cuerpo de guardia del hospital agramontino, Luis Pimentel espera inmóvil, como si el tiempo no pasara. Él es uno de los camilleros que conduce casos sospechosos por los pasillos del Amalia Simoni. «Nunca había visto a hombres llorar tanto», se apresura a contar. «Cuando son separados de sus seres queridos esto se pone muy doloroso».

Para este sanitario de 59 años, lo más duro es acostar a un niño o niña en su camilla y alejarlo de sus familiares: «Solo puede acompañarlo un tutor y el resto de la familia va hacia el aislamiento. Para mí es… No puedo contarle».

De prisa vamos al «corazón del hospital», como llaman aquí a la central de esterilización, donde se recibe lo más contaminado, lo que se usa para atender pacientes y debe ser recuperado. Todo se desinfecta en este departamento, que 19 operarios mantienen funcionando ininterrumpidamente.

Uno de ellos es el joven Yosnel Álvarez, quien sintió hace unas semanas que el mundo se venía abajo cuando le detectaron varios síntomas en la pesquisa diaria y lo pusieron en aislamiento. «Conocí lo que era ser “un sospechoso” y de verdad es una tortura mental porque uno se cuestiona todo. Aunque el PCR fue negativo, cuando pienso en eso me asusto tanto que vuelvo a llorar. ¿Por qué volví al trabajo? No acepto quedarme en casa con los brazos cruzados…».

Cuidar de los cuidadores

Afamada por sus servicios de hotelería y alimentación, la holguinera villa Raúl Tamayo, de la Empresa Garbo (Servicios a Trabajadores), funciona hoy como centro de aislamiento para acoger al personal médico y de apoyo que se consagra 12 horas en el hospital clínico quirúrgico Lucía Íñiguez durante 15 días.

Esta instalación, que habitualmente trabaja para el sector constructivo, tiene ahora 28 empleados velando por el descanso de unas 50 personas que retornan a la villa cada noche para recobrar fuerzas y bajar las tensiones propias de las faenas hospitalarias.

Enclavada en las afueras de la Ciudad de los Parques, en el consejo popular Pedernales, la villa queda distante del hogar de muchos de esos trabajadores, incluido su cocinero, Miguel Moreno. Pero el transporte no ha faltado para que él sea puntual en su madrugadora «sazón».

«Siempre estaré donde la Revolución me necesite. Aquí elaboramos tres meriendas, desayuno, almuerzo y comida diarios para 85 personas, porque ya empezamos también a enviar alimentos hacia el hospital clínico quirúrgico».

Para quien ha dedicado su vida a la cocina, la calidad es lo primero, haya o no epidemia. «En estas circunstancias me siento útil, y el mejor estímulo es cuando me mandan mensajes de felicitación de esas personas por un plato gustoso».

Similar disposición muestra Reina Centeno, pantrista de plantilla, ahora voluntaria en la lavandería de la villa, además de asumir otras funciones de limpieza y organización del centro. Por su edad pudo quedarse en casa, pero no lo hizo.

«Mi hijo de 28 años vive dándome ánimo y me impulsa a terminar con éxito esta cooperación. Entramos a trabajar a las 6:30 a.m. y en ocasiones nos vamos pasadas las 8:00 p.m. Con la otra compañera de lavandería nos alternamos cada dos días, y si se acumula ropa seguimos activas».

«A mí nadie me obligó a sumarme, pidieron mi disposición y acepté, y aquí vamos a estar “batíos” hasta el final», afirma el jardinero Ricardo Cruz, quien acumula siete años en Garbo, la mayoría en un campamento en Pedernales, donde conoció a la pantrista Carmen Pérez, su actual esposa, con quien comparte la misión de contener la epidemia y velar porque los inusuales huéspedes se sientan confortables.

Cruz integró el equipo que acondicionó el centro en marzo para la nueva tarea: «Al principio tuvimos pacientes de Gibara y el municipio cabecera; luego vino el personal de salud. Aquí he hecho de todo, desde apoyar en la cocina hasta trasladar colchones y camas».

Bienvenido refuerzo

Semanas atrás visitamos el Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí (IPK) para hacer un primer reportaje sobre el personal de servicio (Un reloj para cuidar la vida, 3 de mayo), y el subdirector administrativo, el doctor Ángel Luis Guerra, habló con tanta admiración de los voluntarios a cargo de la atención e higiene en las salas que prometimos escribir sobre ellos también.

Insistía en el valor de ese gesto porque habían salvado, literalmente, el déficit de personal propio para enfrentar lo que se avecinaba, ya que un número importante de su plantilla no podrían permanecer 14 días consecutivos en el hospital y otros 14 en cuarentena, por su salud o por estar al cuidado de sus familiares.

Pero era imprescindible cubrir esas áreas para garantizar una adecuada retaguardia al personal médico y ahí surgió la alianza, por ejemplo, con la empresa de Gastronomía de La Lisa, cuyos trabajadores no dudaron en cruzar la línea de peligro.

Rufino Pérez y Luis Vichot García entregaron mucho amor en sus días como voluntarios en el IPK. Foto: Abel Rojas Barallobre

Rufino Pérez es gastronómico en La Taberna, pero en el IPK lo necesitaron como auxiliar de limpieza en la sala de Terapia y lo asumió sin miedo. Diariamente higienizaba los cubículos, los baños, el pasillo, la enfermería… y a la tarde otra vez le «pasaba la mano» a todo. No tenía tiempo para sustos o cavilaciones, aunque la primera vez que vio a un paciente conectado a las máquinas fue impresionante.

