Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Una teleserie mal titulada o con proyecto diferente al resultado en TV

Un desmayado transcurrir apenas comunica emociones, turbaciones intensas, sentimientos como el dolor, que provocarían la identificación del espectador

Autor:

Joel del Río

Omar Alí entrega un «malvado» verdaderamente plausible, mientras una noble actriz como Larisa Vega tuvo que enfrentarse a una tarea imposible. Fotos: Martha de la Caridad Vecino

Además del título de la teleserie cubana que toleramos tres veces a la semana, ¡Oh!, La Habana puede entenderse cual exclamación de júbilo, asombro o éxtasis ante la capital. Y las exclamaciones, según cualquier enciclopedia, son formas del lenguaje retórico que expresan una emoción intensa como la sorpresa, el temor o el dolor. De modo que podemos arribar, desde el primer párrafo, a una primera conclusión: la teleserie está mal titulada o fue concebida de un modo bien distinto al que ostenta su resultado final en pantalla, puesto que su desmayado transcurrir apenas comunica emociones, mucho menos turbaciones intensas, y menos que menos sentimientos como el dolor, el placer o la sorpresa, que con tanta facilidad provocarían la identificación del espectador.

Esta incapacidad para seducir o convencer se debe a varias causas. Entre las principales se cuenta el alicaído acontecer de la trama; mayorean las escenas larguísimas sin justificación; abruma la forzada presencia de personajes con escaso nivel de conflictividad o empantanados en problemas nimios, trazados pobremente. Además, se postergan innecesaria y puerilmente los momentos de clímax, hay exceso de digresiones, de verborrea anodina e inarticulada.

Tampoco se supo resolver cierta ambigüedad de propósitos y estilos que aparece en casi todos los capítulos, pues contienden, sin llegar a un armisticio dramatúrgico convincente, las intenciones abarcadoras de la teleserie de corte realista —de las que se dedican a pensar y repensar nuestra contemporaneidad— con los arbitrios dramáticos del melodrama y la telenovela convencional: una Madame Bovary de la ingeniería se debate ante el falso conflicto que para ella representa el adulterio y el comienzo de una nueva relación; galán otoñal de inacabables divagaciones radiales se inquieta ante un nuevo cortejo, las familias prejuiciadas se oponen al noviazgo de dos juveniles parejas, una madre divorciada y con tres hijos se enfrenta a los rigores del destino, y así son muchos otros los motivos más o menos folletinescos que se desaprovecharon, en tanto no consiguen dinamizar la acción ni revestirla del interés necesario como para presentar una trama suficientemente seductora para la audiencia más amplia.

Lo cierto es que las impostaciones del realismo sentimental-barriotero minaron la posibilidad de ilustrar el relieve psicológico, o emotivo, de la mayoría de los personajes, y tampoco se nos entregó el testimonio irrefutable de las tristezas y alegrías (aunque fuera melodramáticamente) que atañen a cualquier residente de los barrios capitalinos. Aquí La Habana es paisaje inanimado, porque faltaron los exteriores vinculados a las vivencias de los personajes, más allá del cacofónico plano-telón, para significar que pasó el tiempo, o la antología de bellas imágenes sobre el Malecón. Faltan muchas otras locaciones, conflictos y realidades que nos convenzan de que esa ciudad merece, compulsa e inspira la admiración del título.

No obstante tales carencias, la serie ha conseguido presentar, en combinación a veces demasiado heterogénea, algunos temas francamente significativos y actuales como los agujeros negros de la emancipación femenina, las diferencias generacionales, los desvíos de recursos, los emigrantes en la capital, la necesidad de animación cultural en los barrios, las relaciones sexuales precoces, lo dañino de los prejuicios y de los chismes de barrio, etc., etc. Fracasaron casi todos los intentos por conectarse auténticamente al acontecer social, sentimental y cultural de esta ciudad, porque en la teleserie gobiernan el simulacro, la impostura y la afectación en la mayoría de las subtramas, amén del buen trabajo de dirección de arte, particularmente en cuanto al diseño escenográfico, que perfiló las diferencias materiales de cada familia, y acertó a colocar ciertos motivos claves de la buena ambientación. Pero aparte de la escenografía, la falsedad reina en las supuestas reverberaciones de la obra de construcción, contemplada desde las intrigas oficinescas (escenas interiores apenas justificadas o verosímiles en términos de concatenación dramática); los marginales y delincuentes están representados desde la exterioridad y el esquema rústico; el entorno del deportista juvenil padece el mismo lastre artificioso, por no hablar de esos imposibles programas de Radio Litoral —de veras no quisiera ni enterarme cuál de nuestras emisoras inspiró violaciones tan flagrantes de las leyes más elementales en la comunicación radiofónica— o los conciertos de música rock... todo, todo, todo parece envarado, postizo, de mentiritas, sin que ni siquiera se roce por un instante ese extraño sortilegio de las grandes mixtificaciones escénicas: conmover o inquietar a pesar de que sepamos sobre la falacia y la simulación inmanentes.

