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Presentarán en La Habana cinco largometrajes de Francesco Rosi

Serán presentados por el director del Festival Cinematográfico de Roma Adriano Pintalvi, quien ha confesado que ama profundamente a Cuba

Autor:

Joel del Río

El público cubano es muy aficionado y conocedor del cine italiano, clásico y contemporáneo, un afecto que no debería perderse a pesar de que, al parecer, los mejores días del cine italiano pertenecen al pasado. Así lo reconoce el escritor, crítico, director del Festival Cinematográfico de Roma, Adriano Pintaldi, quien ama profundamente a Cuba, y ha vuelto para regalarnos una porción de otro de sus grandes amores: el mejor cine italiano. Cinco largometrajes definitivos, realizados por Francesco Rosi entre 1957 y 1990, serán mostrados, y presentados por Pintaldi, en el cine Charles Chaplin, sede de la Cinemateca de Cuba, hasta el jueves 21.

Amigo personal de Rosi, y de prácticamente todos los grandes realizadores italianos de los años 60 y 70, Pintaldi ha colaborado asiduamente en la labor de promocionar el cine de su país en Italia y en todo el mundo. Así, colaboró en la organización de las muestras sucesivas de Roberto Rossellini y Alberto Sordi que hemos visto en la Isla. Y además prepara para fines de año un ciclo consagrado a los filmes de Sergio Leone con música de Ennio Morricone.

Nacido en 1922, Rosi estudió leyes en la Universidad de Nápoles (de donde es oriundo) y a principios de los años 40 ya trabajaba como actor de teatro, diseñador de producción y periodista radial. Tales antecedentes le valieron para llegar al cine en la plenitud del momento neorrealista y convertirse en asistente de dirección de Luchino Visconti durante toda una década, y participar activamente en el proceso creativo de La tierra tiembla, Bellísima y Senso, los tres principales largometrajes de este director en ese período. Pero laboró no solo junto a Visconti sino también en filmes de Luciano Emmer (Domingo de agosto), Luigi Zampa (Proceso a la ciudad), Mario Monicelli (Prohibido) y Antonioni (Los vencidos). De todos parecía aprender, sobre todo respecto al valor de la inmediatez, de la improvisación y de los actores no profesionales.

Debe apuntarse, en honor a la verdad, que el debut de Rosi se dilató mucho, en tanto adquiría el rigor y los conocimientos necesarios. Trabajaba en películas de otros, asistía a la transformación del neorrealismo factual al cine violentamente subjetivo según la clave que, ya en los años 50, le imponían a la cinematografía nacional los Fellini, Antonioni, y similares.

Fotograma de la película Salvatore Giuliano. La ópera prima de Rosi, El reto, alcanzó nada menos que el Premio Especial del Jurado en el festival de Venecia ’58, y su segundo intento, Los mercaderes, fue reconocida especialmente en San Sebastián, en 1960. Semejante apoyo de sus colegas, de los especialistas y de la prensa continuó invariable a lo largo de los primeros diez años como realizador (espacio de tiempo mejor representado en el ciclo de la Cinemateca) cuando le dio forma a títulos considerados clásicos indudables, al estilo de Salvatore Giuliano (Oso de Plata en Berlín, por la mejor dirección, en 1963) o Manos sobre la ciudad, premiada con el León de Oro de San Marcos en Venecia. Demasiado árido para los esteticistas, demasiado serio para quienes busquen solo entretenimiento y espectacularidad, el cine de Rosi se caracterizaba, al menos en este primer jalón, por el compromiso cívico, el lenguaje claro y emancipado de la cámara —contó con un fotógrafo tan extraordinario como Gianni Venanzo—, la precisión del montaje en torno a una tesis central, alrededor de la cual elabora su aproximación documental y postula su crítica, no necesariamente conclusiva ni muchos menos infalible.

Esa capacidad de estas primeras películas para convencer en lugar de aburrir con enfáticas predicaciones, esa nitidez inquietante que se vale de una suerte de objetividad indoblegable, que a veces podría interpretarse incluso como estatismo metafísico, o contemplativo, fue de alguna manera el garante del notable éxito, y de los premios alcanzados por sus primeras cuatro o cinco películas. Salvatore Giuliano y Manos sobre la ciudad (ambas en el ciclo de marras) fueron piezas centrales en el cine europeo de los años 60, cuando la nueva ola francesa, el free cinema británico y los nuevos autores italianos giraban ostensiblemente hacia el retrato fílmico de las crisis individuales, espirituales y emotivas, de la mediana burguesía urbana. Ambas películas distinguieron al mejor Francesco Rosi, su extraordinaria habilidad para radiografiar los males italianos (el sur subdesarrollado e inerme, la mafia, la corrupción y las manipulaciones de los poderosos, la demagogia de los gobiernos...) en apuesta indeclinable por un cine que debatiera, al mismo tiempo, las ideas, las mentalidades y la moralidad, según lo definiera en su momento la revista francesa Avant-Scéne.

En sus películas posteriores de los años 60 y 70 (excluida El momento de la verdad, 1965, que se concentra con fuerza documental en un mundo tan distante de sus inquietudes habituales como el de la tauromaquia) Rosi apuesta por un cine más de género, cercano al thriller o al filme de gángster, y se distancia del enfoque periodístico que sirvió de plataforma a sus mejores y primeros trabajos. Además suele inspirarse en obras literarias (de Carlo Levi, Leonardo Sciascia, Primo Levi, Antonio Gramsci) interesadas en mostrar los contrastes entre el sur agrícola y campesino, y el norte industrial y obrero.

El caso Mattei (1972), Lucky Luciano (1973) y Cadáveres ilustres (1975) insisten en el tema de la corrupción institucionalizada, pero desde puntos de vistas y estéticas accesibles para el gran público. De todos modos, aunque se apoye en la coartada genérica, al director y guionista no le importan las intrigas, el suspense ni las estructuras dramáticas ultraconvencionales, sino mostrar crímenes y fechorías como resultado de un contexto social y económico. Posteriormente el cine de Rosi «dulcifica» el tono, y se torna más conscientemente ornamental, incluso cuando hable de temas tan amargos como el fascismo en el sur de Italia (Cristo se detuvo en Eboli), la reflexión al interior de una familia (Tres hermanos), lleve al cine la célebre ópera de Bizet (Carmen) o el famoso y sombrío relato garcíamarquiano (Crónica de una muerte anunciada).

En los años de la década de 1990, Rosi intentó recuperar sus preocupaciones originarias mediante Olvidar Palermo (el filme más contemporáneo de los programados en la Cinemateca), Diario Napolitano y La tregua. Las tres películas aparecen marcadas por ese repunte de inteligencia agresiva, pasión intelectualizada, honestidad feroz y perenne búsqueda de la verdad que identifica al cine de Francesco Rosi, sin duda, uno de los grandes realizadores europeos en los últimos 50 años, aunque no muchos lo reconozcan.

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