Con humildad dice que no tiene idea de por qué lo escogieron en su centro y asegura que otros hubieran cumplido la tarea sin dudar. Sí escuchó de gente que en otros países han sido rechazados por hacer esta labor, pero asevera que en su barrio no va a pasar. 

De izquierda a derecha las pantristas Esperanza Rodríguez y Norelvis Reyes, junto a la enfermera Yoexis Baryolo Aragó. Foto: Yahily Hernández Porto

«Yo de aquí me voy “limpio”, con todas las pruebas que nos hicieron y la cuarentena… ¡Allá los que están en la calle y no se cuidan! Aunque espero que este sacrificio de muchos no sea en vano y la gente aprenda a cuidarse mejor afuera, como debe ser», asegura.

Luis Vichot García, dependiente de la cafetería La Ermita, reconoce que al proponerles la tarea todos aceptaron sin pensarlo mucho, y cuando ya estaban aquí ¿qué iban a pensar? Fue asignado como pantrista en la sala de Pediatría y su mayor angustia fue una pequeña de dos años que comía muy poquito.

Como tampoco la mamá quería comer, le tocó dar casi tanto consejo como alimento: «Cuando se fueron de alta la niña estaba riéndose, jugando, pero fue duro verla así… No estaba mal, pero solo saber que estaba enferma era pesado», dice este abuelo, que cada día llamaba a casa para saber de su nieto de cuatro añitos.

«Sentí miedo por un niño que vomitó tres veces, pero el médico y la enfermera le estaban arriba todo el tiempo y salió bien», cuenta con alivio, e inconscientemente restriega sus manos: «Cuando regrese a mi trabajo habitual voy a seguir con estos hábitos de higiene constante. El golpe te enseña a ser más precavido», reflexiona, y con una sonrisa acepta que su administrador debe haberlo escogido porque es «un viejo peleón», siempre arriba de las cosas.

Pudo haberse negado, por su bronquitis crónica, pero no quiso, y mucho menos «esconderse», como le pedía asustada su hija. «Ni que yo fuera un muchacho», sonríe compasivo.

En el hotel Machurrucutu, donde descansaban cada noche, mantenían la distancia y usaban el nasobuco. Siente que sus empleados los atendieron con el mismo amor que ellos prodigaban a sus pacientes en el IPK. No socializaban, pero cada mañana les pedían: «Cuídense, muchachones».

Tuvo noches de no dormir, no preocupado por su propia salud, sino por «la de esa gente que se sienta en las esquinas a tomarse un Planchao o perder tiempo… ¡Así más nunca se va a acabar esto!», opina desconcertado.

Hilda Sarría (la Chiqui) trabaja en la la cafería La Ermita, pero no dudó prestar su colaboración en el Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí (IPK). Foto: Abel rojas Barallobre

De la cafería La Ermita es también Hilda Sarría (la Chiqui). Aunque corta de edad y estatura, dice no admitir peros «cuando la Revolución me necesita». Por Vichot supimos que en cuanto supo de la demanda de gente insistió en venir también.

Difícilmente sospechara, mientras estudiaba técnico medio en Gastronomía, que fregar y servir alimentos pudiera ser un oficio de alto riesgo. Con 17 años de vida, esos 15 días en el IPK fueron su primera «aventura» lejos de casa, y la vivió con la pasión que demanda el momento.

Reconoce que estaba un poco nerviosa en la arrancada, el 12 de abril, pero después fue aprendiendo de a poco: «Aunque repartía comida directamente a pacientes positivos, sabía que si me cuidaba todo saldría bien. Además, mi primer deber era apoyarlos, y nunca faltaron saludos o buenos modales, para que me acogieran como familia. Quería que se recuperaran lo más pronto posible y por eso trataba de ayudarlos en todo lo que pedían.

«Algunos escondían el nerviosismo y otros de verdad parecían estar de buen ánimo. Todos elogiaban el trato que recibían en el hospital y que personas como nosotros, totalmente voluntarios, les dedicáramos tanto amor y nuestros días libres. Cuando se ponían intranquilos no comían y me tocaba darles fuerza, aliento, explicarle que todo saldría bien.

«Mis padres aceptaron mi disposición para la tarea, aunque al principio tuvieron sus dudas. La vocación de lo útil siempre los convenció. Me pidieron cuidarme y así lo hice. El propio Director del IPK nos recibió en la entrada y nos detalló cómo iba a ser todo. Después subimos a las salas a ponernos todos los medios de protección y entonces nos explicaron las características de cada paciente, los diabéticos, los extranjeros…

«En mi sala eran ocho. A las dos semanas, cuando les dije que me iba, se pusieron muy tristes, pero les pedí que se relajaran porque todo iba a salir bien y los próximos voluntarios también los tratarían como familia. Esta ha sido una misión muy noble, llena de mucho optimismo y la cual no olvidaré nunca», narra orgullosa.

A punto de despedirse del equipo de Juventud Rebelde, la Chiqui decide compartir consejos para sus coetáneos: «Les pediría que se cuiden, que no salgan a la calle por gusto, usen bien el nasobuco y cumplan las medidas que ha establecido el país. También que hagan caso a sus padres y apoyen a la sociedad y a las personas más vulnerables… Yo sé que se puede salir bien de esta pandemia, pero tiene que ser entre todos».

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