Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un testimonio por la esperanza

«Siempre hay indicios, lo importante es identificarlos y no pensar que estamos solas», dijo a Juventud Rebelde una víctima de violencia de género

Autor:

Yahily Hernández Porto

CAMAGÜEY.— La doctora Iraida Gómez Fonseca, jefa del Grupo Provincial de Sicología, nos recibió en su consulta uno de esos días en que debía atender a varios pacientes. Con puntualidad nos dio la bienvenida e invitó a pasar a su pequeño, pero acogedor local de trabajo, donde la vida toma rumbo hacia la reparación de los sentimientos, el optimismo y la confianza.

Sus gestos de aprobación hicieron que me relajara, sin sospechar lo que minutos después sentiría, pues una cosa es imaginar y otra conocer de cerca la tragedia contada por una víctima de violencia intrafamiliar.

Me había acomodado en una silla de paleta, con lápiz y hojas blancas delante de mí, cuando una voz llamó mi atención. «Buenas tardes», dijo una mujer acompañada de su hijo, mientras su mirada recelosa me inspeccionaba de pies a cabeza. Yo sabía lo que esos ojos temerosos reflejaban, y preferí no interrumpirla para lograr su aprobación ante mi insistencia periodística.

Reconozco que la presencia del niño fue un hallazgo con el que no contaba. Sus sudorosas manos me dispararon al corazón una ráfaga de sentimientos encontrados. Sí, el jovencito estaba nervioso… y poco después descubrí que no era para menos.

Para entrevistar a aquella mujer, la doctora Iraida me había pedido algo: cero tecnologías. Ni cámara ni teléfono ni grabadora mediarían en este encuentro íntimo y anónimo, en el que la reportera solo debía escuchar y tomar notas. Las dudas quedarían para otro momento, porque lo más importante era no interrumpir a esta admirable luchadora.

La esbelta mujer, de unos 35 años, tez trigueña y semblante apesadumbrado, consintió con la cabeza y le indicó a su hijo —de 11 abriles— acomodarse en un asiento en el saloncito contiguo, en el que varios juguetes lo esperaban.

Frente al buró de la sicóloga y de espalda a mi persona, la mujer se acomodó. Un silencio extraño se apoderó del ambiente. Era la décima sesión a la que asistían madre e hijo. Ella consideraba aquellas charlas como sanadoras del alma. Su fe en un mañana de paz garantizó que la angustia vivida durante más de siete años no quedara sepultada en los archivos clínicos de una consulta.

Traté de retratar cada detalle con el verbo. Así, comparto con los lectores una historia de desvelos, humillaciones y agravios, pero también de solidaridad, resistencia, esperanza y resiliencia.

I

Guiada por la doctora Iraida, la paciente suspiró e inició su diálogo con el pasado mientras observaba a su pequeño jugando con un carrito y un peluche de osito panda.

«¿Doctora, usted recuerda cuando llegué por vez primera?, preguntó, al tiempo que secaba sus lágrimas. ¡Estaba desesperada y temblaba de miedo cada vez que trataba de contarle! Estuve llorando dos horas. No fue hasta la tercera visita que pude empezar a hablar… Ahora tengo fuerzas para narrar mi historia y tratar de prevenir a quienes estén pasando por algo similar».

Con pausado acento, aseveró: «Sí, hay más mundo fuera de nuestras casas, y una gran luz de amistad más allá del círculo negro en el que una se encierra. Siempre habrá gente buena que nos ayudará».

Sus reflexiones la trasladaron a unos meses antes de la pandemia, cuando su situación empeoró como nunca en sus casi ocho años de matrimonio. Hasta ahí todo marchaba como de costumbre, entre gritos y ofensas verbales. Pero su retoño, criado desde los dos años por aquel padrastro violento, le decía papá.

«Él complacía al niño en todo. Era el padre que había soñado para él y estaba dispuesta a defender mi matrimonio a pesar de su genio y su mala forma. Estaba segura de que podría soportarlo, y como todo se arreglaba entre nosotros… Pero las cosas fueron de mal en peor.

«Nadie debería soportar ni el más mínimo maltrato porque nunca termina, sino que se vuelve más insoportable, nocivo y cotidiano. Los empujones y las ofensas se sustituyeron por golpes y amenazas». Una noche, solo por tener la comida fría y el agua del baño sin preparar, supo lo que era el puño de su esposo golpeándole el rostro: «Me tiró al piso y tuve la cara inflamada durante varias semanas», lamentó.

Recordó que unos meses después de comenzar esa relación él le exigió que dejara su trabajo porque eso no era para mujeres como ella. «Me negué
primeramente, pero era tanta su insistencia y los problemas que me traía, que nunca más volví a la peluquería donde trabajaba».

Aquella decisión sería el principio de una vida de inimaginable enclaustramiento, tal cual él la había diseñado. «Ese fue mi gran error, porque le dio bandera abierta sobre mí. Me volví dependiente de él en todos los sentidos. Sí yo hubiera estado al lado de mis compañeras —a las que nunca soportó y las tildaba de prostitutas solo por como se vestían, reían y compartían en familia— no hubiera pasado tantos horrores».

Aquella determinación de mantenerla complaciente y subyugada a los caprichos del marido empezaba a dar frutos: «Él sabía que tenía que alejarme de mi entorno y amistades para eso y yo fui accediendo a sus deseos, a veces sin ser consciente. Un día dejé de tener amigos o vida social. Mi mundo se redujo a mi casa. A veces para visitar a mi madre tenía que esperar por él».