Me conté entre los primeros que aguardaba, lleno de expectativas, la salida de esta teleserie. El elenco era una de las motivaciones principales. He podido comprobar, una vez más, que no existe ningún actor o actriz con el talento suficiente para insuflarle vida a un personaje exánime o mal escrito. Si el maquillaje es impropio o indiferenciado (en las escenas de oficina, suele ocurrir que Larisa Vega, María Teresa Pina y Amarilys Núñez están maquilladas igual), si te lanzan sobre el rostro un chorro de luz que te desfigura, si te ponen a decir parlamentos declamatorios, con un vocabulario libresco e incongruente, si el personaje que te asignan tiene móviles demasiado obvios o carece de matices y de posibilidades dramáticas, si la cámara insiste en mostrar tus ángulos más desfavorables, entonces quién puede culpar a los intérpretes por tratar de cumplir su cometido, pero en un perfil muy bajo.

No obstante, es justo hacer distingos. El plantel de los jóvenes, e incluso los niños, sorprende, en general, por su organicidad. Desde Doble juego no veíamos la presentación de un grupo de intérpretes con tan poca experiencia y tan encomiables resultados. Omar Alí y Laura de la Uz se batieron como leones contra las reiteraciones de sus textos, y las inconsecuencias de sus personajes, para entregarnos «malvados» verdaderamente plausibles. Me parecen decisiones muy arriesgadas en la conformación del elenco entregar los papeles de madres esforzadas, posesivas y de no muy alto nivel intelectual a María Teresa Pina y Dianelis Brito, pero ambas se han crecido por encima de lo que el espectador, o al menos yo, esperaba de ellas. Un resquicio de frescura, dominio escénico e impecable naturalidad constituyen las apariciones de los suegros, es decir, Raúl Pomares y Martha del Río.

Respecto a los dos protagonistas, que son al parecer Larisa Vega y Mario Limonta, aunque sus personajes aparezcan totalmente desvinculados entre sí, ambos fueron castigados con indecibles parlamentos y suelen emplear un tono equívoco en muchas de sus escenas. En añadidura, el locutor y la ingeniera manifiestan inconsecuencias psicológicas a todos los niveles, carecen de los matices «heroicos» indispensables en estos casos, y por si fuera poco, los ponen a repetir sin misericordia lo que ya se sabe, o a pronunciar divagaciones interminables en tanto soslayan sus verdaderos conflictos, de modo que los dos notables intérpretes terminaron cediendo ante el peso de una tarea imposible.

Algunos temas significativos y actuales se han presentado en Oh!, La Habana como el desvío de recursos en las empresas.

Proyecto ambicioso desde el guión, con una puesta en escena que intentó acceder, tal vez, a las eminencias estéticas y de verosimilitud sociológica conseguidas por algunos notables documentales, filmes de ficción y video clips de los últimos cinco años, a ¡Oh!, La Habana le ha tocado competir, además, con las trampas siempre eficaces del folletín brasileño y argentino, además de la verdadera avalancha de seriados norteamericanos de muy diversos géneros, más o menos creíbles y verosímiles, pero casi todos espectaculares y tentadores, con una realización utilitaria y adecuada, cuando no imaginativa y artística.

No estoy diciendo, de ninguna manera, que para realzar nuestros productos audiovisuales deba limitarse la exhibición de tales seriados. Creo que acceder a una parte de lo mejor que se hace en el extranjero nos ayudará, en algún momento y de alguna manera, a formular mejor nuestras propuestas. Pero el asunto es que en semejante contexto se denotan más las disfuncionalidades, timideces y limitaciones (no me refiero a recursos) de nuestros dramatizados en serie. La única riqueza de que disponemos para exhibir audiovisualmente, y ganar una audiencia cómplice, participativa y mayoritaria, somos nosotros mismos, nuestra manera de ser y pensar, ya sea en el camino de Sol de batey o Pasión y prejuicio, o en la senda problematizadora que implica retratar el difícil trance de los tiempos que corren.

Es de lamentar que se haya perdido otra excelente oportunidad de descubrirnos en el rango infinito de complejidad y sencillez, grietas y bellezas, sombras y calores que nos conforman y asisten.

No crean que escribí este comentario, que algunos juzgarán hipercrítico, solo para complacer las decenas de lectores que así lo solicitaron. Pueden creerme cuando les asegure que respeto en grado sumo el trabajo seguramente amoroso y abnegado de tantos profesionales devotos (atención a la enorme relación de artistas y técnicos acreditados al principio y al final de cada capítulo), pero valga aclarar que si ellos cumplieron con su labor yo estoy intentando cumplir, creo que honestamente, con mi interpretación personal del oficio de crítico.

Sé que me costará un nuevo ciclo de ocasionales enemistades, malas caras y alguna que otra reacción colérica y excluyente de quienes opinan que ¡Oh!, La Habana merecía un tratamiento más benigno, habida cuenta del nivel profesional de los implicados. Ya habrá tiempo y ocasión de regalarles elogios merecidos.

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