II

Fueron muchos los desvelos de esta camagüeyana y muchos también los tragos amargos, pero se creía obligada a salvaguardar la familia, costara lo que costara: la educación machista vencía a la razón.

«Para mí era muy difícil volver a empezar de cero: un nuevo hogar, un nuevo matrimonio… y como hasta ese momento él era un padre bueno y no faltaba de nada en casa, aguantaba callada cada desplante, insulto, golpe, pensando que todo se solucionaría. Hasta un día que me exigió que pagara sus deudas con mi cuerpo, porque yo le gustaba a su garrotero.

Ella se opuso rotundamente. Le dijo que no lo haría, y  aquella negativa tuvo consecuencias inimaginables: «El niño estaba en casa; esa fue la primera vez que vio como su “papá” me pegaba. Antes podía inventar excusas para los morados (un resbalón, una caída de la bicicleta, un intento de asalto para arrebatarme la cartera…). Aquel día fue infernal. ¡Como conocer al diablo en la Tierra!

«En medio de la bronca, me dijo: “Si no lo haces, ya sabes que se la pueden coger con el niño”. Esa noche no dormí, y no por los dolores de la paliza, sino por el miedo que me infundieron
sus palabras. Al otro día fui casi violada por él, y a partir de la semana siguiente —varias veces durante un mes—, tuve que pagar esas deudas».

III

Después de aquella vileza, nunca más fue la misma. No hubo paz ni en su alma ni en sus días, porque los abusos fueron más seguidos e inimaginables: «Fui secuestrada en mi propia casa, en un cuarto en el patio. Estaba alejada del mundo. Al niño él lo manipulaba con regalos. Cuando regresaba de la escuela todo parecía normal, porque calculaba la hora y me liberaba del encierro para cocinar, lavar, planchar, limpiar… Me convertí en una esclava sexual y doméstica.

«Su gran error fue prohibirle al niño que viera a su padre porque eso encendió la alarma. No la de mi familia más cercana, que lo consideraban el hombre perfecto, el que me lo daba todo. Mi madre, incluso, me dijo varias veces, cuando intentaba contarle lo que me pasaba: “Recuerda que él cría a tu hijo y no te falta de nada en la casa. Todo eso hay que agradecerlo. Con los años una se acostumbra y él de seguro cambia”.

«Así estuve hasta finales de la pandemia, cuando una profesora, el padre del niño y una vecina decidieron cambiar el rumbo de mis días. Ellos sospecharon que algo pasaba. La profesora, porque el niño estaba triste y muy callado; el padre, porque casi no podía verlo; y la vecina, porque sabía del pasado de mi marido, un maltratador que casi acabó con su primera esposa y sus tres hijos, de los que nunca supe nada porque se fueron hasta de la provincia.

«Mi vecina fue quien dio el primer paso, quien más se arriesgó. Se dio cuenta de mi encierro en el cuarto del patio. Incluso lo veló, junto a su esposo y uno de sus hijos, para hacerme llegar mensajes de esperanza a través de una hendija, para que supiera que no estaba sola.

«Aquel gesto me dio fuerzas. Mientras hablábamos bajito a través de la hendija sosegó mi estado de desesperación. Me propuso que cuando llegara borracho y se durmiera, le robara la llave de la casa para salir huyendo con el niño. Me prometió esconderme en su casa, pero no me atrevía porque tenía mucho miedo. Poco a poco, durante más de un mes, ella me convenció. Luego me escondieron lejos, hasta que me llené de valor y puse la denuncia».

IV

«Hoy sigo sintiendo miedo, aunque respiro más tranquila porque sé que con el nuevo Código Penal y de las Familias él no saldrá bajo fianza, y sus cargos de maltratador y violento tampoco desaparecerán de su vida, como ocurrió hace 17 años con su primera familia. Desde que lo denuncié, estoy protegida por las autoridades.

«Las amenazas que sufren las víctimas de violencia y el temor que ocasionan las confinan en un eterno miedo. Yo lo sé por experiencia. Doy gracias a la vida por la gente que me quiere y por quienes me apoyaron: A mi vecina, que echó pie en tierra, junto a la Federación de Mujeres Cubanas, para hacerme entender que siempre hay una luz en el camino. Al padre de mi hijo, quien ahora está más cerca de él. Y a la maestra, la cual me aseguró: “Con tú caso crecí como mujer, madre y educadora. Ahora estoy más atenta a las señales de abuso que puedan existir en mis alumnos, compañeras, amigas, vecinas y familiares”.

«Y la maestra tiene razón, pues identificar señales de abuso no es nada fácil, pero tampoco imposible. Por ejemplo, mi ex siempre posó de hombre “íntegro”. Buen padre, buen compañero de trabajo, servicial… ¡Actuaba como dos personas en una! Hoy todavía hay quienes no creen que fuera un hombre violento. En mi familia algunos llegaron a culparme por el desenlace, pero hoy bajan la cabeza cuando coincidimos en algún lugar.

«Y es que siempre hay indicios que sugieren que algo está ocurriendo… Lo importante es identificarlo y nunca pensar que estamos solas. Imagine que fueron las fiscales quienes me acompañaron a la consulta de la doctora Iraida, una amiga que luchó junto a mí para recuperar mi vida, mi paz. ¡Gracias!

«Como dice mi doctora, a las víctimas de maltrato no se les puede dejar solas en esa lucha, sino acompañarlas para que les regresen la confianza, el optimismo y la seguridad. Con las nuevas leyes se abre un camino de protección para quienes sufren maltrato. El país se encuentra en mejores condiciones para la formación de valores, y para promover la resiliencia».

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.